capítulo 22. Elleb

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Darío Lejeoune sale de su casa, acompañado de Javier, su hijo menor. Hoy lo lleva con él al trabajo. El niño salió bueno para el estudio, se dice y ya hace tres días que dejó de ir a la escuela.
Javier Lejeoune, tiene 11 años, es un niño alto, delgado, de pelo lacio y negro, tiene en los ojos una expresión de inteligencia, como si pudiera comprender todo sin necesidad de que se lo expliquen y quiere ser bioquímico. Fue por eso que Lejeoune había decidido llevarlo ese día.
Cuando llegaron, el hombre tocó el timbre y Giovanni salió a abrir. Cuando vio al niño allí parado, se sorprendió y preguntó:
--¿Es su hijo, don Darío? --.
--Sí, doctor. Este es Javi, mi único hijo varón. Lo he traído, espero que no le moleste, él quiere ser bioquímico y...--. Villalobos saluda al chico y dice, abriendo la puerta:
--¡hola, Javier! ¿cómo estás? --. El chico, que suele ser callado y retraído, dice:
--Buenas tardes, señor--.
Lejeoune y su hijo entran en la primera parte del laboratorio y el muchachito sonríe ante la vista de los materiales que están cuidadosamente ordenados en sus respectivos lugares. A Giovanni le suena, en ese momento el teléfono y disculpándose lo toma.
--¿Hola? ¡Liz! ¿Cómo te va? ¿Qué tal va la pancita? Me imagino, debe ser muy incómodo. ¡sí, dale! Ahora me conecto. Espera que termine de darle las instrucciones al albañil. Sí. Estoy ampliando --. El chico corta y dice:
--Vamos, don Darío. Los acompaño para atrás y mientras ustedes trabajan, yo hablo con mi amiga y después ¿querés que te muestre los materiales, Javier? --. El chico asiente y los tres salen.
Lejeoune entrega a su hijo un balde y le dice:
--Ahí tenés arena. Ponete a llenar el balde, vos que te podés agachar, yo ya voy, tengo que hablar con el doctor--.
--Él no es un doctor, papá. No estudió medicina, su profesión es...--. Dice el chico.
--¡cállate! Y anda a hacer lo que te he dicho--. Le corta Lejeoune.
Giovanni está sentado, con la computadora en el regazo. Darío se le acerca y dice, entre dientes:
--Haga algo para que el Javi se vaya, doctor. Yo la quiero ver a la Liz--. Giovanni, a quien le sobra la inteligencia, dice:
--Liz me dijo el otro día que no se acuerda del timbre de su voz, don Darío. Creo que no habrá problema si usted se acerca, con cualquier pretexto para mirar--.
Lejeoune asiente y se dirige a empezar con el trabajo. Hoy le toca armar una de las mesadas. En la pantalla de Villalobos aparece el rostro de Liz. Tiene las mejillas sonrosadas, y una gran barriga de embarazada.
El bioquímico dice, mientras aumenta el volumen del parlante, para que Lejeoune pueda escuchar:
--¡mírate la panza, nena! ¿cuánto te falta? --.
--Estoy enorme, ¿verdad? Ya me faltan unos días u horas, no sé, pero no veo las horas que nazca. Frank está desesperado, parece que es él el que va a parir--. Giovanni ríe, mientras Darío, con un balde de arena en la mano, se acerca y dice:
--Perdone, doctor, pero no creo que le alcance la arena. No quedan más que dos baldes, este y uno, que ya tengo preparado--.
En el lado de Liz, la muchacha, con un trozo de tarta de limón en una mano, escucha al hombre y dice, en broma, sin saber que aquel albañil es, nada más y nada menos que su padre:
--¡No seas amarrete, Giovanni! ¿por qué no compraste más arena? --.
Darío mira a su hija y el vientre que la precede y sonríe, mientras dice:
--¡Su amiga es muy linda, doctor! No se preocupe, señorita, yo tuve la culpa que la arena no alcance, el cálculo lo hice yo--.
Liz le sonríe y dice:
--No lo defienda, señor. Su jefe es un amarrete, de todos modos--. Giovanni ríe y entonces Darío comenta:
--¿Está esperando, señorita? --. La muchacha, que ya se terminó la tarta, contesta con dulzura, mientras pone una mano protectora en su vientre:
--Así es, señor. Ya me falta poquito. Va a ser nena ¿sabe? Estoy ansiosa por tenerla en mis brazos y mi novio... no le digo nada--.
Giovanni interviene y dice:
--Aquí tiene, Darío. Vaya al corralón y encargue más arena--. El hombre en la pantalla dice:
--Me voy a trabajar, señorita. Espero que todo le salga bien con la nena ¿no? --.
Liz siempre fue muy social y gentil y Giovanni lo sabe, por eso supo que su amiga no trataría duramente al albañil.
--Gracias, señor. Vaya a trabajar y dígale a su jefe, de mi parte, que espero que le pague bien--. Dice la muchacha.
Darío vuelve al trabajo y Giovanni dice:
--Bueno, Liz. Te dejo, tengo visitantes que quieren mirar los materiales--.
--¿Son chicos? --. Pregunta ella.
--Estem... sí. Es el nene del albañil. Quiere ser bioquímico--. Liz sonríe y dice:
Lo que le puedo decir a ese nene, es que, al menos en Matemáticas, sos excelente. Bueno, te dejo. Frank me está esperando--. Se despiden y la conexión se rompe.
Javier Lejeoune, que ha escuchado y visto todo, dice entonces:
--Señor, acabo de ver y a mí me parece que, si alcanza la arena, al menos para terminar esta parte--. El bioquímico sonríe y dice, notando que el chico es muy despierto y que sospecha de aquella conversación de su padre con alguien que ni siquiera conoce:
--Tu papá es el experto en eso, Javi. Vení conmigo, vamos dentro y te muestro los materiales y los reactivos. Tengo que darles una mirada a unos cultivos--. El chiquillo sonríe y el rostro se le ilumina. Deja la pala, se lava las manos y sale con Giovanni.
Darío se quedó solo, con una mitad de ladrillo en la mano y una cucharada de mezcla en la otra. Suspira y pone el ladrillo en su lugar y lo fija con cemento. Ahora que su hijo se fue, comienza a llorar. Pudo verla y hablar con ella y Liz fue gentil con él. Estuvo a punto de decirle quien era, pero al final decidió que no podía darle ese susto y para colmo, justo hoy, el negro no estaba ahí.
Mientras trabaja, su mente vuela hacia la mayor de sus hijas. Otro recuerdo le viene, como un flash.
Ese día tenía que cobrar en la obra y Mabel tenía que ir a hacerse la ecografía del embarazo de Marizza, por lo tanto, él se había llevado a Liz consigo.
En la obra, mientras esperaban al encargado, había llegado una de sus amantes y lo había besado en la boca. La niña, que era tan despierta o más que Javier, había preguntado, con toda inocencia, casi con la misma dulzura con la que le había hablado hace un rato, se dice Lejeoune:
--¿Quién es usted? Y ¿por qué le da besos a mi papito? --.
Darío recuerda la expresión de curiosidad en el pequeño rostro, la misma que tenía ahora Javier, y la respuesta de aquella estúpida:
--¿Yo? Yo soy la novia de tu papá, corazón--.
Cuando la mujer se fue y luego de que el encargado le pagara, salieron y recién entonces había soltado las lágrimas la pequeña.
Cuando llegaron a su casa, Mabel vio los ojos llorosos de su hija y lo asesinó con la mirada, mientras la niña corría a prenderse de su cuello y decía, siempre leal a su madre:
--El papá tiene una novia y se va a ir con ella. La señora lo besó en los labios y...--. El llanto no la había dejado hablar Cuando se calmó un poco le había gritado:
--¡te odio! --.
Un rato más tarde, Giovanni salió y le dijo:
--Dejé a Javier entretenido con unos experimentos ¿qué le pareció la charla con Liz? --
--La Liz es muy buena, doctor. Me ha tratado con mucha dulzura y ¿le vio la panza? Esa que viene ahí es mi nieta, doctor--.
Giovanni, que conoce bien a Liz, dice:
--Así es, don Darío. Lizbeth es una chica muy dulce, buena y gentil y tiene un modo de ver la vida y de encarar su discapacidad, que me encantó desde que la conocí--. Lejeoune va a decir algo más, cuando Javier sale, con una botella con un globo atado en el pico y dice:
--¡mira, papa! ¡mira lo que hice! --. El globo está inflándose, poco a poco y Giovanni le aclara a Lejeoune, que tiene la boca abierta, con una expresión de gran incomprensión:
--Es un poco de vinagre mezclado con bicarbonato. Se forma un gas que infla el globo--. El chico vuelve al laboratorio y Darío dice:
--Ese salió estudioso. Igual que la Liz. Puros dieces, saca el Javi-
Una hora más tarde, Lejeoune y su hijo salieron del laboratorio. El chico lleva en la mano un paquetito de limaduras de hierro y un imán, para jugar.
Liz se encuentra almorzando en la cocina, con Esteban y Frank. La muchacha se siente realmente muy cansada y no tuvo ganas de ir hasta el hotel. Hoy Elleb se ha colocado de modo que ocupaba todo su vientre y el peso estaba destruyéndole la espalda.
Michelle y los Sinclair salieron de excursión, con el resto de los pasajeros y los chicos estaban solos en el barco. Almorzaron fideos con salsa, al estilo argentino, con carne en la salsa y mucho queso rallado, como le gustaba a Liz y había sido la propia Liz quien había hecho los fideos.
Una hora más tarde, Frank, que debía volver al trabajo, acompañó a Liz al cuarto y mientras ella dormía, él se puso manos a la obra con los últimos datos contables que le habían enviado por mail desde la empresa de Josef.
Esa noche fueron a cenar al hotel y esta vez no hizo falta que nadie dijera a Liz que se quedara sentada, pues el vientre le pesaba y sentía las caderas de plomo. La niña ya no tardaría, pensó, mientras recordaba, sin saber por qué exactamente, la conversación con aquel albañil.
Un rato más tarde, Liz, Frank, Marcos y Norma, subían a un coche y volvían a dormir, seguidos por otro en el que viajaban, Esteban, María, Alexandra y Mariana.
Cuando llegaron, Frank tuvo que ayudar a Liz a bajar del coche, pues ella tenía las piernas muy cansadas y el peso del vientre le encorvaba la espalda. Una vez en el barco, Marcos dijo:
--A mí se me hace, chicos, que no pasa de esta noche ¡mírala! Ya no da más. Como prevención, Esteban, vos y yo, vamos a dormir en el cuarto al lado de el de los chicos--.
Una vez Norma estuvo de acuerdo, todos se dispersaron y se fueron a la cama. Liz sentía los pechos, que habían duplicado su tamaño, calientes, como si ardieran de fiebre y le dolían. Cuando llegó al cuarto, tuvo que recurrir a Frank para que le ayudara a quitarse el vestido y los zapatos. Ella se puso un camisón suelto y como cayó en la cama, así se durmió, Frank sonrió y dijo, en un susurro:
--Ven pronto, princesa. A tu madre le cuesta llevarte allí, ya creciste demasiado--. Luego se quitó la camisa y los pantalones y se metió en la cama.
Unas horas más tarde, a las cuatro de la madrugada, más o menos, Frank despertó al sentir las sábanas húmedas. Se incorporó y vio que de entre las piernas de Liz se escurría un líquido, que formaba un charco. Recordó, entonces, que su madre le había dicho que, en ocasiones, era común algo de incontinencia urinaria y sonrió, mientras despertaba a Liz:
--Amor, ¡despierta! Creo que te hiciste en la cama ¡puaj! --.
La muchacha abre los ojos, alarmada. No es posible, ella no pudo...
Cuando siente la humedad en su ropa, se aferra a los lados de la cama y dice, un tanto sonrojada:
--¡no! No me hice. ¡es imposible! No tuve incontinencias en todo el embarazo--.
Luego, mientras el rubor sigue subiendo, tantea el líquido, que seguía fluyendo, caliente y pegajoso, manchándole el camisón y se da cuenta, con sorpresa y alarma, que aquello no tiene la misma consistencia de la orina. No. Esto es más pegajoso y mucho más espeso.
La muchacha da un respingo y dice:
--¡carajo, Frank! creo que estoy sangrando ¡mira! --. El muchacho deja de reír y se acerca, con la linterna en la mano.
--No es sangre, tranquila. Es de color blanco, como clara de huevos--. Dice, mientras mira el charco.
Liz da otro respingo ante las palabras del chico y dice, esta vez con alegría, pero con más alarma:
--¡rompí fuente, Frank! ¡la bebé viene en camino! --. El chico, con el rostro iluminado, con una sonrisa y una dosis de nervios en la voz, dice:
--¿qué hago? Tenemos que ir al...--. Las palabras quedan ahogadas ante el grito de la muchacha, cuando la primera contracción llega, grande y dolorosa, como un golpe en su útero, que le rebota por todo el cuerpo.
En el cuarto de al lado, Marcos se despierta. El grito de Liz sonó como una sirena de naufragio. El chico sacude a su compañero y ambos salen, al mismo tiempo que Frank abre la puerta.
--¡ayúdenme a caminar! Tenemos que ir hasta el consultorio de Altamirano--. Grita Liz y Frank corre y, con cuidado la levanta de la cama, mientras Marcos toma el bolso, ya preparado y Esteban corre a despertar a las mujeres, Frank Bradock lleva, medio en brazos, a Liz, que aprieta los dientes, ante una segunda contracción.
Esteban despierta a todas, diciendo:
--¡vamos, chicas! Liz va a tener a la niña. Tenemos que ayudar a Frank--.
Norma y el resto saltan de la cama y corren, mientras se ponen las batas. La directora del SPA es la primera en llegar junto a la muchacha, que, ayudada por Frank, se dirigen al consultorio y Norma, de repente inspirada, ante el dolor de las contracciones de la joven, toma su teléfono y marca un número.
En Tucumán, Noelia Nicholson está a punto de recostarse, cuando el teléfono le suena en la mesa de luz.
--¡Norma! ¿cómo estás? -
--Bien Noelia. Mira, estoy un poco apurada. Necesito que envíes aqualeed a Liz. Ya viene la nena y tiene mucho dolor--.
Noelia Nicholson, sonríe. Liz va a tener a su niña. Cuelga y manda un Elleb.
Liz siente, de pronto, la influencia del símbolo y el dolor remite. Se pone de pie y dice:
--Es un Elleb ¿Quién me lo mandó? Yo no lo hice--.
--No te preocupes, nena. Fue Noelia, yo acabo de llamarla y fue ella la que te lo hizo--.
Frank tomó a Liz entre los brazos y todos juntos, menos María, que salió corriendo para alertar al médico, salen hacia el consultorio.
Cuando llegaron, Altamirano, la obstetra, el pediatra y la médica clínica ya estaban listos para recibirla.
Frank entró al consultorio, con Liz, que volvía a gritar de dolor. Altamirano ayudó al joven a subir a Liz a la camilla y el muchacho salió, mientras los médicos alistaban el material para recibir a la niña.
Liz sintió el dolor como una ola. Las contracciones iban y volvían y la presión comenzó a bajarle. De pronto todo comenzó a sonar como en una radio mal sintonizada. La muchacha gritó una última vez y luego se desmayó.
Altamirano conectó el tubo de oxígeno a la máscara y lo puso en el rostro de Liz. La muchacha jadeo y Altamirano dijo:
--Liz ¿me escuchas? --. La muchacha, casi sin voz, dijo:
--Sí, lo escucho--. El médico suspiró y dijo:
--Bien, muchacha. Tu niña viene en camino y tú nos vas a ayudar para que así sea. Necesito que pujes. Ya estás dilatada--.
La obstetra se acercó y dijo:
--¡Vamos, muchacha! Puja-.
Liz pujó y la cabeza de la niña asomó.
Frank, junto al resto del personal, permanecían en la puerta. El muchacho había llamado a los Sinclair y estos ya venían en camino, junto a su madre desde el hotel. Hacía ya cuarenta y cinco minutos que había dejado a Liz allí dentro y aunque Norma le había explicado que parir no era coser y cantar, el muchacho comenzaba a alterarse.
Caminaba, desde la puerta del consultorio, hasta la entrada del pasillo, sosteniendo contra el pecho el bolso, de color rosado que le había entregado Marcos. El muchacho estaba en calzoncillos, pues cuando todo había pasado, no pensó más que en llegar con Altamirano y ahora, el frío de la noche le erizaba los pelos del brazo.
En ese momento llegaron los Sinclair y Frank se abrazó a su madre y dijo:
--¿por qué tardan tanto? Hace más de cuarenta minutos que entró en labor de parto, lo sé porque escuché el grito y nadie sale a decir nada--.
Michelle, con una sonrisa, dijo:
--Dar a luz no es nada fácil Frank y la niña era muy grande. No te preocupe. Todo saldrá bien--.
--Voy a traerte ropa, amigo. Te vas a congelar--. Dijo James y salió hacia el camarote.
Liz pujó otra vez. Ya había perdido la cuenta y solo quería que todo aquello acabara. La muchacha sabía, que, si no nacía pronto, las consecuencias serían fatales, tanto para ella como para la niña.
De pronto, la obstetra alargó las manos y recibió, con placenta incluida, a una hermosa niña.
--¡excelente, Liz! ¡tú pequeña ya está fuera! --. Dijo Altamirano, mientras controlaba las pulsaciones de la nueva y flamante madre. Entre tanto, la partera y el pediatra, hacían su trabajo.
Del otro lado de la puerta, el llanto de un bebé se dejó oír con toda claridad y Frank, que seguía con sus paseos, fue abrazado y felicitado por todos los que lo acompañaban. El joven sonreía y lloraba de pura felicidad y nervios.
En la camilla, Liz recibía en su pecho a su hija. La muchacha estaba agotada, pues el esfuerzo de dar a luz había sido bastante grande, pero cuando escuchó el grito de la niña, todo su cansancio quedó en el olvido:
--Pesa 3 kilos y 300 gramos, informó el pediatra, cuando se la entregó.
--¡bienvenida al mundo, corazón! --. Dijo Liz, ahogada por las lágrimas.
Altamirano abrió la puerta y Frank se lanzó dentro. El médico tomó el bolso y empujó al nuevo padre de vuelta al pasillo.
El joven suspiró, frustrado. La puerta se abrió por segunda vez y Altamirano dijo:
--Liz necesita ropa, pues la que traía puesta quedó inservible--. Claire se arrojó hacia el camarote y volvió con otro camisón que Altamirano tomó y cerró la puerta.
Un rato después, cuando los nervios de Frank ya estaban al límite y el muchacho estaba, casi a punto de tirar abajo aquella maldita puerta, la maldita puerta se abrió por tercera vez y Altamirano dijo:
--¡ahora sí! ven, muchacho, hay alguien que está ansiosa por conocerte--. Frank se lanzó dentro y se acercó a la camilla.
En la camilla, sentada, con un camisón azul, lo esperaba Liz, con una sonrisa en los labios y lágrimas en los ojos. La muchacha sostenía contra el pecho, el anhelo del corazón de Frank, que, en aquel momento, cuando vio la carita de su hija, decidió, no por primera vez en su vida, que un hombre no dejaba de serlo por llorar abiertamente y grandes lágrimas comenzaron a rodar, mientras él se acercaba y tomaba, de brazos de Liz, aquel pequeño ser envuelto en una manta rosa, que seguía llorando, con más suavidad. Cuando sintió la calidez y el peso del pequeño cuerpo, el corazón del muchacho se hinchó de orgullo y ternura.
La obstetra se acercó y cuando Frank, a desgana, devolvió a la niña con su madre, le explicó el modo de amamantarla y hacer que expulsara los gases.
La pequeña Elleb se prendió del pezón de su madre y se calmó completamente.
Frank se inclinó y besó a Liz.
--¡es hermosa, mi amor! Gracias--. Luego se dirigió a la puerta y la abrió.
Josef, Hannah, Claire y Michelle, se arrojaron dentro de la sala y fue Josef Sinclair, el primero en tomar a la niña en brazos. Liz, entendió entonces, que él sería el encargado de consentir a Elleb y que viviría con ella en brazos.
Luego se la entregó a Michelle, que la tomó con mano experta. Elleb fue pasando de brazo en brazo, hasta llegar, por fin, a los brazos de Frank. La niña se veía increíblemente pequeña en brazos de su padre. Entonces, Altamirano, que vio en los ojos de Liz el agotamiento y los deseos de tenderse en algún lado, dijo:
--Creo, señores, que tanto la madre como la hija necesitan descansar. Ni parir ni nacer, son cosas sencillas y, sobre todo Liz, necesita recostarse--. El médico acercó una silla de ruedas y dijo:
-Tendrás que ir sentada hasta tu cuarto, muchacha. No puedes caminar aun y recuerda, puedes higienizarte, pero no bañarte. Es peligroso--.
Frank, que se dio cuenta de que era a él a quien le tocaría servir de camillero, le devolvió la niña a su novia y comenzó a empujar la silla hacia el exterior.
Una vez fuera, todos los otros se acercaron a conocer a la recién nacida, que ahora dormía tranquila en brazos de su madre. Todas las mujeres soltaron unas cuantas lágrimas e incluso James, dijo:
--¡oh es increíble! --. Adam ayudó a Frank con la silla y por fin llegaron al camarote 111 que, a partir de aquel 15 de noviembre, tendría tres ocupantes.
No tenían una cuna, pero Marcos y Esteban fueron a una de las bodegas y trajeron un moisés nuevo y Norma dijo:
--Este es nuestro regalo, espero que les guste--.
James y Adam armaron el moisés, mientras Marcos cargaba a Elleb que había vuelto a despertarse.
--¡mira los ojos que tiene la pendeja! Azules, como los del padre, pero más tirando a celestes--. Dijo.
--Los ojos de mi abuelo--. Respondió Liz, con nuevas lágrimas en los ojos.
--Creo que ustedes tres necesitan descansar y nosotros debemos ir a arreglarnos, hoy tenemos excursión a la Basílica de la sagrada familia--. Dijo Alex, mirando en los ojos de Liz el cansancio y los deseos de estar con su marido y su hija a solas. Todos se dispersaron, menos Claire, que dijo:
--Frank, quédate con Elleb un rato. Yo debo ayudar a Liz a higienizarse y luego nos iremos todos y los dejaremos descansar tranquilos--.
No fue necesario que se lo dijeran dos veces, Frank tomó a la niña, que comenzó a llorar con suavidad y mientras él paseaba por el cuarto, Liz se levantó y ayudada por Claire, se quitó la ropa interior, se limpió con agua y jabón, se lavó las manos y la cara y regresó al dormitorio, donde la niña seguía llorando en brazos de su padre.
--¿por qué llora? --. Preguntó este, con un toque de aflicción en la voz.
--No te preocupes, no es tu culpa, solamente tiene hambre, pues no la dejaron terminar de tomar su leche. Ahora se calma--. Sonrió la muchacha y se tendió en la cama. Mientras todos se enfocaban en la beba, María y Alex habían cambiado las sábanas y ahora tenían ese olor a limpio, el mismo que tenían cuando, hacía casi un año, Frank y Liz habían entrado a aquel cuarto para hacerse compañía por primera vez.
Frank entregó a Elleb a los brazos de su madre y tomó la cámara para fotografiar aquella tierna escena. Luego tomó el teléfono de la muchacha y dijo:
--Voy a llamar a tu familia y les diré que ya nació y que esta noche nos conectaremos para que la conozcan ¿te parece bien?
--Ajá. También llama a Liliana y Giovanni y avísales--. Dijo Liz, con la niña prendida en su generoso pecho. Frank hizo aquello y acompañó el mensaje con una foto de Liz amamantando a la bebé. Luego rodeo la cama y se tendió junto a ellas.
Un rato más tarde, cuando el hambre de la niña estuvo saciada, Liz se recostó con ella en el pecho y cuando se quedó dormida, Frank tomó a su hija, que seguía despierta y se la llevó consigo y mientras volvía a tenderse, con ella en brazos, dijo, ante el suave gemido de la pequeña:
--Ssshhh... ven conmigo, cielo, dejemos descansar a tu madre, que lleva días sin dormir bien--. Besó a su niña en la frente, con cuidado y luego, padre e hija se durmieron juntos.

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