Un par de meses después
Lujan Parrado Moya se encuentra sentada en la que fuera su casa y que ahora, luego de aquel tremendo incendio, fue reconstruida por los vecinos en solidaridad con ella.
Lujan tiene ya cincuenta y cinco años, es baja, con una cojera en la pierna derecha, los cabellos negros, nevados por las primeras canas, expresión de total inocencia y una máscara de cinismo, herencia de sus tías.
La señorita fue criada por sus abuelos maternos, padres de Mercedes y Cristina y don Roberto era un hombre duro, criado a la vieja usanza, con preceptos que ni él mismo era capaz de cumplir, pero a quien le gustaba que el resto del mundo los cumpliera y eso mismo había enseñado a sus hijos y a su nieta, que pasó a ser una hija más para el hombre.
Lujan recuerda ahora, mientras limpia las migajas de pan de la nueva mesa plástica, que si no hubiera sido por don Jadur Husein, quien convenció a su suegro de mandarla a la escuela junto a Mabel, ella no hubiera aprendido a leer y escribir, pues el señor Moya pensaba que las mujeres solo servían para cocinar, limpiar y satisfacer al hombre en la cama, criar los hijos y servir.
Se levantó, con el propósito de ir al cementerio un rato a poner flores en la tumba de Cristina, pues hoy se cumplían tres meses de su fallecimiento.
Liz recibió la llamada y sonrió. Claire le hablaba para informarle que Adam y ella venían en camino con James, quien decidió colarse, para comenzar a preparar todo para su boda.
--¡Tu tía Cristina acaba de morir, maldita desagradecida! --. Estalló Mercedes cuando ella, con una gran sonrisa, se lo informó a su madre.
--Mire, abuela--. Dijo Liz con un suspiro, mezcla de fastidio y resignación.
--Yo entiendo que Cristina sea su hermana y todo el resto, pero entienda usted también, que no puedo guardar luto por alguien que casi logra que me mate un demente y para quien yo no significo, ni signifiqué nada. Si usted quiere, puede guardar luto eternamente, pero lo que es yo, planeo seguir con mi vida, planear ni boda y recibir a mis amigos cuando lleguen--. Agregó, saliendo.
Una semana más tarde.
Lujan se despertó en medio de temblores. Una terrible pesadilla la sobresaltó y decidió encender la luz.
Cristina se le aparecía, con el rostro desfigurado, el pelo, convertido en cenizas grises, la ropa, una humeante masa y el rostro contraído de puro odio.
Aquel ser extendía los brazos, intentando llevársela, mientras una sonriente mascara de payaso aparecía en el desfigurado rostro.
La mujer comprendía ahora, lo tonta que fue. Entendió que Mabel fue siempre quien tuvo razón, que Liz era una gran persona y una gran mujer, que Marizza se embarazó, pero que aquello no la convertía en menos mujer.
La soledad, grande, espesa, acre y envolvente, cubrió a Lujan en aquellos momentos. Cristina se había ido, ella, sin una profesión, marido o hijos, no tenía nada, ni siquiera una casa propia, porque, luego de la muerte de Cristina, se había descubierto que el terreno donde estaba construida la casa era propiedad de gobierno y le habían dado un plazo máximo de cuatro meses para salir de allí.
¿Adónde iría ahora? Se había ganado el desprecio de Lizbeth y Mabel, su prima no la quería en su casa, su sobrina tampoco en la suya y ella, Lujan, quien había aprendido de la difunta Cristina que “antes muerta que sin orgullo” no se atrevía a ir y pedir perdón.
--Por su culpa se murió Cristina--. Murmuró entre dientes, levantándose a buscar un vaso de agua.
Liz se levantó temprano esa mañana.
Aquel día llegaban Claire y los chicos y ella planeaba recibirlos con algo rico de comer.
Salió con Frank y compraron todo lo necesario. Luego, cuando volvieron, el mensaje que indicaba que ya estaban en Buenos Aires, les hizo salir al aeropuerto, pues desde la capital del país les quedaban menos de dos horas de viaje.
Cesar salió del comedor cuando fueron a pedir el coche y dijo, sin ocultar el fastidio en su voz.
--Ya que van a salir. ¿creen que pueden ir a buscar a mi hermana? Viene en avión, lo único que tienen que hacer, es esperarla, por favor--. Dijo con un tono casi suplicante.
--Yo se la traigo don Cesar, pero usted me presta el Falcón verde, ¿es un trato? --. Apunta Frank, con una sonrisa.
-No lo rayes--. Respondió su suegro, cediéndole las llaves de su preciado auto móvil.
Liz y Frank se subieron al auto y salieron, mientras una sensación de que eso ya lo hicieron, les inundaba el pecho.
Llegaron y escribieron ella a Elsa y él a Adam, para decirles que los esperaban en la salida.
-Mi abuela va a poner el grito en el cielo cuando sepa que Elsa viene--. Comentó Liz a Frank, mientras aguardaban.
--¿por qué? --. Preguntó él, moviendo el coche para quitarlo de en medio, ante una seña del policía, apostado.
--no la quiere y Elsa tampoco a ella--. Informó la muchacha, bajando el vidrio.
--¡Ahí están! --. Dijo Frank, abriendo la puerta y saliendo a la vista de James, quien traía dos maletas, Claire con tres y Adam, que llevaba cuatro.
--¿por qué no entraron para ayudarme con el bolso? --. Preguntó una jadeante Elsa Martínez, llegando rezagada.
--Disculpe, tía. Lo que pasa es que acá no se puede estacionar por más de quince minutos--. Dijo Liz, mientras pensaba que James disfrutaría, tanto como se disfruta la compañía de un enjambre de abejas furiosas, tanto la compañía de Elsa, como la de su abuela.
--¿Cómo están? --. Dijo Claire, estrechando a Liz en un fuerte y fraternal abrazo.
--Lo que es yo--. Dijo James, uniéndose al apretón.
--Estoy con hambre--. Agregó, mientras Liz comenzaba a ayudar a Elsa con su maleta.
Subieron los seis y regresaron, Frank, Liz, Claire, James y Adam, en completo silencio, mientras Elsa contaba todo sobre el viaje, desde el leve retraso de quince minutos, hasta el ruido del avión.
--¡Uf! --. Soltó James, una vez dejaron, tanto el auto como a Elsa, en casa de Mabel y se establecieron en el departamento.
--Alguien debería decirle a esa señora que se le va a agotar las palabras si sigue hablando así--. Continuó, mientras se dejaba caer en una silla.
--Yo la conocí hace un año, cuando viajamos desde Buenos Aires hasta aquí--. Informó Frank a su amigo, riendo.
Esa tarde, fueron todos a casa de Mabel, invitados por ella, quien deseaba conocer a los amigos de su hija y luego de merendar, en compañía de Elsa, que charló todo el rato con Michelle y de Mercedes, la cual se dedicó a mirar, de arriba abajo a los tres chicos y criticar todo lo que se le ocurrió digno de recibir su crítica, una lista que empezó con Elleb y la ropa que llevaba puesta y terminó con la ropa, demasiado corta de Claire, retornaron al “Bradock club” como lo denominó James y los chicos se fueron al hotel.
Mercedes estaba en su cuarto. Pensaba en Lujan. ¿cómo estará? ¿tendrá algo de comer? ¿estará con alguien? Se preguntaba mientras arreglaba una de sus enaguas.
Gruñó al recordar la carcajada, sonora y clara de Liz, una vez que ella, con la única intención de convertirla en una mujer decente, le había reprendido por los shorts y la musculosa escotada.
“¿por qué no te pones algo más largo?” le había preguntado mientras la muchacha, que contaba con veinte años, salió del baño, completa, o incompletamente vestida, según Mercedes.
--¡ay, abuela! Acabo de volver de la calle, hacen casi treinta grados de calor y aparte, no me veo de pollera--. Había sido la respuesta, un tanto insolente de la muchacha, acompañada de su carcajada.
Mientras terminaba de arreglarse la ropa, tomó el celular y marcó el número de Lujan.
La mujer se alarmó cuando no recibió respuesta y volvió a marcar unos minutos después.
Lujan estaba sentada en su casa. No tenía ganas de hablar, ver ni escuchar a nadie y por sobre todo a su tía Mercedes.
No quería oírla quejarse de Liz, de Mabel, de La hija de Liz, del negro....
Cuando el teléfono volvió a sonar, decidió, con un suspiro de fastidio, tomar la llamada.
--¿Cómo estás, hija? --. Fue el alarmado saludo de doña Mercedes, del otro lado de la línea.
-Bien tía, bien. Estaba durmiendo--. Mintió para evitarse el sin fin de preguntas que caerían sobre ella si demostraba lo desdichada que en realidad se sentía.
--¿estás bien? ¿necesitas algo? --. Inquirió Mercedes, con solicitud materna, la misma que negara a su hija y nietas.
--No, no, gracias--. Dijo Lujan, pensando
“lo que necesito es que corte esta llamada y me deje de jorobar”
--Bueno, hija, bueno. Cualquier cosita…--. Dijo Mercedes, comprendiendo que su sobrina necesitaba descansar, pobrecita.
Cuando colgó, la puerta tronó y ella fue a abrir, sabiendo ya quien era.
Juan Troya, su novio estaba allí, de pie. Alto, delgado, de semblante adusto, casi como si el hecho de estar allí fuera más fastidio que alivio, pelo entrecano, barba y pantalones de trabajo, entra y deja un obligatorio beso en labios de la mujer.
Se habían conocido hacía ya más de veinte años, en el hospital, cuando Lujan cuidaba de Francisca, su otra tía soltera y él cuidaba de su tía, internada en el sector de salud mental y habían comenzado a salir.
--¿y cómo estás? --. Preguntó el hombre, penetrando en la estancia que aún dejaba escapar un ligero olor a quemado, como si encendieran fuego allí todos los días.
--Bien-. Le respondió ella, pensando que le gustaría que Juan cambiara su actitud, que fuera más cariñoso, más comprensivo, más como… más como era Frank con Liz, decidió.
--¿estás lista? O querés que tomemos algo primero--. Dijo Juan, con voz de quien cumple una tarea que desea terminar lo antes posible.
--Tomemos un par de mates--. Habló Lujan, con el tono de quien se ve obligada a prolongar la agonía y suplicar para que encendieran la silla eléctrica.
Después del mate, la silla comenzó a encenderse.
Siempre era igual. Ella se desnudaba, él se quitaba solo el pantalón, ella se tendía, primero de espaldas, luego boca abajo y luego, cuando eso acababa, él se sentaba y ella se arrodillaba.
No había para Lujan, besos en el cuello, una caricia en el pelo, ni palabras dulces y mucho menos juegos con comida, conjuntos de lencería o preservativo.
“si querés cuídate vos” había establecido la regla Juan la primera vez que se vieran.
No se habían casado porque la madre de él no quería a Lujan, según sabía ella, porque cuando Juan la llevó a su casa para presentarla como su novia oficial, la señora le había pedido que cocinara tamales ella, que solo se había visto a cocinarle sopa para doña Clorinda, madre de Mercedes a quien ella tuvo que cuidar hasta el mismísimo día de su muerte, no había sabido armarlos rápido y prolijo
Desde entonces se habían visto de forma esporádica, más o menos una vez cada quince días y se había establecido una rutina, que cambió cuando echaron a Cristina del trabajo y se fue a vivir con ella y que sufría pequeñas modificaciones cuando doña Mercedes estaba de visita.
Cuando él estuvo satisfecho con el frente, ella se volvió y luego, una vez satisfecho, se arrodilló.
Al principio aquello había tenido su lado divertido, pero, con el pasar del tiempo, la monotonía había comenzado a enfriar lo que al principio ardiera y ahora, mientras Juan disfrutaba, Lujan se escarchaba por dentro.
--Ahí te traje unas verduras--. Dejó salir el hombre, cuando se cansó de que Lujan estuviera en aquella postura.
Mercedes estaba despierta, nuevamente, en la noche fresca.
La mujer pensaba en su vida y se decía que había vivido lo mejor posible, siempre siguiendo las rectas y decentes ordenes de su padre y, por lo tanto, siendo una buena hija, cumpliendo con dar hijos a Jadur, como una buena esposa y criando a sus hijas, dándole el título de buena madre; sin dejar de aconsejar a sus dos nietas, siendo lo más equitativa posible, dadas las circunstancias, convirtiéndose en la mejor de las abuelas.
Recordó a Liz, una tarde, abrazando y besando a Mabel.
--¿quiere un beso, abuela? --. Había preguntado la muchacha, mientras aflojaba los hombros de su madre.
--NO--. Respondió ella, horrorizada por aquella propuesta.
Tres días más tarde.
Lujan estaba sola. Las pesadillas habían seguido, con una persistencia sorprendente, repitiéndose cada noche y ella se sentía atrapada por todo aquello. Deseaba acabar ya con todo.
Su vida había sido un completo fracaso, más de cincuenta años viviendo porque el aire era gratis, sin tener nada de lo que sentirse orgullosa, sin tener un novio que fuera buen amante, ni siquiera un hijo para quien ser alguien importante.
Decidió que no dejaría una nota, pues no sabía expresarse por escrito y, de todos modos, esperaba que no la encontraran hasta que su cuerpo comenzara a descomponerse y para entonces la nota dejaría de servirle a nadie.
La cuerda era la que usaba para sacar a pasear a sus perras. La tomó y luego de comprobar que un metro era más que suficiente, se subió a la mesa, cuidando de quedar lo suficientemente cerca del borde para poder saltar.
Alcanzó la correa del techo, hizo un nudo firme y fuerte, suspiró, pensó que era lo mejor, pasó el collar de cuerda por su cuello, como pasa la cadena de oro la novia antes del día de su boda y saltó, derribando la liviana mesa.
Mientras la cuerda comenzaba a apretarle el cuello en un mortal, pero firme abrazo de serpiente y el aire comenzaba a tornarse espeso, su vida les cruzó frente a los ojos.
Se vio de niña, montada en el caballo moro de Mabel, acompañada por su prima, camino a la escuela, de adolescente, riendo con Mabel, en casa de esta; sintió el sabor del mate cocido hecho por su abuela Clorinda, escuchó la voz de la anciana, llamándola, cuando comenzó a quedarse ciega.
Vio a Liz, cuando tenía tres años, jugando con tierra, una vez que fueron de visita, la vio, vestida de fiesta, cuando fueron al quince de la hija de Apolinar, escuchó la risa de la pequeña, cuando los tíos de Mercedes comenzaron a pelear.
Vio las innumerables citas con Juan, monótonas, repetitivas, como aprenderse las tablas de multiplicar.
Vio su cuerpo tendido en una camilla plegable, las piernas abiertas y una pinza introducida en su vagina para deshacerse, como su tía antes que ella, del niño o niña que comenzaba a crecer en su vientre, solo para que la máscara no se fuera.
Los brazos de la muerte, dulces, suaves y amables, como los de una madre, la envolvieron, mientras el último estertor salía de su garganta en la que la cuerda había hallado un hogar.
“recuerda hombre que del polvo eres y al polvo volverás”
Dos días después.
Liz estaba en casa, acompañada de su hermano y su suegra. Frank había salido, llevándose a Elleb consigo, cuando la puerta tronó.
--Decile al negro que me lleve a la casa de la Lujan--. Fue el saludo de doña Mercedes a la mayor de sus nietas, cuando esta fue a abrir.
--Hola, Abuela. ¿cómo está? --. Dijo Lizbeth, comenzando a sentir que el día se le nublaba.
--¡movete, mierda! --. Respondió Mercedes, bolso en mano.
En ese momento apareció Frank, que venía del almacén.
--¿Cómo está, señ…? --. Intentó saludar el joven.
--Quiero que me lleven a casa de Lujan--. Dijo Mercedes, cortándolo.
Cinco minutos más tarde, salían los cuatro, pues Elleb no se despegó de sus padres.
Cuando llegaron y Mercedes bajó, se quedaron los tres en el coche, esperando a que entrara en la casa.
Diez minutos después, doña Mercedes, cansada de llamar a la puerta, arrojar piedras al techo de cinc y no recibir respuesta, volvió y dijo:
--Préstame tu teléfono, Lizbeth. Lujan no está en la casa--.
--¿no le avisó que venía? --. Preguntó la joven, suspirando.
--No. Yo creía que iba a estar—respondió la anciana, mientras Liz marcaba el número.
--Da apagado--. Dijo, colgando.
Frank bajó y se acercó al portón de chapa, que se cerraba con un candado y una cadena.
--Si quiere puedo abrirlo--. Dijo a Mercedes, señalando el candado.
--Abrilo, por favor--. Dijo ella, alarmada por la falta de respuestas de su sobrina.
--¿Me prestas tu broche vida? --. Dijo Frank, sorprendido al oír de labios de doña Mercedes aquellas dos palabras.
Una vez abierto el candado, Mercedes se lanzó dentro, seguida por Frank, en caso de que hubiera que forzar otra cerradura.
--Quédate aquí, cielo--. Dijo Liz a la niña, bajando del coche, ante la tardanza de Frank.
El bastón se le enredó en el pasto, demasiado largo de la entrada y algo, una sensación, la hicieron detenerse antes de llegar a la puerta principal.
Mercedes entró y tropezó con la mesa que estaba patas arriba y fue sostenida por Frank, quien la atrapó con una mano, mientras encendía la luz con la otra.
El grito que Mercedes soltó llegó a oídos de Liz, quien avanzaba ya hacia la entrada.
Lo que Mercedes vio, parecía salido de una pesadilla.
Lujan estaba colgada del techo, sostenida por una cuerda, que había penetrado ya su carne, perdiéndose en el cuello de la mujer.
El cuerpo estaba de un color azulado, a causa de la asfixia, la mujer tenía las manos a los costados y sus piernas se balanceaban en una horrible parodia de esos móviles que se cuelgan en los cuartos de los niños.
Mercedes Moya sintió que el mundo se desboronaba. ¡Lujan estaba colgada… colgada del techo!
Liz llegó a tiempo de retener a su abuela antes que diera contra el suelo.
--¿qué pasa, Frank? --. Preguntó la muchacha descolocada.
--Voy al coche con Elleb y llamaré a la policía--. Dijo él, ocultando cuidadosamente la impresión que la visión, dantesca de aquello le provocaba.
--Lujan…--. Dijo Mercedes, débilmente.
--¿Dónde está Lujan? --. Preguntó Liz sin comprender qué demonios ocurría.
--Se… se ahorcó, vida--. Dijo Frank, entrando, celular en la mano.
--¿Dónde dejaste a Elleb? --. Preguntó Liz, temiendo que él la hubiera traído consigo y que su hija viera aquel espectáculo.
-Está en el coche--. Dijo Frank, mientras de fondo se oían los gemidos de doña Mercedes.
La mujer había caído de rodillas, bajo el cuerpo de Lujan y sollozaba suavemente.
--¡Lujan… Luja... se… se… Lujan… se… a…a… ahor… ahorcó… no… no… no…! --. Decía, fuera de sí.
--Venga conmigo abuela, vamos al auto--. Dijo Liz, acercándose y trató de tomarla por los brazos.
--¡tengo que quedarme con ella, con Lujancita, mi hija! --. Dijo Mercedes, rechazando a su nieta.
--Ya no puede hacer nada por ella, Mercedes--. Dijo Frank, acercándose también.
--¡NOOOOO! --. Gritó la anciana, alejándose de los fuertes brazos del chico.
--Vuelve al coche, Frank. quédate con Elleb y espera a que llegue la policía--. Dijo Liz, tomando una silla y sentándose contra la pared, lo más lejos del cuerpo que pudo.
Mercedes seguía allí, como María frente a la cruz, solo que ella no estaba en silencio. Mercedes gemía y golpeaba el suelo con las manos, hiriéndose las palmas.
--Venga abuela, mejor siéntese, está contaminando la escena--. Dijo Liz, levantándose de la silla y forcejeó hasta que logró sentarla en la silla.
Velaron a Lujan. La mujer llevaba el collar de cuerdas, que parecía negarse a salir de su cuerpo y todos pudieron ver que se había suicidado.
Volvieron a reunirse, como aves de presa, los familiares, se rezaron rosarios, denarios, padres nuestros, glorias, dios te salve y enterraron a la desdichada Lujan Parrado Moya en la misma tumba de Cristina.
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Oportunidades en la vida
RandomLizbeth decidió dejar su vida atrás y aventurarse en las azules aguas del océano, en busca de algo que es casi imposible de conseguir: escapar de un pasado que le dejó profundas heridas, algunas aún sangrantes, y otras que parecían casi curadas pero...