Capitulo 25

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De espaldas a la costa sueca, cerró los ojos y sintió el viento en los párpados. Así era, pues, el sentimiento de libertad.

El barco zarpó hacia América desde Gotemburgo a la hora prevista y el muelle estaba lleno de gente que, con tanta esperanza como tristeza, había acudido a despedir a sus familiares. No sabían si volverían a verse. América estaba tan lejos, era un continente tan remoto, que la mayoría de los que viajaban hasta allí no regresaban jamás y sólo mandaban noticias por carta.

Pero nadie fue a despedirse de Agnes. Exactamente lo que ella quería. Abandonó tras de sí todo lo anterior y partió hacia una nueva vida. Además, con el cheque de su padre en el bolsillo y un buen camarote en primera clase, sintió que por primera vez en mucho tiempo estaba en el buen camino.

Por un instante, su mente la llevó a pensar en Anders y los niños. La iglesia estaba a rebosar durante el funeral y los sollozos llenaron el templo como un coro lastimero. Ella, en cambio, no lloró. Protegida por el velo del sombrero, contempló los tres ataúdes expuestos en el coro. Uno grande, dos pequeños. Blancos, con montones de flores y coronas alrededor. La más grande era de su padre. Ella le había prohibido asistir.

No hubo mucho que depositar en los ataúdes. El fuego lo había aniquilado todo, de modo que los féretros sólo contenían un exiguo vestigio de los cuerpos. Dado el estado de los restos mortales, el sacerdote había propuesto que se los enterrase en urnas, pero Agnes prefirió ataúdes. Tres ataúdes que ocultar bajo tierra.

Varios de los compañeros de trabajo de Anders tallaron la lápida. Una para los tres, con sus nombres bellamente grabados.

Fueron las únicas víctimas del incendio. Por lo demás, sólo hubo daños materiales, aunque muy graves. Toda la parte inferior de Fjällbacka, la más próxima al mar, había quedado carbonizada. No quedaba una casa en pie y, donde antes hubo muelles, no se veían ya más que maderos ennegrecidos flotando en el agua. Sin embargo, casi nadie se lamentó de la pérdida de su hogar. Cada vez que sentían deseos de llorar por lo que habían perdido, pensaban en Agnes y lo que el incendio le había arrebatado. Como un solo hombre, todos acudieron al entierro y, al evocar la imagen de los dos pequeños de cabellera rubia caminando de la mano de su padre, se les partía el corazón.

Su madre, en cambio, no derramó una lágrima. Una vez terminado el entierro, ella se retiró a su morada provisional a embalar lo poco que le habían dado. Beneficencia. El hecho de verse obligada a aceptar limosna le provocaba tal repulsión que le escocía la piel, pero jamás volvería a verse en esa necesidad.

En efecto, nadie que la viese ahora en la cubierta superior del barco pensaría que, hasta hacía unas horas, había vivido en la pobreza. Se apresuró a hacerse con nuevas ropas y el equipaje era el más elegante que se podía comprar. Acarició con fruición la sedosa tela de su vestido. ¡Qué diferencia en comparación con las ropas desgastadas y descoloridas que le había tocado llevar durante cuatro años!

Lo único que le quedaba de su vida anterior iba en una caja de madera pintada de azul que había colocado con sumo cuidado en el fondo del baúl. Lo más importante no era la caja en sí, sino su contenido. La noche anterior a su partida salió a hurtadillas para llenarla. El contenido tenía que recordarle algo: jamás debía permitir que nadie se interpusiese en su camino para alcanzar la existencia que merecía. Había cometido el error de confiar en un hombre y le habla costado cuatro años de su vida. Ninguno volvería a traicionarla como su padre. Y ella se encargaría de que lo pagase caro. La soledad era el precio más alto, pero también pensaba lograr que el dinero de August fuese a parar a su bolsillo. Se lo había ganado a pulso. Además, sabía perfectamente qué hilos manipular para mantener vivos sus remordimientos. Los hombres eran tan fáciles de manejar… Un carraspeo la arrancó de su cavilar de forma tan abrupta que dio un respingo.

Las hijas del frio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora