capítulo 8. La madrastra

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  --“Espejito, espejito, dime una cosa. ¿Quién es, en mi reino, la más hermosa?” --. Leyó Liz, o, mejor dicho, narró Liz a su hija.
  Eran las diez de la noche del 29 de febrero del año 2024 y al día siguiente, era el primer día de trabajo de Liz. La muchacha terminó de contarle “Blanca Nieves y los siete enanitos” a la niña y una vez dormida, salió del cuarto.
  Liliana le mandó la lista, más o menos, de las cosas que debía llevar y la vestimenta. Para esto último, fue necesario rebuscar en aquel bolso y desenterrar de sus profundidades, el viejo ambo del instituto.
--¡Uf! Otra vez de chaqueta--. Dijo Frank, mientras ella se vestía, el lunes, 1 de marzo.
--¿no te gusto de chaqueta? --. Pregunta Liz, abrochando el último broche.
--No es que no me gustes de chaqueta. Es solo que… que parece como si fueras al SPA del Atlante--. Dice Frank, riendo y arreglándole una arruga invisible.
--¿sabes? Una vez, hace mucho tiempo, le hice una broma a… a alguien, diciendo que él viviría de traje y yo, con dos profesiones, me quitaría una chaqueta, solamente para ponerme otra--. Le comenta ella, saliendo hacia la puerta.
  Frank la acompañó hasta la parada del bus, pues era bastante temprano y Liz, recordando donde se hallaban, no quiso ir sola. Cuando el colectivo llegó y en cuanto ella subió, él regresó al apartamento.
“Qué raro se sentirá no tenerla trabajando en el mismo lugar” piensa, abriendo la puerta.
  Entra y se dispone a prepararse un desayuno. Decide que desayunará al estilo americano, o lo más cerca posible y pone el agua, para el café. Luego, toma un poco de ensalada de frutas, preparada por Liz la noche anterior y a falta de jugo de naranjas exprimidas, se sirve un poco de limonada.
  Michelle se levanta y sonríe al ver a su hijo, con aquel desayuno.
--Elleb ya despertó, Frank--. Dice y la niña aparece, con cara de sueño.
--¿mamá? --. Pregunta.
--Mamá no está, corazón. Ven, vamos a que tomes desayuno--. Dice Frank, levantándola antes de que comience a llorar. Luego, con un suspiro, ante las lágrimas que comienzan a rodar por las mejillas de la niña, comienza a darle, por cucharadas, la ensalada de frutas.
  En ese momento, su celular suena.
  Liz baja del micro. Se siente extranjera en las calles de Tucumán. Cuando ella vivía allí, antes de irse, no solía andar mucho sola, pues la inseguridad no permitía estar tranquila y después de aquel robo, mucho menos. “y eso que estaba dentro del instituto” se dice, cruzando la calle.
  Llegó al centro y tocó el timbre. Un minuto después, Liliana Geordanof salía a abrirle.
--¡Liz, Liz! ¿cómo estás? No pude ir a verte, porque se me complicó todo en casa, pero las chicas ya saben que estás acá y planeamos, y sé que estoy metiendo la pata, pero planeamos ir a verlos para conocer a Frank, a tu suegra y a la nena--. Dijo Lili, llorando de pura felicidad.
  Había conocido a Liz, una vez, mientras las dos, nerviosas, esperaban el turno para entrar a rendir. Luego, un par de meses después, Liz, que buscaba compañera de estudio, había mandado un mensaje al grupo del IES y fue Liliana, la única que respondió.
  Desde entonces, las dos muchachas estudiaban juntas, Liz le enseñó a escribir usando el sistema Braille, habían llorado y reído juntas, se habían confiado mutuamente sus problemas, cada una durmió y comió en la casa de la otra y Liliana fue quien acompañó a su amiga a sacar el pasaporte y demás papeles para poder salir del país.
--¿cómo estás, Lili? No te preocupes, de todos modos, te iba a decir, para que vayan a casa, uno de estos días, así tomamos algo y conocen mi familia importada--. Dice Liz, riendo. Las dos jóvenes entran al salón principal y Liliana dice, cuando llegan a la cocina:
--Bueno, chicas, ella es Lizbeth, la nueva profesora y una gran amiga. Liz, ellas son, Amalia, la fono, Victoria, la TO, Maggie, la psicóloga, Fernanda, una de las auxiliares y Marina, la otra auxiliar--.
  Todas se levantan y dan la bienvenida a la nueva colega.
--Es un gusto unirme a ustedes, chicas. Estuve mucho tiempo lejos, del país y del área de educación especial, pero estoy dispuesta a aprender y aportar lo que pueda y lo que ustedes quieran enseñarme--. Fue la presentación de Lizbeth.
--¿dónde anduviste? --. Inquiere Amalia.
--Se fue a trabajar en Europa y volvió prometida y con una nena--. Dice Liliana, orgullosa.
--¡guau! --. Dice Amalia. En ese momento, llega la directora y mirando a Liz, dice:
--bienvenida, Lizbeth. Asumo que ya la conocen. Es hora de empezar. Lizbeth, te toca en la sala dos, con Marina y Amalia--.
  Las muchachas se dispersan y cada una va a su salita.
--Estoy oxidada--. Dice Liz a Marina, separando dos jovencitos que se pelean.
--Para esto uno nunca deja de estar un poquito oxidada--. Comenta Amalia, llevando una niña en silla de ruedas al baño.
  Liz suspira y asiente. Amalia tiene razón. El área especial, es algo que no es para cualquiera, aunque la gente suele pensar que es “soplar y hacer botella”
  Un rato después, mientras los chicos miran un video, Liz sale al baño de docentes y manda un mensaje a Frank. “hola, amor. Recién puedo salir un momento. ¿todo bien?”
  La respuesta de Frank llega de inmediato.
“Hola, vida. Sí, todo bien, aunque tu niña se puso un poco triste. Cuando puedas llámame, debo contarte y consultarte algo”
  Liz suspira. Ya sabía que Elleb se pondría triste. Luego, se levanta y sale para llevar a los alumnos con sus padres.
  Cuando los chicos terminan de irse, Liliana se lleva aparte a Liz y le dice:
--Te conseguí otro trabajo, Liz, para la tarde, dos días a la semana. Yo no lo tomo, porque de acá me voy a concepción y pensé que a lo mejor a vos te sirve. Es una integración en una escuela y la chica es ciega--.
--Gracias, Lili. La verdad que, si me hace falta, sobretodo porque Frank, que maneja desde casa los asuntos de don Sinclair, su antiguo jefe, recibe los pagos atrasados y los impuestos no esperan. Aparte, queremos comprar un auto--. Dice Liz, acomodándose el bolso. Las muchachas salen y Liliana acompaña a su amiga a la parada.
  Cuando Liz subió, se sentó, tomó su teléfono y llamó a Frank.
--Hola, vida. Ya voy camino a casa--. Dice la muchacha.
--Genial. ¿qué tal el primer día de trabajo? --. Dice él y de fondo, Liz escucha a Elleb, a quien se le está comenzando a soltar la lengua.
--Hmm… cuando llegue a casa te cuento. Fue… no importa, mejor cuéntame. ¿qué era lo que querías contarme y consultarme? --. Responde la muchacha, mientras sube un vendedor de gomitas.
--¡Buenas tardes, señores pasajeros! Mi nombre es Juan y hoy vengo a ofrecerles, para disfrutar, para regalarle al novio, al amante, al marido, los deliciosos bon o bones, las riquísimas gomitas frutales y los sabrosos turrones, todo a tres por diez--. Dijo el vendedor.
--Hmm… ¿Dónde estás? Quiero esperarte en la parada--. Dice Frank, sentándose.
  La muchacha ríe a carcajadas y mientras hace señas al vendedor, dice:
--Esto, mi amor, esto es mi Tucumán querido. Yo te diré para que vayas a esperarme--.
--Está bien. Bueno, me llamó Javier Lejeoune. Dijo que quiere comenzar con las clases lo antes posible y que le gustaría, pues… hmm… que fuésemos a su casa, porque su madre desea conocernos--.
--¿señorita? --. Dice el vendedor, acercándose por fin.
  Aquella noticia está comenzando a aumentar los latidos del corazón de Liz.
--Dame tres gomitas, tres turrones y tres bon o bones...--. Dice la muchacha. “¡que tetas que tiene, señor!” piensa el vendedor.
  Liz paga y él le pone cuatro bon o bones en la mano y dice:
--Para que sonrías. Parece que estás discutiendo con el novio--. Dice y baja.
--¿Liz? ¿sigues ahí? --. Dice Frank, alarmado.
--EH... sí, sigo acá, perdón, estaba comprando… bueno, te lo muestro cuando llegue, si no me lo como antes--. Responde Liz, mientras abre el largo paquete de papel crujiente y se mete dos gomitas a la vez en la boca.
--¿qué piensas de lo que te dije? --. Pregunta el muchacho, sin comprender que es lo que su novia quiere mostrarle.
  El micro avanza ya y en una curva, Liz dice:
-Ya puedes ir yendo a esperarme. En cuanto a lo que dijiste, creo que será mejor hablarlo cuando llegue a casa, luego de almorzar y una vez estemos solos--. Luego cuelgan.
“Y ahora debo conocer a mi madrastra” piensa Liz en voz alta.
--¿cómo? --. Dice la anónima mujer, sentada a su lado.
--Nada, disculpe, no era a usted--. Dice Liz, pensando que no debió meterse en esto y mucho menos a Frank. “pero ahora no le puedo dar una patada al pobre Javi. ¡mierda!”
  La señora se alarma y Liz, levantándose al sentir el eterno bandazo que indica que la siguiente es su parada, dice:
--Disculpe otra vez, señora--. Y cuando el ómnibus frena, se arroja por las escaleras.
  Frank ya la aguarda y es su mano firme, la que la sujeta cuando se dobla el pie.
--No me acordaba la tortura que era viajar en colectivo--. Dice Liz, besándolo.
--Te ves cansada y un poco pálida. ¿te encuentras bien? -. Pregunta el muchacho, mirándole el rostro detenidamente.
--sí, estoy bien. Un poco cansada, nada más--. Dice Liz y se ponen en marcha hacia su casa.
  Cuando llegan, Elleb, que ya les aguarda en la puerta, se cuelga del bajo de la chaqueta de su madre.
--¡Hola princesa! ¿Cómo te portaste eh? --. Dice Liz, levantándola y besándola.
--Hola, querida. ¿qué tal fue el día? --. Pregunta Michelle, cuando Liz, aún con la pequeña en brazos, entra al comedor.
--Buenas tardes, suegra. Un poco ajetreado, pero nada del otro mundo a excepción de... ¿sabe qué? No importa--. Contesta ella, dirigiéndose a su cuarto para quitarse zapatos y ropa y ponerse sus pantalones sueltos y pantuflas.
--Preparé albóndigas, Liz, no sé si...--. Dice Michelle.
--¡qué rico, Michelle! Gracias--. Responde la muchacha, sacando el segundo paquete de caramelos de su bolso y guardándolo en el bolsillo de su bata. Luego se sentaron, comieron y una vez lavados los platos, tarea de Liz, Michelle, con una dormida Elleb, se fue a su cuarto.
  Liz terminó de guardar los trastes y se sentó, seguida por Frank.
--Creo que lo que te dije por teléfono no te agrada, ¿verdad? --. Pregunta él, muy serio.
  La muchacha suspira y le ofrece un caramelo.
--No te niego que no fue lo mejor que podías decirme, luego de que una de mis alumnas sufriera un ataque epiléptico, que a otra chica le viniera la regla por primera vez y se hubiese manchado las manos, pero…--.
--¿qué? --. Pregunta Frank, sorprendido. No es de extrañar, pues nunca, antes de conocer a Liz, tuvo contacto con nadie con discapacidad.
--No sabía que tu profesión fuera tan complicada--. Dice, robándole otro caramelo.
--Bueno, en cuanto a Javier, la verdad que la idea de conocer a mi madrastra no me agrada en absoluto, pero sería descortés, considerando que el chiquillo nos lo está pidiendo. Escríbele y dile que sí. Luego, escribe a Giovanni, cuéntale la situación y dile que le aclare a Darío, que vamos en calidad de profesores y que no meta la pata--. Dice Liz.
--Está bien. Déjame decirte, cielo, que yo nunca antes tuve tratos con personas con discapacidad, salvo una o dos veces, vi a alguien en silla de ruedas. Fue por eso que me sorprendió lo que me contaste--. Dice Frank, reteniéndola en la silla, cuando ella hizo ademan de levantarse.
-Hay muchas y muy variadas y dentro de cada una, hay distintas “graduaciones” y pueden combinarse entre ellas--. Dice la muchacha, poniéndole otra gomita entre los labios. Luego agrega, con un tono más divertido:
--Ahora entiendo porque cuando me conociste, en la cena, casi haces que me rompa los dientes al intentar guiarme hasta la mesa--. Los dos ríen y él dice:
-No iba a permitir que cayeras--. La muchacha se acerca y besándolo comenta:
--Debo admitir que aprendiste rápido a guiarme--. Él le devuelve el beso y dice:
--Tuve que hacerlo, pero no fue todo por propio mérito. Tuve una gran maestra. Quiero ver que es lo que compraste--.
  Liz saca los bon o bones y dice, entregándole uno:
--Esto es un Bon o bon. Según la propaganda de la fábrica, si tú le regalas uno a alguien, esa persona debe darte, a cambio, un beso--.
--¡hmm… interesante! --. Dice Frank, desenvolviendo el chocolate, relleno con crema de maní y metiéndolo entero en su boca.
  Liz lo observa masticar y tragar, riendo.
--¡guau! ¡es delicioso! Aunque un poco demasiado dulce--. Dice Frank, acercándose.
  El joven se inclina y la besa, suavemente. Sus labios saben a chocolate negro, galleta, crema de maní y a ese sabor particular que siempre parece tener en los labios. Algo como eucaliptus.
--No es para comerse una caja entera de una vez--. Dice Liz, cuando el beso termina.
-Si fuera necesario comerme la caja entera para obtener un beso tuyo, no dudes que lo hago sin protestas-. Dice el joven, estrechándola.
--Afortunadamente no es necesario que lo hagas--. Dice Liz, besándolo otra vez.
--Vamos a acostarnos. Estoy rendida y lo que más deseo, es estirarme entre las mantas-. Agrega, luego de que él la suelta y juntos entran al cuarto.
  En casa de los Lejeoune, seis días después.
--Sarah, por favor, ¿podés acomodar el chiquero de pieza que tenés? --. Grita Antonia, barriendo el suelo.
--¿Para qué? Si no van a entrar acá. Mi pieza es mía y yo soy dueña de tenerla como se me dé la regaladísima gana--. Grita la muchacha en respuesta.
--¡mierda, Sarah! Acomoda ya está porquería--. Grita Darío, entrando a la pieza de sus hijos, dividida en dos, por una cortina.
  El lado de Javier, está perfectamente ordenado y limpio, a pesar del piso sin revestir. El de Sarah, por el contrario. Zapatillas, zapatos de baile, ropa sucia y ropa limpia, papeles, libros y basura en general, se ve desparramada por el suelo y en la cama, deshecha.
--¿Por qué? ¿qué acaso el profesor del estúpido de Javier es el presidente? No. ¿verdad? --. Lejeoune pierde la poca paciencia que tiene y abofetea a su rebelde hija.
  Un recuerdo llega, cuando su mano provoca el sonido de un disparo, al impactar con los mofletes de Sarah.
  Liz tiene ya seis años. Acaban de terminar su fiesta y la niña tiene en la mano, los restos de caramelos, puestos en un vaso plástico.
--Deja eso ahí, Lizbeth--. Dice Darío. En aquella época, la vecina de al lado, la de dos casas más allá y la de la casa donde habían celebrado el cumpleaños de Liz, eran sus amantes.
--No me los voy a comer, papá. Los estoy por poner en una bolsa para llevarlos a la casa del abuelo y compartirlos con él--. Había contestado la pequeña.
  Un momento después, mientras Liz jugaba, contando los caramelos, el vaso se había volcado y caramelos y chupetines, habían rodado al suelo.
--¿te he dicho o no te he dicho que dejes eso? --. Había gritado Darío, ante la exclamación de Liz, que se agachó a recoger los dulces.
--Salí, salí, ¡mierda! --. Agregó, apartándola y tirando los caramelos sobre la mesa. Luego tomó la delgada mano de su hija y la golpeó, dando dos palmadas, bastante fuertes.
---Para que cuando yo te diga que no lo hagas, no lo hagas. ¿está claro? --. Dijo a los gritos, cuando ella comenzó a llorar.
  En ese momento, Mercedes, que había entrado sin que él lo notara, se adelantó y dijo:
--¿qué hace, Darío? No vuelva a tocarla. Si Jadur se entera, es capaz de darle un tiro--.
--¿qué te pasa, imbécil? --. Grita Sarah, aterrizando a su padre.
--Discúlpame, Sarah, no quería pegarte--. Dice Lejeoune, arrepentido.
--Vos y tus disculpas, pueden irse a…--. Grita Sarah y cierra la puerta.
--Deja, papá, ya entro yo y me encargo de que acomode su lado--. Dice Javier, abriendo.
--¿qué querés a cambio de que ordenes un poco esto? --. Se escucha la voz del chico, desde el interior.
--Dame ciento cincuenta y te ordeno todo--. Dice la chica.
  Javier, que desea que Liz se lleve una buena impresión, dice:
--Doscientos y te comportas como una persona educada--.
--¡hecho! Siempre que no me hagan perder la paciencia--. Contesta su hermana y él saca los dos billetes y se los da, con un suspiro.
“Sarah es igual que mamá. Igual de interesada” piensa el muchachito, saliendo del cuarto.
  Liz está terminando de arreglar a Elleb. Ella y Frank, ya están listos y en cuanto a Michelle, prefirió ir a casa de Mabel a tomar algo.
  Liz envuelve el budín de chocolate glaseado en papel celofán y lo pone dentro de una bolsa.
--¿lista? --. Pregunta Frank, llaves en mano.
--¿qué quieres que te diga? ¿lo que quieres oír, o lo que en realidad siento? --. Dice Liz, levantando a Elleb.
--Lo que de verdad sientes--. Dice Frank, tomando el bolso y el bizcochuelo:
--Entonces no. No estoy lista, pero “al mal paso, darle prisa”-. Dice Liz, en el preciso momento en que la bocina del taxi se deja escuchar.
“Acá no vive ninguna puta” piensa Liz, mientras sube en el asiento trasero. En vos alta, dice:
--Buenas, por favor vamos a esta dirección--. Y le muestra la ubicación del GPS, que les envió Javier.
  El auto se desliza por la graba, mientras Liz se pierde en sus pensamientos. La muchacha está nerviosa. No sabe cómo será la señora esposa de Darío, ni si su padre la habrá informado de quien es ella.
  Un recuerdo, quizás el último recuerdo feliz, o casi, pues Darío lo había arruinado al final y aquel recuerdo, se convirtió en una maldita pesadilla que la atormentó por muchas noches de su niñez.
  El juez había ordenado régimen de visitas, cuando el divorcio se había firmado y Darío fue a buscar a sus dos pequeñas, de casa de Ema, la hija de doña Concepción, madrina de Mabel, donde estaban viviendo.
  Marizza era bebé y Liz nunca se lo contó, pues eso solo haría aumentar el rencor de su hermana hacia aquel ignorante.
  Fueron al parque, con una hermana de Darío, su esposo y sus dos hijos. Subieron a todos los juegos, tomaron helados y Liz pensó que su padre volvía a ser el de antes.
  Cuando volvían, Liz lo escuchó decir a su hermana.
--Preparen todo. El fin de semana que viene, cuando las traiga de nuevo, me las voy a llevar lejos y la voy a denunciar a la Mabel, por abandono de hogar--. Los tíos de Liz estuvieron de acuerdo.
  Cuando Liz llegó junto a su madre y luego de que Darío se fuese, la niña entró en shock y le contó todo a Mabel, temblando y llorando, aferrada a su cuello y pidiendo a gritos que no la dejaran otra vez sola con Darío.
  Liz tuvo que declarar en los tribunales de lo familiar y el juez le impuso a Darío, para poder seguir viendo a las pequeñas, el acompañamiento de una asistente social, condición que Lejeoune rechazó.
“nunca más nos llevó a ningún lado, ni volvió a darnos un peso” piensa la muchacha.
--Llegamos, amor--. Dice Frank, tocándole la rodilla desde delante.
--¡ah! Perdón. ¿cuánto es? --. Dice Liz, volviendo a la realidad del auto, de su familia y de la fina llovizna que comenzó a caer.
--Trescientos, señora--. Dice el taxista. Es Frank quien paga, mientras Liz baja con Elleb en brazos.
  Es Javier quien abre el portón, de chapa, despintado y que chirrea cuando giran las bisagras.
--¡Hola, hola, Liz! ¡Hola, Frank! gracias por venir. Pasen, está lloviendo--. Dice, entusiasmado.
  Un perro grande y mojado, sale y ladra, amenazante.
--¡No, no, mancha! Fuera--. Grita el chiquillo, mientras Liz retrocede.
--No te va a hacer nada, no te preocupes--. Le dice Javier, acercándose y tomándole la mano.
  Liz entra, con Javier, que la lleva de la mano, a su derecha y Frank, que le rodea los hombros, a su izquierda, al pequeño comedor. La muchacha tropieza en un desnivel y Javier dice:
--Perdón, me olvidé que…--.
--No te preocupes, le pasa a cualquiera, sobre todo si nunca guiaste a nadie--. Dice, sonriendo Liz.
  El comedor es una estancia pequeña, las paredes, sin revoque, dejan a la vista las pequeñas grietas de la separación entre ladrillo y ladrillo. El piso de cemento, es desparejo, el techo de cinc, sin cielo raso y la mesa, con seis sillas desparejadas. Eso fue lo que Frank vio.
  En el interior, los aguardaban, ocupando tres sillas, Antonia Lima de Lejeoune, Sarah Angélica Lejeoune y Darío Santiago Lejeoune, quien fue el primero en levantarse, cuando los vio entrar.
  Darío se quedó de pie, mientras Javier, con el tono de quien presenta a alguien muy importante, anuncia:
--Mamá, Papá, Sarah, ellos son Liz y Frank. Los que me van a ayudar a entrar a la Normal—
  Lejeoune se acerca y estrecha la mano de Frank, diciendo:
--Hola, mucho gusto--. Luego se acerca a Liz, que tiembla.
--Lizbeth. ¿cómo andas? ¡mírate! La última vez que te he visto, habrás tenido cinco años--. Luego, con disimulo, casi imperceptiblemente, le rodea los hombros con un brazo.
  El tenerla allí, en su casa, ya hecha toda una mujer, con el que pronto será su yerno y su nieta, le emocionan sobre manera. Darío se dice, que el tiempo pasó sin remedio y que por más arrepentido que él esté, perdió mucho por su estupidez, mientras Liz, titubeante, saluda, empleando un tono y lenguaje formal, como si aquel hombre, su padre, fuera un conocido a medias.
  Antonia mira a la muchacha. Alta, con tremendos rizos, de piel blanca, ojos encapotados, color marrón con detalles azules y pestañas revueltas. Se levanta y se acerca.
--Hola, ¿cómo les va? --. Saluda, con un beso a Frank y Liz.
  Es una mujer corpulenta, gruesa, morena, teñida de rubio y con el pelo ondulado. “esta mujer es quien lleva la voz cantante en la pareja” piensa Frank, mientras Darío, aún junto a Liz, la lleva, torpemente, hasta una silla.
--Sentate acá--. Dice e intenta guiarla hasta el lugar, pero nunca, en toda su vida, tuvo que guiarla a ningún lado y por poco la tira al suelo.
--Está bien, don Darío, yo puedo sola, gracias--. Dice Liz, sentándose por sí misma.
--Hasta para eso sos un inútil--. Dice Antonia, con un tono de falsa broma, que no ocultó la intención de herir a su marido.
--Es que nunca la guie a ningún lado--. Musita Darío, avergonzado.
  Frank, que decidió no intervenir hasta el momento, se decide y dice, sentándose junto a Liz.
--Créame, querida señora, a todos nos cuesta la primera vez, y más aún si, como me ocurrió a mí, nunca antes tuve tratos con una persona ciega, pero hay que estar dispuestos a aprender y dejar que nos enseñen la forma correcta de hacerlo. Liz lo hizo conmigo. Fue ella quien me mostró que una deficiencia o falta, no significa ser inútil--.
  Liz, decidiendo que es mejor empezar con algo que a todos les atraiga, como la comida, entrega a Elleb a Frank y levantándose, se acerca a la mesa, donde él dejó la bolsa con el bizcochuelo, lo toma y quita el envoltorio transparente.
  Sarah silba.
--¡miren ese bizcochuelo! ¿vos lo hiciste? ¿o lo compraste de pasada en la panadería de la esquina? --. Suelta la muchacha y recibe una mirada furiosa de su padre, una patada de su hermano y una sonrisa de su madre.
--¿qué me pateas, tarado? No creo que lo haya hecho ella--.
--Lo hice yo, esta mañana. Si quieres comprobarlo, puedes traer un cuchillo y un plato--. Dice Liz, sin que aquel comentario le afecte.
  Es Darío, quien trae lo pedido por la muchacha.
--¡cuidado, no te vayas a cortar! --. Dice, cuando Liz, cuchillo en mano, se prepara para cortar el budín.
  Un recuerdo aflora en la mente de la muchacha.
  La primera vez que intentó usar un cuchillo, a los cinco años. Fue el día de su fiesta de cumpleaños.
  En la mesa, Mabel había dejado una manzana y Liz, que quería un trozo y cortarlo sin ayuda, había tomado un cuchillo y en el momento en que intentaba cortar la fruta, el filo se había resbalado y en lugar de la manzana, fue su pulgar lo que cortó.
  Darío había entrado y descubierto a la pequeña, con una banditcurita en la mano, mientras mantenía el dedo, sangrante, en alto.
  Liz recuerda que él se había molestado, pero en cambio Mabel, se había limitado a curarle correctamente el dedo y a decir:
--Lo intentaste. La próxima vez saldrá mejor--. Darío había replicado.
--¿la próxima vez? Pero si ella no ve. ¿cómo le vas a decir que la próxima vez? --.
  Liz termina de cortar el bizcochuelo, mientras vuelve a la realidad.
--Acá tenés, Sarah. Probalo y decime. Si se parece al de la panadería de la esquina, te voy a dar cincuenta pesos. Si no es de panadería, me vas a tener que pedir disculpas y vas a aprender a no juzgar por las apariencias--. Dice Liz, entregándole una de las doce porciones.
--Disculpa, Liz. No es de panadería--. Refunfuña la adolescente, con la boca llena y dejando escapar algunas migajas.
--No te preocupes, Sarah, pero la próxima vez, no seas tan impertinente con tus invitados-. Dice Liz, sentándose otra vez.
--¿Qué querés tomar, Liz? Y ¿vos, Frank? --. Dice Javier. “si alguien podía cerrarle la boca a su hermana, esa era, sin duda, Liz” piensa.
--Nada, corazón, muchas gracias--. Dice Liz, dándole un trozo de budín a Elleb, que se sienta en las rodillas de su padre y come.
--¡ah, pero si es toda una señorita! --. Exclama Darío, conteniendo a duras penas las lágrimas que pugnan por escaparse, ante la vista de su hija, sentada allí, poniéndole el bizcochuelo en la mano de la niña y limpiándole de migas el bonito chaleco.
  Frank sonríe, orgulloso y dice:
--Así es. Elleb es toda una señorita, no molesta ni hace rabietas por nada del mundo--.
--Bueno --. Dice Liz, deseando irse de aquella casa. Los temas de conversación, son cada vez más forzados y a ella no le gusta nada la zona en la que están.
--En cuanto a las clases de Javi, yo preferiría que, si él puede, vaya a casa, así pueden empezar lo antes posible--. Continúa.
--¿cuánto nos van a doler las dichosas clasecitas de inglés? --. Dice Antonia, pensando siempre en su bolsillo.
--No les van a costar nada, señora. Yo ya hablé el tema con mi marido y con… con su esposo y acordamos que, por esta vez, le vamos a ayudar sin cobrarle, en memoria de… de un conocido mutuo desde hace muchos años--. Dice Liz, a quien el desagrado que le provocan, su hermanastra y madrastra, aumenta a cada instante.
-Así es, señora. Yo voy a asistir a Javier con el idioma, pues yo soy nativo de América del norte y…--. Dice Frank, a quien tampoco le agradan Sarah y Antonia.
--Si sos yanqui de verdad, decí algo en inglés y vos contestale-. Desafía Sarah.
  Liz, ya harta de la muchacha, dice:
--Muy bien--. Y comienzan a charlar en inglés con Frank, ante la admiración de Lejeoune, que nunca escuchó a Liz hablar aquella lengua.
--Detesto a mi madrastra y hermanastra. Sabía que no era buena idea venir aquí--. Dice Liz.
--a mí tampoco me agradan. La niña es muy mal portada y la madre… no comprendo que tu padre dejara a tu madre por esta señora-. Responde él, siempre en inglés.
--¿conformes? --. Dice Liz, volviendo al español.
--Sin palabras--. Dice Darío. Es increíble que Liz, la Liz que él engendró y que nació ciega, hable así inglés.
--También hablo francés, Sarah--. Agrega Liz, tomando su celular y llamando un taxi.
--Yo los acompaño a la puerta--. Se apresura a decir Darío, levantando a Elleb.
  Giovanni le advirtió que no hiciera nada tonto, pero cuando vio a la niña paradita junto a su madre, no pudo refrenar el impulso de tomarla y simplemente lo hizo.
--Recuerda el desnivel--. Dice Frank a Liz, cuando salen.
  La lluvia pasó de ser una ligera llovizna, a una lluvia continua y gris. El olor del canal cercano impregna el aire, mezclado con el montón de basura rota en la vereda y el olor a perro mojado.
--Liz, gracias. Nunca me había imaginado que hablabas el inglés así y le has cerrado la boca a la Sarah--. Dice Lejeoune, devolviendo a Elleb con su madre, mientras Frank abre un paraguas.
--Creo que nunca te imaginaste nada. Fue por eso que nunca entendiste nada, porque no te tomaste el tiempo de ver más allá. Solo mirabas lo negativo de tenerme como hija y nunca te pusiste a pensar que yo solo necesitaba un empujón. ¿sabes, papá? No me hubiera importado que no nos pasaras un mango, si hubieras sido un padre presente--. Dice Liz, muy seria.
  Cuando Darío va a decir algo más, el taxi llega y Javier sale a despedirse.
--Nos vemos, chicos. Gracias por venir y por el bizcochuelo, estaba riquísimo--. Dice, besando a Liz y Elleb y estrechando la mano de Frank.
  Cuando se hubieron marchado, Darío y su hijo volvieron dentro.
--¿desde cuándo vos tan cariñoso con críos ajenos? --. Reprocha Antonia a su marido.
--Mira, Antonia. Estoy cansado como para escucharte a vos y a tus estupideces--. Replica él, entrando al pequeño cuarto.
--¿verdad que es admirable, mamá? --. Dice Javier, tomando el último trozo de budín.
--Ajá, muy admirable--. Dice Antonia, muy a su pesar.
--Este baboso está tarado por esa mina--. Apunta Sarah, furiosa, por haber perdido el trozo de bizcochuelo.
--Y vos la odias, porque ella es mejor de lo que vas a llegar a ser vos en toda tu vida y porque, como vos, tan educadamente decís, “te cerró el culo” --. Dice Javier, riendo.
  Frank decidió sentarse junto a Liz, en el asiento de atrás.
--¿estás bien? --. Le pregunta, pasándole la mano por sus mojados cabellos.
--Sí, estoy bien.--. Dice Liz, tomándole la mano y agrega con una sonrisa.
--Al menos no me dio la manzana envenenada--.
  Llegan y pagan, mientras el taxista dice:
--Les recomiendo que no vuelvan para ahí. Esa zona es medio fiera para andar paseando y yo entré porque los del barrio me conocen--.
--Sí. Esa zona no es lo mejor, pero no creo que volvamos a ir. De todas formas, gracias--. Responde Liz, cerrando la puerta.

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