capítulo 35. Cada cosa en su sitio

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Liz estaba sentada en el apartamento que fuera de su abuela.


Habían pasado quince días de la muerte de doña Mercedes y Samanta le había llamado para informarle de que los espíritus habían retornado al lugar al que pertenecían, o al menos los dos malignos y Por lo que ella había podido investigar, el del príncipe se había llevado a Cristina consigo.


La joven se encontraba ahora, ultimando los detalles para su próxima boda y todo parecía marchar sobre ruedas, algo que había dejado de ocurrir desde hacía un tiempo.


Liz había derramado bastantes y muy incomprensibles, lágrimas por su abuela.


Cuando sus amigas le preguntaron el motivo de aquellas lágrimas, ella les había dicho:


--No lloro de pena, ni nada. Es solo que... nunca llegué a comprenderla y eso me frustra, es decir, era mi abuela y nunca entendí por qué me despreciaba de esa forma--.


--Ignorancia pura--. Diagnosticó Elena, mientras Liz se apresuraba a ocultar de la llegada de Frank, el rastro húmedo de sus mejillas.


Liz sonrió al recordar el primer y último regalo que le hiciera a su abuela.


Era el día de las madres y Liz, ignorando la advertencia de Mariza, se había propuesto a conseguir algo para Mercedes.


Se decidió por un par de aretes, con forma de argolla, plateados y según el criterio de la chica, delicados y perfectos para su abuela, que no tenía nada decente que llevar puesto.


Había pagado, muy emocionada, aquellas joyas, además del dije para Mabel, el cual ella seguía llevando, siete años después y había llegado a casa.


Cuando el día llegó, se dirigió al apartamento, con el paquetito de papel rojo brillante en la mano y una sonrisa en el rostro.


--¿qué es esta mierda? --. Fue la respuesta al intento de saludarla de su abuela, cuando ella, sin perder la alegría, le había tendido su obsequio que, dicho sea de paso, era el único que la mujer obtendría.


--¿y esto? --. Volvió a preguntar Mercedes, sin desenvolver el paquetito rojo.


--Es... es un par de aritos--. Había respondido Liz, titubeante ante aquella inesperada para ella, pero esperada por todos, actitud.


Doña Mercedes tomó el paquetito rojo brillante y extrajo los aretes con dos dedos.


--No me gustan--. Dijo sin siquiera mirarlos.


--Si... quiere.... Puedo...--. Comenzó Liz, mientras la sonrisa se iba desdibujando, a la par que el entusiasmo comenzaba a desaparecer, sustituido por una mezcla de furia, desilusión y ganas de que la tierra la tragara.


--¿por qué no se los prueba? --. Apuntó Marizza, apretándole la mano a Liz, con el tono de "te lo dije"


Doña Mercedes tomó los pequeños objetos brillantes y se los puso.


--No me quedan bien--. Dijo, apenas el metal plateado le rozó el lóbulo de la oreja.


Doña Mercedes decidió quedarse los aretes, pensando que podría regalárselos a Lujan y mentir que los había perdido.


Una semana después, no aguantó más aquella farsa, se quitó los aretes y metiéndolos nuevamente en su paquetito rojo brillante, se dirigió a la cocina de Mabel, donde se hallaba sentada, tanto ella como las dos muchachas.


--Estas mierdas me infectaron las orejas--. Dijo, arrojando el paquetito al centro de la mesa, con desprecio.


--Si...--. Comenzó Liz, con un nudo estrechando su tráquea, mezcla de humillación, furia, decepción y pesar por el dinero gastado, pues tanto el colgante de su madre como los aretes, le habían costado caros y se había privado de algunas cosas para poder costearlos.

Oportunidades en la vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora