3. Almas rotas

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La sangre me hervía en las venas. Odiaba a aquel hombre por provocarme, y mi primer impulso fue darme media vuelta y abandonar el castillo con la cabeza muy alta. Pero entonces pensé en las pruebas y en los fríos ojos de los directores al rechazarme: demasiado mayor, demasiado joven, demasiado delgada, demasiado gorda, demasiado bonita, demasiado fea. Demasiado inútil. Yo no era Madison Lowe.

Se me cayó el alma a los pies.

–Lo suponía –dijo Jongdae–. No tienes trabajo y necesitas uno. Perfecto. Me gustaría contratarte.

–¿Por qué a mí? –apenas podía hablar por el nudo de la garganta–. Sigo sin entenderlo.

–¿De verdad no lo entiendes? –preguntó él, sorprendido–. Eres la mejor en lo que haces, Diana. Competente, digna de confianza, hermosa...

–¿Hermosa? –repetí, pensando que me tomaba el pelo.

–Muy hermosa –me sostuvo la mirada a la luz de las llamas–. A pesar de esa ropa tan horrible.

–¡Eh! –protesté débilmente.

–Pero tienes otras cualidades mucho más necesarias que la belleza. Habilidad, paciencia, discreción, inteligencia, lealtad y entrega.

–Parece que le estuvieras hablando a... –señalé al perro, que levantó la cabeza y me miró interrogativamente.

–¿A Caesar? Sí, eso es exactamente lo que quiero. Me alegra que lo entiendas –al oír su nombre, el perro nos miró a los dos y agitó la cola. Lo rasqué detrás de las orejas y me giré de nuevo hacia su amo.

Era el amo del perro, no el mío.

–Lo siento –sacudí la cabeza con vehemencia–. No voy a trabajar para un hombre que pretende tratar a una fisioterapeuta como si fuera su perro.

–Caesar es un buen perro –repuso él–. Pero vamos a ser sinceros, ¿de acuerdo? Los dos sabemos que no vas a volver a California. Quieres alejarte de todo y de todos. Aquí nadie te molestará.

–Solo tú.

–Solo yo. Pero es muy fácil llevarse bien conmigo...

Solté un bufido de incredulidad.

–... y dentro de unos meses, cuando pueda volver a correr, quizá hayas descubierto lo que quieres hacer realmente con tu vida. Podrás marcharte de aquí con el dinero necesario para hacer lo que quieras. Volver a la universidad, montar tu propia consulta, incluso probar de nuevo en el cine –meneó la cabeza–. Lo que sea. A mí me da igual.

–Quieres que me quede.

–Sí.

–Empiezo a pensar que haría mejor en alejarme de todo el mundo.

Sus ojos brillaron en la penumbra.

–Lo entiendo. Mejor de lo que crees.

Intenté sonreír.

–Dudo que un hombre como tú pase mucho tiempo solo.

–Hay muchas clases de soledad –apartó brevemente la mirada y apretó la mandíbula–. Quédate. Podemos estar solos los dos juntos y ayudarnos el uno al otro.

La oferta era tentadora, y realmente no tenía alternativa.

Pero... Me lamí los labios y me acerqué a él.

–Háblame más de tu lesión.

Su atractivo rostro se endureció.

–¿No te lo explicó la agencia? Fue un accidente de coche en Corea.

Thunder - ChenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora