capítulo 8

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Si me hubieran avisado que acabaría en una situación como la que estaba atravesando, seguramente hubiese hecho lo posible para evitarla.
La violencia y yo no congeniábamos, si podía prevenirlo entonces lo hacía.
Mi turno había terminado, y Natalie había pedido permiso para faltar al trabajo por unos asuntos familiares, puesto que me encontraba sola el día de hoy. No obstante, ese momento conmigo misma no continuó por mucho.

—Sabes, no es la primera vez que el viejo Steve me envía a salvarte el culo de alguna forma —procedí a buscar lo que necesitaría en la pequeña caja a mi costado—. La violencia no te llevará a ningún lado, déjale eso a los matones, ladrones, asesinos...

—Ariadna, tu parloteo me da dolor de cabeza, ¿podrías bajar el volúmen? —pidió en un suspiro de rendición, cerrando sus ojos y llevándose los dedos al puente de su nariz.

—Pues vas a tener que aguantarte mi palabrerío, nadie te envió a querer hacerte el héroe —admití con determinación, siendo testigo de sus quejidos cuando el algodón hacía contacto sobre la herida en su labio superior.

Aquella tarde, Keelan había llegado al restaurante en su típico aire altivo, como habitualmente lo hacía, con varios moretones en su rostro y enviando a la mierda a quién estorbara en su camino. Los clientes más recurrentes lo observaban susurrando entre sí, ya que conocían esa figura y actitud casi de memoria.
Él le hizo caso al gerente, quien se acercó de inmediato ofreciéndole ayuda y lo que estuviera a su disposición para que su madre no se enterase los problemas de su hijo.
Y así era, unos cuantos billetes más, y Steve sin duda lo cubriría.
Me había encomendado la tarea de ayudar al rubio, como era costumbre hacia su mal temperamento, por lo que accedí sin problemas a socorrer al chico que lucía molesto.
Después del día anterior suponía una mejoría en el trato, así fue como procedí a cuestionar qué había hecho para llegar de tal modo.
Explicó su situación sin protestar, hecho que me desconcertó y alivió al instante.
Ahora nos encontrábamos bajo la atenta mirada del gerente, en el extremo opuesto del lugar y sobre un incómodo asiento donde se percibían los pequeños hilos que sobresalían de la tela, procedentes del tapizado en bermellón.

—No fui yo el que se acercó, aquella morena ebria se me lanzó a los brazos pidiendo ayuda, no iba dejarla en manos de ese hijo de puta que se aprovecharía de su estado.

Asentí, dando validez a sus palabras, e imaginando la situación.
En silencio me dispuse a continuar mi trabajo, concentrándome en limpiar aquellos cortes que no se veían tan pronunciados como cuando llegó.
Lo observé por un instante. En esa posición, era imposible no notar que mientras más cerca te encontraras, aquellos característicos rasgos más fuertes se veían, y más rudeza adquirían.
Sus ojos me buscaron y analizaron cada movimiento torpe de mi parte.

—Ya te he dicho, podré ser la peor mierda, pero a este cabronazo también le nace el instinto de ayuda —emitió señalándose así mismo—. Y si tú estuvieras en la misma situación, créeme que no dudaría en cooperar.

Mantuve su mirada unos segundos, perdida en sus palabras.

—¿Y qué hacías en aquel sitio? —no dudé en cuestionarlo.

Su silencio fue un claro indicador que no encontraba la respuesta.

—No te comprendo, ¿porque lo haces? —insistí arrugando la nariz. Su forma de ser me resultaba escandalosa, más no debía cuestionarlo, pero algo me incitaba a hacerlo.

—Porque está en mí, porque esto es lo que soy y seré, no hay más. Llevo un puto cartel en mi frente que dice: o te quedas con lo que ves, o te marchas.

—Eso es lo que tú quieres, si la gente se marcha es por alguna razón, tal vez deberías fijarte qué es lo que haces mal y cambiarlo —resoplé moviendo mi mano exageradamente ante su desconcierto—. Perdón, yo no quise...

PERFIDIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora