Capítulo 27

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Tomada por sorpresa, respondió al beso en el primer instante, pero al intensificarse de forma peligrosa, ella lo empujó casi con violencia.

-¡No, usted está ebrio!

-Solo quería un último beso.

-Eso no volverá a ocurrir.

Juan dejó caer los brazos a los costados.

-Al menos dígame que me quiere. Yo la amo con locura, pero me conformo con que me tenga un poco de cariño.

-¿Y de qué serviría?

-Sería una tortura, lo sé, pero si muero, moriría feliz.

-Si lo quiero, Juan, y más de lo que me gustaría. Mis hijos lo adoran, pero no se puede hacer nada al respecto.

Juan volvió a extender una mano hacia ella. Con sus dedos le rozó la mejilla por un segundo, pero luego, con un suspiro la dejó caer.

Violet salió en silencio de la habitación. Esa fue la última vez que estuvieron a solas. La despedida fue triste, amarga, pero necesaria para que quedara todo claro entre ellos.

Al día siguiente, ayudada por doña Carmen, Violet preparó una cesta y se llevó todo el día a sus hijos a la playa. No soportaba ver la cara triste de Juan, y sentía envidia de la felicidad del capitán que parecía un adolescente enamorado.

Después de que se comieron todo lo de la cesta y se cansaron de la arena, Violet propuso ir a la Plaza del Mercado. Allí se encontró con otras damas inglesas, algunas de las cuales la reconocieron de inmediato como compatriota, eso sí recibió algunas miradas de desdén por no estar vestida a la última moda o no lucir ropas elegantes. Sin embargo, otras insistieron en invitarla a tomar el té, para mostrarle como era su vida en un país tan remoto como desconocido. Violet a nadie le aclaró que estaban por marcharse, por lo que recibió todas las tarjetas que le entregaron. Cuando regresaron a casa de doña Carmen, si se cabe esperar, se sentía más desolada que antes al confirmar que sí se podía vivir bien allí, y ser feliz. Pero ambas ambiciones estaban vedadas para ella.

A la mañana siguiente, antes de pensar en ir a desayunar, Violet se dio a la tarea de preparar el equipaje para estar listos en cuanto el capitán diera aviso de abordar el barco. Ya con todo listo, sacó a los niños de la cama, y fueron a desayunar. Extrañaría ese rico pan casero que hacía doña Carmen, pero en fin, así eran las cosas y no había forma de cambiarlas.

Como todos los días, encontró al capitán con Alika, y el pequeño Ekon prendido de su pecho.

-¡Buenos días! -saludó ella aparentando jovialidad.

-Buenos días, señora Bellamy. Por favor siéntese que tenemos que hablar.

-¿Qué sucede? -preguntó ella alarmada.

-No zarpamos hasta en una semana más.

Ella no necesitó hablar para demostrar cómo se sentía con la noticia, justo en una semana era la boda de Juan.

-¿No hay posibilidades de que sea un poco antes?

-Ninguna. Entiendo cómo la pone la espera, sobre todo porque será el mismo día que... Tengo que esperar un cargamento de cobre. Ese es el motivo.

-Comprendo.

-Mire, saldremos a conocer el cerro donde viven sus compatriotas. De alguna forma la distraeremos, y lograremos que los días pasen rápido.

Violet agradeció al capitán con una sonrisa, no tenía por qué ocuparse de ella, sin embargo, estaba demostrando ser un buen amigo.

La semana fue odiosa para Violet, desde temprano tenía que ver a Rosario cargando a su hijo, en la casa de doña Carmen. Estaban en los últimos preparativos para la boda, así que no le faltaba pretexto para aparecerse desde la hora del desayuno. Cuando Juan percibía su presencia intentaba apartarse de Rosario, pero esta no se lo permitía, o bien le entregaba a Juanito para que lo sostuviera en sus brazos, mientras le dirigía miradas de burla a ella.

Así que Violet no quiso esperar a contar con la presencia de los Robbins para salir a recorrer el puerto, y tomando una tarjeta al azar, se marchó llevándose a los niños con ella.

Por suerte se le había ocurrido cambiar algunas monedas inglesas por dinero local, y aunque no comprendía bien la diferencia confiaba en Tyler para que le ayudara.

En vez de coger una carreta, se subieron a un coche tirado por una mula y Tyler con lo poco que había aprendido de español, le indicó la dirección al cochero.

El carruaje comenzó a traquetear por las calles del puerto. Pasaron por la plaza principal que está enfrente de la Iglesia de la Matriz, pudiendo observar un poco más allá un muelle, y más retirado aún, lo que debía ser un astillero.

De pronto el coche comenzó a subir por una calle estrecha y empinada. Entonces Violet pensó que se encontraban con un pedacito de Inglaterra: casas de vistosos colores, con ventanas pequeñas, escalinatas y balcones flanqueados por balaustradas de madera, todas muy diferentes entre sí y entre las casas del plan de la ciudad.

Cuando por fin el cochero se detuvo, y Violet observó la casa de color amarillo pálido, por primera vez desde que se encontraba en Valparaíso, se sintió desaliñada. Los únicos accesorios que daban cuenta de su posición, eran unos pequeños pendientes de perla y un camafeo que bien podía habérselos robado dada la apariencia que tenía.

Antes de golpear la puerta revisó el atuendo de los niños, y se acomodó el sombrero y los pequeños guantes blancos. Enseguida puso la mano sobre el llamador de bronce con forma de pata de león y golpeó con suavidad por dos veces. Pronto se escucharon unos pasos a la carrera, y una joven morena de rostro sonriente les abrió la puerta.

-¿A quién buscan?

-Señora Campbell.

La joven estiró la mano para recibir la tarjeta de presentación de las manos de Violet, pero ella no tenía ninguna, esos convencionalismos habían quedado olvidados en Inglaterra.

-Soy la señora Bellamy -continuó Violet ante la mirada inquisitiva de la sirvienta.

-¡¿Quién es, Juana?! -gritó de pronto una voz detrás de la joven.

-Una tal señora Bella... algo.

-Está bien, Juana, yo me encargo.

La sirvienta se fue para adentro de la casa, y Cecil Campbell hizo su aparición en la puerta de la casa.

-¡Pero si es usted, querida!

Tempestades del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora