Capítulo 10

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Los dos se miraron sin verse en realidad, pero sabiendo que uno tenía la vista clavada en el otro.

Solo sus cuerpos podían dar cuenta de su proximidad, porque cada uno podía sentir en su propio cuerpo las líneas del otro. Las piernas de él enredadas en las enaguas de ella, amoldando las extremidades de ambos como si estuvieran fundidos en un abrazo íntimo. El pecho de él aplastando los senos de ella, que subían y bajaban agitados, mezcla de sorpresa y de una traicionera excitación.

Un brazo de Juan descansaba debajo de la cabeza de ella, pues un rápido reflejo le había permitido alcanzar a protegerla de un golpe seguro sobre las mojadas tablas de la cubierta del Australian Pearl.

Violet miró hacia el cielo. Necesitaba desviar sus ojos del escrutinio de Griffin, porque aunque no los podía ver, sabía que la observaban. Luego con cuidado, para no parecer ansiosa, puso sus ya no tan delicadas manos entre ambos para empujarlo. Necesitaba quitárselo de encima, pero tenía que hacerlo con frialdad.

-Gracias, Juan -dijo con voz neutra-, por no dejar que me golpeara.

El hechizo se había roto. Juan carraspeó y movió sus piernas para desprenderse de las enaguas de Violet. Enseguida se levantó con agilidad, y luego hizo lo propio con ella, cuidando de cogerla por los codos y no de las manos como le hubiera gustado.

Si antes el silencio de Violet había sido ocasionado por la discreción, esta vez su mutismo era fruto del ensimismamiento: no quería mirar o dirigirle la palabra a Juan, no sabía cómo sin sentirse subyugada por sus ojos o su presencia en sí. Con mucho esfuerzo le había agradecido el gesto de protegerla del golpe, pero no era capaz de emitir una palabra más, al menos no esa noche.

Juan Griffin, percibiendo el estado de turbación en el que se encontraba Violet, y respetando su forma de sentir, tampoco pronunció palabra. Cuando estuvieron frente a la puerta de ella, se limitó a entregarle el cubo.

-Buenas noches -dijo, y se marchó sin más.

El tono lacónico con que se despidió Juan, sorprendió a Violet. Esperaba un tono más cálido. Le había dolido su frialdad. Pero, ¿qué más quería si ella había dejado claro con su actitud que no le interesaba tener ningún tipo de contacto con él? Sin embargo, le había dolido, meditó con insistencia mientras se metía en la cama. ¿Qué quería? ¿Qué esperaba? No lo sabía y tenía miedo de buscar las respuestas.

El cuerpo de su marido aún no se enfriaba dónde quiera que estuviese. No tenía derecho a pensar en nadie más. Se arrojaría a las aguas del océano frío con tal de impedir que su cuerpo intentara traicionarla de nuevo.

Después de cerciorarse de que el capitán no estuviera borracho como casi todas las noches, Juan se encerró en su camarote, el cual se encontraba bajo la popa, más cerca de la bodega en la que dormía la tripulación, para estar siempre a mano por si algo se requería.

Acostumbrado a dormir casi siempre vestido, se echó sobre el pequeño camastro en el que apenas cabía, ya que si estiraba su cuerpo los pies le quedaban afuera.

-Maldito, estúpido, ¿crees que ella se va a fijar en un roto? -se recriminó en voz alta, usando su propio idioma tal como hacía cuando estaba a solas o en su país-. ¿O es que creíste que se comportaría como las putas del puerto? ¿O como las mujeres de la casa de doña Carmen?

Apenas conocía su nombre, y lo que el capitán le había comentado acerca de la muerte del esposo, mas, se percibía a la distancia que era una mujer distinguida, toda una lady. Pero él ansiaba esa lady para él. Faltaba mucho océano para llegar a Australia.

-Como que me llamo Juan del Rosario Griffin González, que esta lady será mía y solo mía. Sus hijos serán mis hijos -dijo como pronunciando un decreto. Enseguida sacó de su pecho la imagen de Santa Bárbara, único recuerdo que conservaba de su padre, y la besó con devoción-. Convertiré a lady Violet en «doña Violeta», y será mía para siempre.

Ya con el propósito fijado, cerró los ojos y se durmió. Esa noche Juan soñó con una mujer rubia que lo esperaba en un huerto entre hierbas aromáticas y árboles frutales.

-¿Qué le sucede esta mañana, señora Bellamy? -la interrogó Paddy, después de haberla estado observando por un largo rato.

-Nada.

-Usted no es así. Creo que el mar le está haciendo mal. ¿Extraña a su esposo? Quizás teme no llegar a tiempo de verlo aún con vida?

Al escuchar estas palabras, Violet rompió a llorar. Sus sollozos eran amargos. No podía contarle la verdad a Paddy. Solo el capitán sabía su verdadera situación, y ella tenía que mantener la mentira por el bien de sus hijos. Nadie debía saber que ellos eran hijos de un supuesto traidor.

Así que Violet solo se limitó a asentir, mientras intentaba enjugar sus lágrimas con el único pañuelo de encajes que le quedaba de los cinco que había llevado para el viaje.

-Tome, beba esto -ordenó Paddy con suavidad al tiempo que le entregaba una pequeña taza.

Violet lo hizo, aunque con algo de desconfianza.

-Está delicioso -dijo después de un instante-, ¿qué es?

-Café. No me diga que nunca lo ha bebido.

-Nunca. A mamá no le gustaba y no nos permitía tomarlo, y mi esposo solo lo bebía en el club... cuando estaba en Inglaterra -añadió rápidamente.

-Entonces se ha estado perdiendo uno de los mayores placeres de la vida. Verá que se sentirá mejor... Ahora limpie sus lágrimas porque esos hermosos ojos se ven muy feos enrojecidos. Cuando termine le enseñaré a hacer un platillo nuevo.

-¿Vio a mis hijos?

-Andan por ahí con Griffin. No se despegan de su lado. Escuché que irían a pescar en bote.

-¿Es seguro?

-Totalmente. El tiempo está muy bueno, y cuando pasemos por el Cabo de Hornos se pondrá mejor, pues será pleno verano en Sudamérica, y al llegar a Australia habrá un calor insoportable.

Violet rió, y su risa contagió a Paddy.

-¡Paddy, un accidente! -entró un hombre gritando.

-¿Otra vez?

-Sí.

-Vamos, Violet, acompáñeme.

-¿Está seguro?

-Sí.

Tempestades del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora