Alberto Pereyra está parado en la plataforma 34, donde se supone que llega el colectivo de Liz y el de doña Elsa. Tuvo que darle una coima al municipal de afuera, para que lo dejara estacionar el taxi. Marizza lo llamó a escondidas de Cesar y le dio la plata, para que, en lugar de esperarlos fuera, entrara y los ayudara con las valijas.
El ómnibus se detiene, al fin, cuando son las 10:24 de la mañana, en la terminal de San Miguel de Tucumán y los pasajeros aplauden.
Elsa Martínez, es la primera en lanzarse por las escaleras. Fueron muchas horas y lo que más quiere es desayunar, pero sobretodo, bajarse de esa maldita cafetera, como le hizo saber a Michelle, antes de despedirse.
Frank y los suyos, más tranquilamente, pero no menos ansiosos por bajar, se levantan y Liz, con Elleb en brazos, se pone la mochila por delante y el bolso de la bebé en el hombro izquierdo. Toma el bastón, lo abre y baja, seguida por Frank y Michelle.
--Yo llevo el bolso, Liz--. Dice Michelle, alcanzándola. Liz se lo entrega y los cuatro salen del bus.
Alberto ve bajar a Elsa y abriéndose paso, llega hasta ella para ayudarle con las valijas. En ese momento, el celular le suena en el bolsillo.
--¿sí? Ah, Liz. Estoy en la plataforma 34, recibiendo a tu tía. ¿vos dónde…? Ya te vi, haciéndome señas. Vengan hacia afuera, yo los espero para ayudarlos con los bolsos--. Dice y luego saluda a la hermana de Cesar.
--¿dónde está el pelele de mi hermano? --. Es el cortés saludo de la señora.
--¿cómo le va, Elsa? ¿qué tal el viajecito? --. Dice él, que ya la conoce de sobra.
--Ese viaje fue una mierda, Alberto. Estuvimos parados una hora o más, porque a un camión se le escaparon las vacas, después…--. Elsa le cuenta aquella aventura, mientras salen de la aglomeración de gente.
Liz, Frank y Michelle, toman las nueve maletas y salen de la zona de amontonamiento.
--Vamos, seguro que Alberto nos encuentra. Salgamos de aquí--. Dice la muchacha, que lleva una maleta en la mano. El bastón quedó guardado en el bolso y camina junto a Frank, con las valijas en paralelo, para no desviarse.
Liz alcanza a distinguir la voz de Alberto y apura el paso.
--…Gracias a Dios, había un chico que me ayudó con el bolso y fue muy amable, igual que la madre, una señora muy callada. Tenían una nenita, como de un año--. Estaba diciendo Elsa, cuando Alberto escuchó gritar su nombre y se giró, encontrando a Lizbeth que corría, acompañada de un joven alto, de ojos azules y moreno, una señora, de la estatura de Mabel y con una nena en brazos.
Alberto dejó que Elsa siguiera parloteando, soltó el bolso y corrió a estrechar a la muchacha. La conocía desde muy niña y la apreciaba como a una hija.
Liz se vio envuelta en los brazos del que fuera chofer de su padre y soltó la maleta, para estrechar, con una mano, el grueso corpachón.
--¡mírate, estás hermosa! ¿cómo estás? ¿qué tal todo? --. Dijo Alberto, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
--¿está llorando? --. Preguntó Liz, riendo y llorando al mismo tiempo.
--¿quién, yo? ¿llorar, por qué? ¡claro que no! Me entró una basura en el ojo y…--. Dice Alberto, bromeando.
--Ah, no, si me parecía que era eso--. Dice la muchacha, separándose de él y acercándose a Frank, que mira todo aquello con una sonrisa.
--Le presento a Frank, mi prometido-. Dice, llevando al muchacho de la mano.
--Mi más sentido pésame, Frank--. Dice Alberto, guiñándole un ojo.
--No, no, es una broma. Te felicito, muchacho, no pudiste elegir mejor--. Se rectifica, riendo.
--Ella es Michelle, mi suegra--. Sigue Liz.
--Es un gusto, señora. Y esta, esta debe ser la nena de nombre raro. ¿qué les pasa a ustedes con esos nombres? Aziza, Zareen y ¿ella? ¿cómo se llama? --. Dice Alberto.
--Elleb-. Dicen Liz y Frank.
Alberto suspira y dice:
--vamos, tu tía Elsa está…--. Se gira y se interrumpe. Elsa no está.
Elsa está sentada en un banco, cuando Alberto se le acerca y dice:
--¿por qué se va así, Elsa? --. La mujer lo mira, furiosa y dice:
--No. Como te vi muy contento con tus amistades…--.
--¿no vio quién era? --. Grita él, decidiendo si reír o llorar de fastidio.
--No, ni me importa quién…--.
--Hola, Tía Elsa. ¿qué viajecito, ¿verdad? Creo que necesitaré un felpón--. Dice Liz, acercándose.
Elsa abre la boca y levantándose, se abalanza sobre Liz.
--¡Lizbeth, Dios mío, Lizbeth! --. Grita la mujer, comenzando a llorar.
--Buen día, querida. ¿me recuerda? --. Dice Michelle, sonriéndole.
Elsa mira a aquella mujer morena, de ojos color chocolate y expresión dulce y ve en ella a su compañera de asiento.
--¡usted! --. Dice Elsa, sin palabras.
--Buen día, señora. No sé si se acuerda de mí. Soy el joven que le ayudó a trasladar su bolso--. Dice Frank, sonriendo también.
--Ejem. Bueno, será mejor que haga las presentaciones. Tía, el caballero gentil, es mi prometido, Frank Bradock y la señora que se sentó a su lado, es mi suegra, Michelle--. Dice Liz, ahogando la risa.
--Ella es Elleb, mi nena y de Frank--. Continúa la joven, ante el asombro de su tía.
--Es un gusto, muchacho y un placer, señora, pero, no entiendo. ¿ustedes ya sabían quién era yo? --. Dice Elsa, rehaciéndose por fin.
--No, tía, no. Nosotros sabíamos que usted venía para acá, a pasar año nuevo, pero nada más--. Explica Liz, poniéndose en marcha.
--Vos hacete cargo de la beba y deja las valijas, ya me ocupo yo--. Dice Alberto, quitándole el asa de la mano.
Llegan al auto y Alberto, ayudado por Frank, mete las maletas en el baúl y las que no entran, las ponen en el portatablas del techo, sujetándolas con cuerdas elásticas.
--Liz, vos delante, con la nena, para que vayas más cómoda y el resto atrás, con los bolsos--. Indica el chofer y todos hacen lo mandado.
En el coche, la charla se da tranquila. La mayor parte del tiempo, Alberto, Frank, Michelle y Liz, se limitan a escuchar a Elsa y su punto de vista con respecto al viaje.
Frank y Michelle, miran por las ventanillas, bajas, en el calor sofocante de la mañana.
Frank sonríe y piensa que en cuanto pueda, le pedirá a Liz que los lleve a recorrer el centro de la ciudad y si es posible, ir hasta las lejanas montañas que se ven.
El celular de Liz, le vibra en el bolsillo y la muchacha contesta:
--¡hermanita! Sí, sí, estamos en camino. No sabes veníamos en el mismo bondi que… ¿qué? ¡no puede ser! ¿ustedes le dijeron a alguien la hora en la que llegábamos? No, seguro que cayeron sin saber nada, solo para joderla a mi mamá. Bueno, dale. Chau--.
Corta y maldice en ruso (der’mo), una palabra que aprendió de Miss Ludmila y Dice esta vez en español y en voz alta.
--Alberto, cuando lleguemos de la vuelta a la manzana, no quiero que me vean las brujas--.
--Eso te iba a decir, la hermana de tu abuela, esa a la que tu mamá no traga, anda rondando tu casa muy seguido—Dice él, girando en la rotonda.
En la puerta de casa de Mabel, el taxi se abre y de él bajan, muy arregladas, Cristina y Lujan. Mabel, siguiendo las instrucciones de Liz, no le dijo a su madre la hora exacta de la llegada de Liz, para evitar que las mujeres planearan alguna maniobra.
Mercedes, que las espera, abre la puerta y las abraza, una por una. Luego, charlando y riendo, entran al pequeño departamento de la mujer, sin saber que, desde el otro terreno, Julián las observaba.
Alberto da un rodeo y aparca junto al cordón, cuando Cristina, Mercedes y Lujan desaparecen y junto a Julián, que los espera, bajan los bolsos de Liz y Luego da otra vuelta a la manzana para llegar a casa de Mabel, como si viniera del otro lado y Elsa, que no comprende aquella forma de llegar, baja y es recibida por Mabel, que no está enterada de las visitas de su madre.
--Liz está en el departamento, no quiso bajar acá, porque tu tía está en el fondo-. Le comunica Alberto, entregándole el bolso de Elsa.
Julián, Frank y Michelle, entran las maletas hasta la pequeña galería delantera del nuevo hogar de Liz. Dentro se escuchan los gritos de Aziza y Zareen y el arrastrar de muebles.
Liz penetra en el pequeño comedor y dice:
--Bueno, familia, ¡bienvenidos al que será nuestro hogar! --. Frank y Michelle los siguen, cuando aparece Marizza y las dos muchachas corren para estrellarse, una en brazos de otra y lloran y ríen, mientras Frank y Jules se estrechan las manos y Michelle, contempla todo emocionada.
--¡hada querida! --. Grita Julián y aprieta a Liz entre sus brazos y Marizza, sonriente, saluda a Frank, también con un abrazo.
Un rato después, Liz se desprende de Julián y dice:
--Bueno, ustedes ya se conocen, así que no es necesario presentarlos, pero yo quiero conocer a mis sobrinas--.
Marizza se dirige a uno de los cuartos y trae a las pequeñas tomadas de la mano.
--Aziza y Zareen—dice, llevándolas hasta Liz que se agacha, deja a Elleb en el suelo y toma, una por una a las pequeñas.
--¡hola! ¿cómo están eh? --. Dice la muchacha, besando a las niñas, que la miran con ojos de incomprensión.
Marizza toma a Elleb, que se deja llevar y la cubre de besos, ante las miradas celosas de sus hijas que deciden, que no importa quienes sean esos extraños y sobretodo la otra nena, pero no les gusta nada eso de que mamá la levante y le de besos y comienzan a llorar.
Julián se acerca y toma a Aziza, mientras Frank, se agacha y levanta a Zareen. La niña se retuerce, hasta que él, sonriendo, la deja en el piso.
Marizza deja a Elleb en el suelo y las tres pequeñas se miran. Las gemelas unidas, miran a la extraña de ojos celestes y retroceden hacia sus padres.
--¿no van a saludar a su prima? --. Dice Marizza a las niñas.
--¡mira, corazón! ¿no quieres jugar con las nenas? --. Dice Liz a Elleb que está parada junto a Michelle.
Es Elleb, quien da el primer paso y se acerca a las gemelas, sonriente y abre los bracitos, en un abrazo que Zareen rechaza y Aziza acepta. Los mayores aplauden y Marizza les toma una foto.
--Bueno, creo que será mejor que los dejemos para que se instalen. Nosotros vamos a estar en casa de Mabel, para ver el panorama y decirles que tal va todo--. Dice Julián.
--Toma, esto es lo que me pediste que te compre, nena. Es casi un metro, creo que va a ser suficiente--. Dice Marizza, entregándole un paquetito a su hermana.
--La mamá te hizo prender una ruda y una Salvia, como pediste. Esta tarde la traemos y las ponemos en la puerta--. Sigue la muchacha.
--Gracias, Mari. Te debemos una. En un rato vamos para ahí, pero primero, tengo que ubicar a esta gente y darme una ducha--.
Julián y Marizza, llevándose a sus niñas, salen y entregan las llaves a Frank.
--Bueno, ¿qué opinan? Sé que no es mucho, pero…--.
--No digas tonterías, Lizbeth--. Reprende Michelle a su nuera.
--Esto es el doble de lo que estábamos acostumbrados--. Sigue la señora, rodeando la cintura de Liz.
--Mi madre tiene razón, amor, el apartamento donde vivíamos era mucho más pequeño que este. Solo tenía un cuarto--. Agrega Frank, uniéndose al abraza y llevando a Elleb consigo.
Liz suspira, aliviada y dice, rehaciéndose de su momentáneo instante de renuencia.
--Emm… Michelle, venga conmigo, usted compartirá cuarto con su nieta, al menos por el momento--. Dice y Lleva a su suegra hasta el segundo cuarto, en el que ya la aguardan, perfectamente tendidas y listas para usarse, dos camas.
Liz deja a Elleb en la que fuera su cama, en otro tiempo y Michelle se ubica en la cama nueva. Todo tiene ese aire impersonal, de una casa nueva y recién amoblada.
Liz sale, dejando a Michelle con instrucciones de desempacar y guardar su ropa, ya sea en el placar o en la cajonera y se lleva la maleta que contiene la ropa, sin mirar, de Frank.
El joven está sentado en la cama matrimonial del primer cuarto. Tanto cama como colchón son nuevos y cree que las sábanas también, a juzgar por la rigidez de la tela.
El joven suspira y se dice: “eme aquí, en un país distinto, lejos del pasado, lejos de los fantasmas que no me dejaban dormir en las noches y con una familia nueva”
Liz entra, llevando con ella la maleta.
--¿qué te parece? --. Le dice a Frank, tímidamente.
--Me encanta, la verdad que tu hermana se esforzó mucho en esto--. Dice el muchacho, levantándose y atrayéndola hacia sí.
--Tengo tu maleta, la que trajo tu madre cuando se reunió con nosotros, por si quieres desempacar…--. Dice la muchacha, sentándose a su lado.
--En un rato. ¿está bien? Por el momento, lo que quiero es que quites esa expresión de sentirte avergonzada de tu rostro. Todo está perfecto, no te preocupes. Te contaré algo. En aquel apartamento, donde vivía antes, solo había un cuarto. Yo solía dormir en el suelo de la pequeña cocina, que era comedor y sala de estar, todo al mismo tiempo, mi padre y mi madre, dormían en un colchón, porque no teníamos cama y pasar de aquello a esto…--. Dice el muchacho, estrechándola.
Ella sonríe y él le besa el cuello, hasta hacerla reír.
--¿lo ves? Todo está muy bien--. Le dice, sentándola en sus rodillas.
Liz recuerda algo y dice, tomando el paquetito de su bolsillo:
--¿me dejas ponerte esto en el puño? -- Y le muestra un rollito de cinta roja.
--Si con eso logro que te quedes tranquila, me envuelvo en cinta roja--. Le contesta Frank.
La muchacha desenrolla la cinta y le rodea el puño derecho con ella. Luego, tomando una tijera de su botiquín, corta el trozo y se guarda el resto.
--Voy a darme una ducha rápida y vamos para casa de mi mamá--. Dice Liz, acercándose a la maleta y sacando un vestido suelto, pero adecuado, unas zapatillas que se compró en California y salió.
Cuando estaba ya desnuda en el baño, se dio cuenta de que se había dejado el champú, el acondicionador y el cepillo y gritó:
--¡amor! Me olvidé las cosas. ¿puedes traérmelas, por favor? --.
Frank corre y le lleva sus cosas.
--Ven, ven, quiero que veas esto--. Dice la muchacha y él entra al baño.
-Mira, esto es eléctrico. Cuando esté frío, debes llenarlo de agua, subir este interruptor y aguardar a que se caliente--. Explica Liz.
--Muy bien, capitán-. Dice Frank, acariciándole el torso desnudo. Luego sale y Liz abre la pequeña llave y el agua fría la empapa.
Un rato después, mientras Michelle se ducha, un golpe en la puerta sobresalta a la pareja sentada en sus nuevas sillas en el comedor. Es Frank quien abre.
--Están invitados a comer asado en casa, si quieren. Si no tienen ganas, puedo decir que están durmiendo o algo--. Dice Marizza, entrando.
--Tendremos que ir, porque, aunque no tengo ganas, tampoco tengo nada para cocinar. Voy a tener que ir a hacer el súper--. Dice Liz, terminando de amamantar a Elleb.
--Vamos esta tarde, si quieres. Yo también tengo que comprar--. Dice Marizza.
--Te llevo en el auto, ¡ya aprendí a conducir! --. Arreglan para ir tipo seis y Frank dice:
--Quiero conocer el centro, ¿Cuándo me das el recorrido? --. Marizza sonríe y dice:
--La semana que viene, cuñadito. No te digo hoy, porque creo que lo más importante, y estoy segura de que Liz también lo piensa, es abastecer su despensa--.
--Anda yendo y decile a la mamá que vamos en un toque--. Dice Liz y Marizza sale.
--ustedes lo comparten todo ¿no? -. Dice Frank.
--No, todo no. No compartimos a nuestros maridos--. Le contesta ella, besándolo.
Un rato más tarde, los cuatro están parados en la puerta de los suegros de Frank, a quien le sudan las manos. Este es el momento decisivo y el muchacho está nervioso.
Marizza abre y una bola de algodón, se lanza a las piernas de Liz:
--¡Bubú! --. Dice la muchacha, sonriendo y se agacha a saludar a la caniche.
Las gemelas, se acercaron y comenzaron a jugar con la perrita y Elleb, al principio renuente, pero cuando vio que era bien recibida, tanto por el cachorro, como por sus primas, se sentó en el suelo y comenzó a acariciar, sonriente a Bubú, que estaba feliz de tener otra compañera de juegos.
--Ven, Elleb, vamos a conocer a la abuela y ya después vienes a jugar con tus primas--. Dice Liz, levantándola en brazos.
--Los están esperando--. Dice Marizza, cerrando con llave.
En la cocina, Mabel está junto a Cesar, sentados, cuando entran Liz y su séquito.
Mabel se levanta y corre hacia su hija para estrecharla en un abrazo y llenarla de besos. Liz se sorprende, nunca antes había visto llorar a su madre de aquella forma.
Mabel suelta a Liz y se acerca a Frank, que después de un momento de vacilación, se lanza y estrecha a su suegra.
--Gracias por devolverme a mi hija, Frank. Gracias por no llevártela lejos--. Dice la mujer, sollozando en el pecho de su yerno.
Liz se acerca a Cesar, con Elleb en brazos y el hombre, después de mirarla de arriba abajo, la estrecha con una mano y dice:
--Bueno, hola. Espero que estés bien--.
--Hola, emperador. ¿cómo estás? --. Dice Liz, trémula.
--Ella es tu nieta, Elleb--. Dice, presentando a la niña, como si fuera una ofrenda a los dioses.
Entre tanto, Mabel y Michelle se saludan y comienzan a charlar.
--Mire, señora, aquí está Elleb--. Dice Frank, entregando a la sonriente niña en brazos de Mabel y acercándose a Cesar.
--Buen día, señor. Espero que se encuentre bien. Quiero aclararle que yo amo a su hija y…--. Dice, estrechando la mano de su suegro.
--ahórrate el discurso. Por mí, pueden quedarse acá, siempre que no me vengan a romper las pelotas y que no me pidan plata--. Dice Cesar, ante la horrorizada mirada de Elsa, que acaba de llegar.
--No se preocupe, señor, no pensábamos pedirle nada ni, como dice usted, “romperle las pelotas” Me voy a encargar de procurar todo para mi hija y mi esposa--. Dice Frank, muy serio.
Cristina, Lujan y Mercedes o “las tres brujas de Salem” como las apodó Marizza, sienten aquel revuelo y deciden salir a ver qué ocurre.
Cuando llegan a la cocina, los ojos se les salen de las órbitas. Liz está allí, de pie, con Frank a su derecha, rodeándola con un brazo, Michelle a su izquierda, charlando con Mabel y Elleb en el suelo, junto a las gemelas de Marizza, jugando con la perra.
El único que parece estar excluido de aquella tierna escena, es Cesar, que sale con un tenedor y se dirige al asador.
La primera en recuperarse, como siempre, es Cristina, que se acerca y dice, con una voz, tan dulce como venenosa.
--¡Dios mío! Pero si es la hija pródiga, que regresa a casa-.
La expresión, hasta entonces despreocupada de Liz, cambia rápidamente y se convierte en tensión y alerta.
--Hola, Cristina. No sé qué hace acá, pero seguramente vino a fastidiarle el almuerzo a mi familia y a descargar un poco del veneno que le sobra. ¿verdad? --. Dice Liz, con una voz que más parece el gruñido de una loba, protegiendo su territorio.
--¡Lizbeth! ¿recién llegas y ya empezás con tu mala educación? --. Dice Mercedes sin acercarse siquiera a su nieta primogénita.
--No es mala educación, abuela. Por cierto, yo también la extrañé y me moría de ganas de darle un abrazo--. Dice la muchacha, sarcásticamente.
Cristina no se inmuta. Ahora podrá llevar a cabo su venganza y para eso necesita ganarse la confianza de Liz, para poder entrar a su casa y robar algo de allí.
--Tranquila, Mechi, no te preocupes. Estoy segura de que Liz está cansada y es por eso que se comporta así, ¿verdad, hija? --. Dice, acercándose e intentando estrechar a la muchacha que se aparta.
--No me toque, señora. Como le dije hace un año, usted, Cristina, Usted, querida Lujancita y usted también, abuela, y perdone, pero una abuela decente no se uniría a esta bruja solo para destruirme, ustedes tres, son unas malditas y venenosas serpientes--. Dice Liz, escupiendo las palabras en la cara de Mercedes que no puede creer lo que escucha.
--¡bravo, Liz! --. Dice Cesar, aplaudiendo.
--Por fin alguien, aparte de Mabel que les canta las cuarenta--. Continúa Julián, uniéndose al aplauso y siendo seguido por Marizza.
--Ya está el asado, ¡vengan, vamos a la mesa! --. Dice Cesar.
--Vayan yendo, yo llevo las empanadas--. Agrega Mabel, sonriendo. Está feliz de tener en casa a sus dos hijas y nadie puede arruinarle ese momento.
Todos salen y Liz, tomando a Elleb en brazos, se dirige al baño, para lavarle las manitos antes de comer.
Cierra la puerta que divide el comedor del pasillo que lleva a los cuartos y al baño y luego de lavarle las manos y la cara con agua fresca, le pone una pulsera de cinta roja en el puño.
--No te la quites, mi vida--. Le dice, dándole un beso en la frente.
Marizza llega, con dos inquietas pequeñas y hace lo mismo que su hermana.
--Te quedaron odiando, las tres--. Le comenta a Liz.
--Dime algo que yo no sepa, Marizza--. Le responde Lizbeth, regresando al comedor.
En la gran galería, ya están, perfectamente armados, dos tablones y todos los asistentes a aquel almuerzo, se encuentran ubicados en sus sitios.
Liz, en la punta, Frank a su lado derecho, Michelle a su izquierda, Mabel cerca de Frank, Cesar, junto a ella, Marizza y Julián, cada uno con una niña en las rodillas, Cristina, Mercedes y Lujan, en ese orden y Elsa, junto a Michelle.
--¿qué tal el viaje? --. Pregunta Mabel, mientras Liz se ocupa de cortar la carne en pequeños trozos para su hija.
Ni ella, ni los suyos, tienen ganas de hablar, pues están muy cansados y lo que quieren es terminar de comer para volver a la tranquilidad de su pequeño departamento, meterse en la cama y dormir, si es posible, hasta el día siguiente y, por lo tanto, dejan que sea Elsa la encargada de contar aquella Odisea.
Un rato más tarde, cuando no queda nada del asado ni de las empanadas y una vez hubieron ayudado a Mabel con la tarea de recoger todo y lavar los platos, los Bradock se despidieron y volvieron a su casa.
Entraron y cerraron puertas y ventanas. Liz le escribió a Marizza, para que fuera ella sola y le comprara lo indispensable, pues la muchacha se sentía terriblemente cansada. Una vez recibió una respuesta favorable, se dirigió a su cuarto y quitándose el vestido y los zapatos, se tendió en la cama, que olía a madera, colchón y sábanas nuevas. Un minuto después, solo el viento, sacudiendo las hojas de un viejo naranjo, era el único sonido audible. Los cuatro habitantes de aquel nuevo nido, dormían.
Elleb, abrazada a su Stich, Michelle, tendida de espaldas y Liz, entre los brazos fuertes y sintiendo la suave respiración de Frank, que se había dormido en cuanto puso la cabeza en la mullida almohada.
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Oportunidades en la vida
RandomLizbeth decidió dejar su vida atrás y aventurarse en las azules aguas del océano, en busca de algo que es casi imposible de conseguir: escapar de un pasado que le dejó profundas heridas, algunas aún sangrantes, y otras que parecían casi curadas pero...