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1 de febrero 1641

El Sultan del mundo caminaba por las calles de la capital de su extenso imperio disfrazado como cualquier otra persona de su pueblo junto a dos guardias fieles mientras intentaba saber qué le aquejaba a las personas de su glorioso imperio.
Cihangir paró en cuanto observó un puesto de frutas para poder iniciar su plan.

—Buen día —saludó el Sultan al hombre de unos cincuenta años que vendía frutas.

—Buen día, señor —saludó aquel extraño con alegría.

—Me da seis para llevar —dijo mirando a las manzanas.

—Sí, buen hombre —sonrió, tomando las manzanas.

— ¿Se enteró de la nueva orden del Sultan?

— ¿Cuál de todas?

—Las nuevas escuelas para extranjeros y personas del imperio.

—Una orden dada por el Sultan, pero ideada por la Haseki Mihriban.

—Así es —reconoció.

—Es una buena idea, pero hay algunos que se oponen porque le quitarán lugares a nuestra gente.

—Nadie le quitaría el lugar porque si se lo merecen, entrarán, de lo contrario no.

— ¡Bien dicho! Yo estoy a favor y nadie podrá hacerme cambiar de opinión.

Cihangir rió. El hombre le entregó las frutas.

— ¿Puedo saber qué opina de la Haseki?

—Es una maravillosa mujer, siempre se preocupa por nosotros y nunca nos abandona, un ejemplo es el invierno pasado, nos dio de comer junto a su hijo, el şehzade Ahmed.

—Yo no estaba aquí cuando eso sucedió ¿Qué más ocurrió?

—Sólo eso, además de humilde es hermosa. El Sultan debe ser muy afortunado.

— ¿La ha visto?

—Sí, sin querer. Una vez llegó a dar comida y no traía velo por lo cual cuando la ví rápidamente bajé la mirada.

—Espero mirarla algún día para saber si es verdad.

—Sólo que el Sultan no se entere o lo matará —sonrió.

Cihangir sonrió para posteriormente darle una señal a su guardia Ömer. El hombre le entregó dos monedas de oro mientras el vendedor se sorprendió.

—Que se le haga fácil —se despidió.

—Que se le haga fácil, buen hombre.

El Sultan siguió su recorrido con entusiasmo por la buena crítica del hombre de las frutas y no contento con eso, siguió a otro puesto donde vendían tela muy fina.
El dueño del mundo miró una tela de color azul marino y pensó rápidamente en su Haseki que amaba ese color.

—Señor, quiero cuatro telas de este color —dijo señalando la tela.

—Por supuesto —le sonrió tomando las dichas telas.

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