Capitulo 26

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La vida over there no resultó como ella esperaba. La amargura de la decepción había marcado profundas arrugas alrededor de su boca y de sus ojos, pero Agnes seguía siendo, a sus cuarenta y dos años de edad, una mujer hermosa.

Los primeros tiempos fueron fantásticos. El dinero de su padre le garantizó un estilo de vida soberbio que mejoraron las aportaciones de sus admiradores. El apartamento de Nueva York era un hervidero de fies tas a las que la gente elegante acudía de buena gana. Las ofertas de matrimonio fueron muchas, pero ella siempre aplazaba el momento a la espera de alguien más rico, mejor parecido, más hombre de mundo… Y entre tanto, no se negaba el placer bajo ninguna de sus formas. Era como si se viese obligada a compensarse por los años perdidos y a vivir el doble de rápido que los demás. En su modo de amar, de festejar y gastar dinero en ropa, joyas y decoración para el apartamento había siempre un regusto a ansia compulsiva. No obstante, aquellos años le resultaban ya muy lejanos.

Cuando se produjo la bancarrota de Kreuger, su padre lo perdió todo. Unas inversiones aventuradas hicieron desaparecer toda la fortuna que había amasado. Al leer el telegrama y comprender que August se había comportado de forma tan insensata, experimentó tal ira incontenible que lo rompió en mil pedazos. ¿Cómo se permitía perder todo aquello que un día había de pertenecerle a ella? Todo cuanto constituiría su seguridad, su vida.

Agnes respondió con un largo telegrama en el que, con todo lujo de detalles, daba cuenta de lo que pensaba de él y le explicaba hasta qué punto la había destrozado.

Cuando, una semana después, recibió otro telegrama en que se la informaba de que su padre se había pegado un tiro en la sien, Agnes lo arrugó sin más y lo arrojó a la papelera. No se sintió ni sorprendida ni indignada. Por lo que a ella se refería, su padre no merecía otro final.

Siguieron años difíciles. No tanto como con Anders, pero igualmente una lucha por la supervivencia. Ahora se veía obligada a vivir exclusivamente de la buena voluntad de los hombres y, cuando dejó de disponer de medios propios, sus adinerados y animados pretendientes se vieron sustituidos por versiones cada vez peores. Las propuestas de matrimonio cesaron por completo. Ahora las propuestas eran de otro tipo muy distinto y, mientras los hombres pagasen, ella no tenía nada en contra. Por otro lado, debió de sufrir una lesión en el parto y nunca caía en desgracia, lo que incrementaba su valor entre los pretendientes accidentales. Ninguno de ellos deseaba verse ligado a ella por un niño y Agnes prefería arrojarse desde el tejado del edificio antes que volver a vivir aquella terrible experiencia.

Se vio obligada a abandonar su hermoso apartamento y el nuevo era mucho más pequeño, más oscuro y bastante apartado del centro de la ciudad. Ninguna fiesta animaba sus habitaciones y tuvo que empeñar o vender la mayoría de sus pertenencias.

Cuando estalló la guerra, la situación, que ya era mala, empeoró más aún. Y por primera vez desde que subió a bordo del barco en Gotemburgo, sintió nostalgia de su hogar. Su añoranza fue creciendo paulatinamente hasta convertirse en resolución y, al terminar la guerra, decidió volver a su país. No le quedaba nada de valor en Nueva York, mientras que en Fjällbacka aún había algo que podía llamar suyo. Después del gran incendio, su padre compró el solar en el que se había erguido el edificio donde ellos habían vivido y mandó construir uno nuevo en el mismo lugar, tal vez con la esperanza de que Agnes regresara algún día. Aquel nuevo edificio estaba a su nombre, de ahí que aún fuese suyo, pues todos los bienes registrados a nombre de August se habían esfumado. El edificio estuvo alquilado todos aquellos años y los ingresos iban a parar a una cuenta a su nombre que ella podía utilizar en caso de volver. En alguna que otra ocasión intentó tener acceso a ese dinero, pero el administrador le daba siempre la misma respuesta: su padre había estipulado en las condiciones que sólo lo recibiría si regresaba a su patria. Entonces maldijo lo que consideraba una injusticia. Ahora, en cambio, tuvo que admitir, aun a disgusto, que tal vez no hubiese sido tan mala idea. Agnes calculó que podría vivir de aquel dinero durante un año como mínimo; y entre tanto, se proponía encontrar a alguien que la mantuviese.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora