Capítulo 25

3.1K 403 10
                                    

Juan caminó las dos cuadras que lo separaban de la casa de Rosario, y tocó la puerta con los nudillos, quizá con más fuerza de la debida.

Como si lo estuviera esperando, ella se asomó enseguida.

-Mi taita está malo, así que mejor vamos afuera a conversar.

-¿Y el niño?

-¿Quieres verlo? Está con Rosalía. ¡Ro...!

Juan levantó ambas manos.

-No. Solo preguntaba.

Ambos comenzaron a caminar en dirección a la plaza del mercado. Él llevaba las manos enfundadas en los bolsillos y ella iba colgada de su brazo con el pecho henchido de felicidad. Esto era un buen augurio, seguro que Juan le pedìa por fin que fuera su mujer, ya nadie más llamaría huacho a Juanito, se convertiría en una mujer decente con casa y marido.

Cuando llegaron a la plaza, Juan le ofreció una nieve de limón y ella aceptó, feliz de que él no hubiera olvidado sus gustos. Luego se sentaron en un banco de piedra que miraba hacia el mar.

-¿Cuándo será el casamiento? -preguntó ella, cansada del silencio que había entre ambos.

-No nos casaremos, Rosario. Yo no te quiero.

Rosario lo miró con furia.

-¿Y tu hijo?

-No le faltará nada.

-Seguirá siendo un guacho -replicó ella con encono.

-Le daré mi apellido.

Ella se levantó del banco y se puso de frente a él, que aún permanecía sentado en calma, con las manos en jarra.

-¡¿Es por esa rucia deslavá' que trajiste contigo? ¿Esos chiquillos son tuyos?!

Los ojos de Rosario parecían lanzar llamaradas, a punto de comenzar un incendio para quemarlo vivo.

-No.

-Harás lo mismo que tu padre hizo contigo.

-Me dio su apellido.

-A la fuerza, porque doña Carmen lo obligó.

Juan inclinó la cabeza. Rosario tenía razón, aunque le diera su apellido a Juanito, el niño no tendría un padre presente, ni siquiera tendría el recuerdo de uno como los hijos de Violet.

-Arregla el casorio con el cura -dijo él, mientras se ponía de pie.

Rosario tenía la vista clavada en el suelo, y ni siquiera la levantó cuando escuchó estas palabras, sin embargo, cuando él se alejó rumbo a El Almendral, levantó su rostro dibujando una sonrisa de triunfo. Antes de regresar a su casa, pasaría por la iglesia para hablar con el padre.

-Capitán, ¿usted nos llevaría hasta los Estados Unidos?

Violet junto a los niños, Alika, y el capitán Robbins, estaban sentados en una mesa, frente a unas sendas tazas de té, y pan casero caliente. Era la hora del desayuno y Juan no se había dejado ver desde el día anterior.

-¿Por qué quiere marcharse, señora Bellamy?

Violet se sonrojó.

-Bueno... Vamos a Australia, ¿no?

-Yo no quiero marcharme -repuso Tyler.

-Yo tampoco -añadió Francis.

-¡Debemos hacer lo que sea mejor para nosotros! -espetó ella, enfadada-. ¡Y si yo digo que nos marchamos, nos marchamos!

»Imagino que en los Estados Unidos tendremos más oportunidad de abordar un barco para Australia, ¿o me equivoco?

-No se equivoca, pero tenga en cuenta que después que descarguen, debemos esperar por la carga que hemos de llevar nosotros. Además, está pendiente nuestra boda. -En esta parte de la conversación, John se volvió a mirar con ternura a Alika-. Serán varios días más antes de zarpar. Lamento en verdad que las cosas no funcionaran, pero un hombre debe actuar con responsabilidad.

-No le entiendo, capitán.

-Sí que lo hace, pero no importa... Una semana. En una semana a más tardar estaremos zarpando.

-Gracias, capitán.

-¿Qué voy a hacer ahora?

-Casarte. No tienes opción.

Juan estaba con su madre en la habitación de ella. Aún no reunía el valor para hacerle frente a Violet.

-Yo no la amo. Siempre le advertí que se cuidara.

-¡Ustedes, los hombres! -exclamó su madre con un dejo de desprecio.

-¿De qué lado está usted?

-Entonces, no te cases.

-¿Y condenar a mi hijo a una infancia como la mía? ¿Con un padre que apenas conocí?

-Entonces, no lloriquees más y haz lo correcto.

-Lo haré madre, aunque el corazón se me haga pedazos.

Juan se quedó en silencio y su madre se acercó para poner una de sus manos en la cabeza de él, y sin poder soportar más la angustia, aquel hombre grande se abrazó a la cintura de su madre y vertió lágrimas amargas sobre el vientre de ella.

-¡Ay, m'hijo! -fue todo lo que ella dijo.

Esa tarde, Juan se acercó a Violet para invitarla a ver la puesta de sol en la bahía. A regañadientes ella aceptó, pero llamó a los niños declinando el ofrecimiento de la hermana de Juan para cuidarlos. La verdad era que no quería estar a solas con él.

Caminaron en silencio hacia la playa, mientras los niños jugaban y corrían delante de ellos. Cuando pisaron la arena, Juan se detuvo y la tomó del codo para mostrarle el horizonte.

-Mire esos colores. No diga que ha visto una puesta de sol más bella que esta.

-Tiene razón, nunca he visto algo así. Estoy acostumbrada a ver que el sol aparece y desaparece de la misma forma.

-Entonces, siento que nunca podré invitarla a ver un amanecer.

-Lo sé.

-¿Lo sabe?

-Su hijo. Debe darle un padre, un hogar.

-No pensaba hacerlo, es decir, darle un hogar, pero alguien me hizo ver que estaría condenándolo a una niñez como la mía.

-Si hiciera eso, yo lo despreciaría.

-Usted sabe que ansiaba hacer mi vida junto a usted. Dejarla viviendo aquí conmigo. Ser un padre para sus hijos...

-Ellos lo quieren mucho, y les agrada este lugar.

-¿Y usted? ¿Qué siente?

-No vale la pena hablar de eso. Ni mis sentimientos, ni los suyos importan ahora.

En ese momento él lo supo: ella también lo quería.

Lentamente el sol comenzó a caer en el mar, y los colores arrebolados del cielo se hicieron más intensos. A duras penas, Violet contuvo las lágrimas. ¿Por qué era tan cruel el destino? Primero le arrebataba al hombre que sería su compañero de vida, y ahora le quitaba la oportunidad de ser feliz nuevamente.

-Será mejor regresar -dijo ella con voz lacónica. Enseguida llamó a sus hijos y emprendió el camino hacia la casa de doña Carmen.

Tempestades del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora