XII. 26 de septiembre de 1983

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CAPÍTULO

XII

26 de septiembre de 1983

9:47 p.m.

El grito de mi madre retumbó en toda la habitación. Y por culpa de la puerta abierta y la forma en la que mi padre pasó con ese gesto entre borracho y enloquecido, supe de qué se trataba todo. Intenté levantarme lo más rápido que puede, y, cuándo de reojo vi la medicina para la fiebre, lo entendí aún más.

Mis pies se resbalaron con la pequeña alfombra de tela en el suelo y corrí detrás de los balbuceos que mi madre soltaba entre llantos y gritos. Me asomé a lo largo del pasillo, pero no estaban ahí, los gritos venían esta vez de arriba. Me apresuré a subir los escalones, resbalándome con mi propio sudor, y me dirigí hacia la habitación de ellos. La última en el pequeño pasillo. Papá ya le había dado un buen golpe con el cinto en el rostro, porque el labio de mamá sangraba, y antes de que pudiera dar otro, grité esperando que se detuviera.

—¡Se lo he pedido yo! —Papá se detuvo en seco, y lentamente, con esa mirada adicta a la sangre y drogas, volteó a verme. Mi respiración se detuvo a pesar de que mi corazón iba a tope, y aferré mi mano al marco de la puerta para sostenerme y mantenerme firme. —Yo le he pedido que fuera a la farmacia de Francis. —Seguía mirándome como si mis palabras fueran solo un mosquito molesto. —Solo trabajan mujeres, así que la he mandado ahí. No podría haber hablado con ningún hombre.

—¿Y eso qué mierda me importa? —Se giró por completo hacia mí, y caminó. No retrocedería, si lo hacía, solo me ignoraría y seguiría golpeando a mamá con todo.

Mi padre no me odiaba, a pesar de lo que todo el mundo creía. En realidad, no dejaba que nadie me tocara, no quería que "nadie me contaminara". Según él, Tougou Pinefield, era la única influencia necesaria en mi vida. Los maestros eran solo un montón de basura, los psicólogos y asistentes escolares eran una estupidez. Protección civil era una oficina llena de idiotas sin vida que solamente buscaban alcanzar la quincena con su pobre salario mediocre.

Pero el hecho de que no fuera como él lo agobiaba hasta el tuétano. Que mi principal influencia haya sido mi madre lo destrozó. Y que mis amigos, aunque no le cayeran tan mal, lograran alejarme aún más de él, le hervía la sangre.

Pero odiaba a mamá. Odiaba a su propia familia, a sus vecinos. Odiaba a todo aquello que no le parecía útil. Y seguramente, me odiaría pronto a mí. No por el hecho de que tuviera planeado algo extraño, sino porque él terminaba odiándolo todo. Su mente convertía todo lo que le rodeaba en algo estorboso y aburrido, tanto así que incluso se encargó de cortar la comunicación con su propio padre. Papá se puso cara a cara conmigo. Aún me  sacaba media cabeza; sus fríos ojos se clavaban en los míos, y cuando levantó una mano para tocarme la frente con la punta de su dedo, no pude evitar sobresaltarme.

—Solamente yo puedo decirle qué hacer. —Me aclaró, dándome golpes en mi frente para hacerme molestar. —Así que no te metas en esto.

—Quieres que sea como tú, ¿que no? —Traté de encargarle, pero era muy difícil. Mi voz apenas salía, y la enfermedad me hacía solo parecer más débil de lo que ya era.  —Tú mismo me dijiste que tenía que ser un hombre, así que la mandé a que me trajera lo que yo quería.

Papá comenzó a reír con esa absurda risa ronca. No parecía graciosa, no era nada contagiosa. De hecho, calaba. Mis oídos se irritaban cada vez que la escuchaba, porque siempre venían cosas peores después de ella.

Puso sus manos en su cadera, y miró al suelo con la sonrisa aún en su rostro. Y entonces me miró enojado. Tomó aire y retrocedió hasta mamá. Ella solo se encogió en el suelo, y aun así papá la tomó de su cabello.

El chico de los ojos violetasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora