1. vacante

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CUATRO MESES ANTES.


Me estaba asfixiando. Después de pasarme horas en el asiento trasero del coche, con la calefacción al máximo mientras el chófer excedía los límites de velocidad a la menor ocasión, el aire estaba tan caldeado que apenas se podía respirar. 

Bajé la ventanilla para llenarme los pulmones de aire fresco y olor a lluvia.

–Va a pillar una pulmonía –dijo el conductor en tono severo. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde que la había recogido en el aeropuerto.

–Necesitaba aire fresco –respondí a modo de disculpa.

Él soltó un bufido y murmuró algo entre dientes, y yo me giré hacia la ventanilla con una sonrisa. Las escarpadas colinas proyectaban una negra sombra sobre la solitaria carretera, rodeada por un páramo desolado y envuelto en una niebla espesa y húmeda. 

Cornwall era precioso, como un paisaje onírico. Me encontraba en el fin del mundo, que era justo lo que había querido.

A la luz del crepúsculo, la negra silueta de un peñasco se recortaba como un castillo fantasmal contra el sol que teñía el mar de rojo. Casi podía oír el entrechocar de las espadas y el fragor de lejanas batallas entre celtas y sajones.

–Penryth Hall, señorita –la áspera voz del conductor apenas se oía por encima del viento y la lluvia–. Ahí delante.

¿Penryth Hall?

Volví a mirar el lejano peñasco y comprobé que era en efecto un castillo, iluminado por algunas luces dispersas que se reflejaban en el mar escarlata. A medida que nos acercábamos distinguí las murallas y almenas. Parecía deshabitado, o quizá poblado por vampiros y fantasmas.

Por aquel sitio había dejado el sol y las rosas de California. Parpadeé varias veces y me recosté en el asiento, intentando contener el temblor de mis manos. La lluvia camuflaba el olor de las hojas podridas, el pescado en descomposición y la sal del océano.

–Por amor de Dios, señorita, si ha ya tenido suficiente lluvia, voy a cerrar la ventanilla.

El chófer pulsó un botón y mi ventanilla se cerró, privándome del aire fresco. Con un nudo en la garganta, bajé la mirada al libro que seguía abierto en mi regazo. No se podía leer con tan poca luz, de modo que lo cerré y lo guardé en mi bolso. Ya lo había leído dos veces en el vuelo desde Los Ángeles.

Enfermería privada: cómo cuidar a un paciente en su casa sin perder la profesionalidad ni ceder a sus insinuaciones.

No se había publicado mucho sobre la atención terapéutica a un magnate viviendo en su residencia. Lo mejor que había podido encontrar era un libro ajado y descolorido publicado en 1959, o mejor dicho, una reedición de 1910. Pero seguro que podría servirme de algo.

Por vigésima vez pensé en cómo sería mi nuevo jefe. ¿Anciano y enclenque? ¿Y por qué quería precisamente mis servicios, si estaba a diez mil kilómetros de distancia? En la oficina de empleo de Los Ángeles me habían dado muy pocos detalles.

–Un magnate asiático –me había dicho el entrevistador–. Herido en un accidente de coche hace dos meses. Apenas puede caminar. La quiere a usted.

–¿Por qué a mí? ¿Acaso me conoce? –me tembló la voz–. ¿O a mi hermanastra?

–La petición procede de una agencia londinense. Al parecer, no confía en los terapeutas de Inglaterra.

Solté una carcajada incrédula.

–¿En ninguno?

–Es toda la información que estoy autorizado a facilitarle, además de la cuestión salarial. El sueldo es muy elevado, pero tendrá que firmar un contrato de confidencialidad y vivir en su residencia de manera indefinida.

Tres semanas antes ni se me hubiera pasado por la cabeza aceptar un empleo como ese. Pero muchas cosas habían cambiado desde entonces. Todo en lo que siempre había confiado se caía a pedazos.

El Range Rover aceleró para cubrir el último tramo. Pasamos bajo la puerta de hierro con forma de serpientes marinas y parras colgantes y el vehículo se detuvo en un patio. Altos muros de piedra gris cercaban el espacio bajo la pertinaz lluvia.

Me quedé sentada y aferrando el bolso en el regazo.

–«Mantén en todo momento una actitud deferente y servicial, aunque te traten como un felpudo» –me susurré a mí misma, citando a Warreldy-Gribbley, la autora del libro.

Thunder - ChenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora