Julio ya mediaba. Liz se levantó para volver a clases después del receso invernal, aquel frío y nublado lunes. Se despidió de su familia y salió rumbo a su trabajo.
Marizza estaba levantada ya y mientras planchaba la camisa de Julián, se decidió. Debía disculparse con su hermana. Esta situación no podía seguir así.
Tomó el teléfono y marcó el número de Liz, que dio ocupado:
--Por fin que quiero hablar, la señora lo tiene apagado u ocupado--. Dice, colgando.
Mientras deja la plancha, se decide. Irá a casa de su hermana el fin de semana y hablará con ella, le preguntará cuál es el enredo que le dijo el sueño y tratará de ayudarla.
--No sé cómo, pero la voy a ayudar--. Dice en voz alta, mientras recuerda las veces que Liz la ayudó, tanto en su relación con Jules, como con todo lo otro.
Liz fue para ella, su amiga, la persona a quien podía preguntar todo lo que no se animaba a preguntar a su madre, un apoyo incondicional para que no dejara a Julián y una roca en los momentos de desesperación.
La muchacha recordó las veces en que Liz le había dicho que el perdón era lo más importante y le había insistido para que se lo otorgara a Darío.
“Perdonarlo no significa ir a buscarlo, darle un abrazo y decirle papá. El perdón es simplemente librarte del rencor y decirte a vos misma, “estás en paz, Darío. No me debes nada y yo no te debo nada”” recordó que le decía, cuando su madre sacaba a relucir el tema “Darío” ya sea por ver algo en Facebook, o por alguna foto o recuerdo.
Marizza se oyó a sí misma, diciendo a su hermana mayor, medio en broma, medio en serio.
“Vos no tenés maldad, Liz. Sos un conejito en un campo de flores, sosteniendo un algodón de azúcar rosa”
Liz solía reírse y decir, mientras le presionaba, cariñosamente las mejillas.
“no es que no tenga maldad, pero el rencor y el odio no es bueno. A la única que le hace daño es a vos”
Terminó de planchar, mientras se decía que no importaba lo que su hermana dijera, ella no le daría el perdón a su padre biológico, ni, aunque se lo pidiera en el lecho de muerte.
El recuerdo le llegó como una ola.
Liz tenía una foto, de ella en brazos de Darío, cuando era bebita y ella, Marizza, la había descubierto a los tres años, mientras rebuscaba en una caja.
--¿quién es, Liz? --. Preguntó señalando la foto.
--¿quién es quién? Acordate que no puedo ver las fotos, corazón--. Había contestado su hermana.
--Hay un señor que te tiene a upa--. Dijo la pequeña, mirando aquella foto fijamente.
Aquel hombre no era su papá, o al menos no el papá que conocía y su mente de niña, no comprendía el porqué de que su hermana estuviera en brazos de aquel desconocido, ni tampoco el titubeo de su respuesta, ni que Liz, quien solía inventarle cuentos para que se durmiera, no tuviese la respuesta lista.
--Eh… es…. Es… es un señor que… que… conocido de la mamá--. Tartamudeó finalmente.
Unas semanas después, Liz le había dicho a su madre, mientras guardaban la ropa.
--Es necesario decirle a Marizza toda la verdad, mamá. No es tonta y es mejor que se lo expliques ahora, que comenzó a hacerme preguntas--.
Esa tarde, como si el destino decidiera que aquel era el momento adecuado, la oportunidad de confesar de Mabel, se presentó, cuando la pequeña Marizza, con el álbum de fotos en la mano, se acercó a su madre y preguntó:
--¿quién es él, mami? --. Señalando una foto.
Liz se puso de pie y se apoyó contra la puerta del cuarto y Mabel dijo:
--Ese señor es tu papá. Él se fue cuando vos eras bien chiquita porque… porque… porque no quería comprarles ropa--. Había sido la verdad, a medias, proferida por su madre.
--El papá, Cesar, es tu papá del corazón--. Dijo Liz, interviniendo.
--Desde ese instante comencé a odiarlo--. Dijo Marizza, volviendo a la realidad, cuando sus gemelas se despertaron.
Liz terminó su jornada y luego de despedirse de Lili, salió rumbo a la parada.
Mientras iba caminando, sumida en sus recuerdos, reflexiones y pensando en aquella larga noche de pesadillas, una mujer se acercó y le puso una mano en el hombro.
La joven, distraída, dio un respingo y dijo, mientras la garganta se le estrechaba de puro y líquido miedo, que le subió, amargo.
--¡por favor, no me hagas nada, acá tenés el teléfono, pero no me hagas nada! --. Dijo y le tendió el celular sin resistirse. Sabía que sería inútil pelear y prefería entregar el teléfono y salir de aquel aprieto.
La mujer sonrió. Era natural aquel comportamiento. Todos lo tenían, pues esto era Tucumán, el jardín de la república y el centro de reunión de los amigos de lo ajeno.
--¡Tranquila, hija, no quiero el teléfono! --. Dijo, para tranquilizarla.
--Eh... ¿entonces que desea, señora? --. Respondió Liz, con la boca seca y la adrenalina corriendo por su torrente sanguíneo.
--Este… necesito hablar con vos, hija. Es algo importante--. Dijo la desconocida, guiándola hacia el rincón que formaba la entrada de un local de zapatos.
Liz estaba intrigada. Las personas desconocidas no se le acercan a una para hablarle de algo importante, al menos que sean ladrones fingiendo ser otras personas para despistar, o vendedores de perfumes o de alguna tarjeta de crédito.
--Soy Samanta López--. Se presentó la extraña.
Liz registró en su mente la cascada voz de la mujer y luego, deseando llegar al punto para poder ir a casa a almorzar, preguntó con toda la amabilidad que tenía a la una de la tarde, después de limpiar a uno de los chicos, que se había orinado, de que le dijeran que Adriana había desaprobado el examen de inglés y de pasarse toda aquella mañana trajinando con diez chicos y sin comer nada desde el desayuno.
--¿en qué puedo ayudarla, Samanta? --.
--¿podemos ir a algún lugar un poco más privado? --. Preguntó Samanta, considerando que el tema del que quería hablar con aquella joven, no era el más adecuado de tratar en la puerta de una zapatería.
Liz suspiró. Detestaba a la gente que daba vueltas para decir algo.
--¿por qué no me acompaña hasta mi parada y hablamos por el camino? Estoy rendida y en casa me esperan, impacientes, mi marido y mi bebé, para almorzar--. Propuso a la mujer, quien aceptó, dándose cuenta de que la muchacha estaba realmente agotada.
Samanta se colocó junto a la joven y en cuanto ella le puso la mano en el hombro, sintió el poder y la fuerza que la recorrían, como un exceso de calor.
--La escucho, señora--. Dijo Liz, quien supo, en cuanto rozó la piel de aquella desconocida, que debía poseer algo de magia.
Samanta comenzó a hablar. Se había decidido. Debía ayudar a aquella muchacha, aun sabiendo, en cuanto la escuchó hablar, que no formaría parte de la triada.
Le contó todo, desde el inicio. Le habló del odio alimentado por Cristina desde hacía mucho tiempo, le dijo que ella, Cristina, pertenecía a su aquelarre y que ella, Samanta, estaba sujeta a ayudarla por un juramento, pero que todo aquello se le había descontrolado.
Le explicó cuál era el plan de Cristina, que habían invocado al espíritu de su difunto suegro para que los hundiera y que, al mismo tiempo, don Jadur había sido atraído por el amor y el pañuelo.
Mientras Liz la escuchaba, el asco y el terror, se mezclaban. Le parecía increíble que Cristina estuviera tan dispuesta a destruirla y lo peor, por algo que ella ni siquiera comprendía.
--¿qué se supone que debo hacer ahora? —Logró articular, cuando la mujer terminó de hablar y mientras llegaban a la parada.
--Vine a ayudarte. Sé que esto es muy peligroso, porque el aquelarre es muy cerrado, pero no me parece justo lo que tu tía está haciendo--. Explicó Samanta, mientras se detenían.
--Lo primero que debes hacer, es no decirle a tu marido y mucho menos a tu suegra, que el fantasma de sus sueños es real, porque el miedo debilita y lo que menos necesitamos ahora es debilidad--. Comenzó a instruirla la bruja.
--No se preocupe, no pensaba decírselo. No tiene idea lo que fue despertarme con los gritos de mi marido, que lloraba como un niño y luego mi suegra--. Dijo la muchacha, pensando, “¡dios, si existes, ayúdame ahora!”
--Lo imagino, hija. Vos tenés un gran poder. Puedo sentirlo. A las brujas se nos entrena para eso--. Dijo Samanta, con voz tranquilizadora.
--Yo no soy bruja, Samanta--. Dijo Liz, quien no se consideraba una bruja.
--Si lo sos, criatura. La diferencia entre vos y Cristina, es que vos naciste con el don y sos una buena persona, nunca dañaste a nadie, ¿verdad? --. Preguntó Samanta, mientras Liz pensaba que todo aquello era una gigantesca y maldita locura.
--No. Nunca dañé a nadie, creo que…--. Dijo la muchacha, mientras rogaba que el colectivo ya no tardara.
--No está en tu naturaleza--. Completó la bruja, pensando que aquel poder era innato y dándose cuenta de que la muchacha había aprendido a dominarlo por sus propios medios.
--Cuando llegues a casa, ocúpate de poner un círculo de sal en la puerta. Planta una ruda y una salvia, en contra de la envidia. Cinta roja en el puño de tu hija, marido, suegra y en el tuyo, una medalla de san Benito, en el cuello de tu nena y marido--. Comenzó con su lista Samanta, rápidamente, antes que llegara el micro.
--Consigue agua bendita y limpia tu casa todos los viernes y martes, usando agua y vinagre de manzana. Usa ese poder para proteger a los tuyos, por más desgastante que sea y no confíes en tu abuela--. Concluyó, entregándole un papel, en el que se encontraba anotado el número de su celular.
--¡cualquier cosa no dudes en llamarme, no importa la hora! --. Gritó Samanta, cuando la muchacha estaba ya en el asiento del colectivo.
Frank aguardaba a su mujer en la parada. Esa mañana mr. Sinclair le había llamado y ofrecido la oportunidad de un viaje, con familia incluida y estaba deseando comentarlo con ella y que Liz aceptara ir.
Cuando el coche se detuvo, Liz se deslizó por los cuatro escalones y él la recibió con un beso. --¿cómo estás? ---. Le preguntó, mientras ella le devolvía el beso.
--Un poco cansada, pero bien--. Le respondió, poniéndose en camino a casa y pensando en todo lo que Samanta le había dicho.
Cuando llegaron, Elleb aguardaba a su madre, con un gorrito blanco en la cabeza.
--¡hola corazón! ¿Cómo te portaste? ¡pareces un muñeco de nieve! --. Saludó Liz a su pequeña, envolviéndola en un abrazo y plantándole un beso en cada mejilla.
--¿Te gusta? --. Inquiere Michelle, saludando a su nuera.
--¡muy bonito! --. Dice la muchacha, yendo a su cuarto a deshacerse de su ropa de trabajo.
Después de comer y una vez todo limpio y guardado, Michelle se fue a su cuarto.
--¿sabes? Me llamó Josef, esta mañana—Dijo Frank, mientras Liz se sentaba, con Elleb, quien se había negado a irse con su abuela en las rodillas.
--¿cómo están todos por ahí? --. Preguntó la joven, mientras su niña buscaba el pecho.
--Todos están muy bien. Te mandan saludos. Josef me llamó para preguntarme si deseábamos ir a los Estados unidos y participar en la cena de navidad de la compañía este año--. Dijo él, deseando que Liz aceptara.
--¿quieres ir? --. Inquirió ella, haciendo una mueca, cuando Elleb mordió sin querer el pezón izquierdo.
--pues… si no tienes inconvenientes… la verdad es que me encantaría asistir--. Respondió Frank, titubeante.
--¡ay amor! ¡no voy a comerte! --. Dice Liz, riendo ante el titubeo.
--¿no? ¡rayos! No tendría inconveniente en que lo hicieras--. Le susurra él, riendo.
--¡Frank! --. Ríe ella, mientras la pequeña se desprende de su pecho y baja de su regazo.
Frank suelta la carcajada y besa a Liz en el pómulo. Luego, levantando a Elleb, dice:
--Voy a tener la oportunidad de presumirlas a todos los de la compañía, inversores y socios. ¿quieres ir con la abuela? --.
--¡mamá! --. Dice la niña, retorciéndose en sus brazos.
--Déjala, no importa. Voy a recostarme un momento y me levanto a transcribir unas cosas para Adriana--. Dice Liz, tomando en brazos a la niña y dirigiéndose a su dormitorio, seguida por su chico, quien cierra la puerta, mientras ella quita los zapatos y el gorro a la niña y la mete en la cama, en medio de los dos. Frank toma su portátil para confirmar a su jefe la asistencia a la cena de navidad. Josef le dijo que, si aceptaban, ellos se encargarían de enviarle los tres pasajes de avión y obviamente se quedarían en casa de los Sinclair.
Liz se durmió en cuanto puso la cabeza en la almohada. Estaba realmente cansada y todo lo que aquella bruja le había dicho había terminado de agotar sus últimas fuerzas.
Darío estaba trabajando en los laboratorios. Ya solo le restaba acabar de pintar las paredes y la obra estaría lista.
“Si no me hubieran dado el trabajo, no hubiese encontrado a la Liz, conocido a mi nieta y obtenido el perdón de mi hija” pensó, mientras el rodillo giraba.
La diabetes había seguido comiéndolo por dentro, a lo mejor de forma más lenta, pero igual de corrosiva y aquel hombre comenzaba a sentir que los años le pesaban sobre su espalda y estrechaban sus vías respiratorias, convirtiendo sus respiraciones en jadeos superficiales.
“Ya se acerca la hora” se dijo, mientras sentía el dolor en el costado.
“al menos moriré tranquilo, sabiendo que mis hijos conocen a sus hermanas y que al menos Javier, será protegido por la Liz, pero me falta conseguir el perdón de Marizza y eso va a ser lo más difícil” se dice, mientras se lava las manos.
Lejeoune es plenamente consciente de que su hija menor, cultiva un rencor desde que era muy pequeña. Sabe también, que Liz intentó arrancar ese rencor del pecho de su hermana y que no pudo moverlo de allí.
--Entende, papá, ella no conoce otra figura paterna que no sea Cesar. Para Marizza vos sos un extraño, que la abandonó cuando era una criatura y no tiene recuerdo alguno--. Le había hecho ver Liz, cuando, mientras él esperaba a Javier para llevarlo al dentista a la salida de la escuela, se la había encontrado en la puerta, enseñando a su alumna a manejarse con el… no se acordaba como era que se llamaba ese palito.
Aquel sábado, Marizza se levantó y preparó una tarta de limón, la favorita de Liz, para ir a tomar mate con ella a la tarde y reconciliarse con su hermana, su cuñado y su sobrina.
Mientras batía el merengue, recordó a Liz, diciéndole, mientras preparaban galletas de chocolate, “hay veces en las que hay que tragarse el orgullo. Está bien tenerlo, para usarlo cuando sea necesario, pero ese orgullo te puede llevar a mandarte alguna macana”
--¡ay, hermana! La verdad que debes ser adoptada--. Se dijo, decorando la tarta con el merengue.
Esa mañana, Liz decidió quedarse en cama un poco más de lo acostumbrado en fin de semana.
Frank la dejó descansar y se levantó a desayunar y prepararlo todo para sus clases. Javier no tardaría y quería tenerlo todo listo. El joven estaba impresionado por lo adelantado que iba el muchacho. Solo le faltaba ajustar un poco la pronunciación, pero eso lo iría adquiriendo con el tiempo, según palabras de Liz.
Elleb se levantó, ignoró el desayuno, ofrecido por su padre y entrando al cuarto, donde su madre seguía durmiendo, se subió a la cama y se tendió junto a ella, con su cabecita apoyada en el pecho de Liz.
--¡ven, cielo, deja dormir a mami! --. Susurró Frank, siguiendo a la chiquilla e intentando levantarla.
La niña, que había comenzado a cerrar los ojos, se agitó y protestó, despertando a Liz, quien suspiró y dijo a su marido, mientras unos golpes en la puerta se dejaban oír.
--Ssshhh…. Déjala, vida, no importa. No está molestando y así te deja trabajar a vos...--Y acomodó a su hija de forma que pudiera volver a dormirse.
--Si me necesitas…--. Agrega la muchacha, con un suspiro y cerrando los ojos.
Frank sale a mirar quien es, cuando su madre entra y dice:
--En la puerta está el chiquillo, tu alumno, acompañado de un hombre. ¿qué hago? --.
--Ya voy yo, no te preocupes--. Dice el muchacho, saliendo.
Efectivamente, en la puerta está Javier y junto a él, Darío, apoyado en el pilar.
“Este hombre está caminando a paso lento, pero seguro hacia la muerte” se dice Frank, mirando el semblante pálido y agotado de su suegro.
--¡Hola, “profe”! --. Dice Javier, sonriendo.
--Disculpa, Frank, pero mi papá insistió en venir conmigo, espero que no tengan inconvenientes--. Explica el adolescente, mirando a su padre.
Javier presiente que el momento de separarse de su padre para siempre, se acerca más y más, con cada día que pasa.
Frank duda. No sabe si Liz estará lista para recibir aquella sorpresa. Finalmente se decide y abriendo la puerta, dice:
--¡Buenos días a los dos! Pasen, por favor--.
Darío penetra en el pequeño comedor. Michelle está allí, terminando de recoger la mesa del desayuno, cuando él llega junto a la mesa y sin pedir permiso, se deja caer en una silla.
Michelle termina con lo suyo y se vuelve hacia las visitas.
--¿cómo está, señora? --. Saluda Javier, en un inseguro inglés.
--¡Hola, Javi! Estoy muy bien. ¿y tú? --. Responde Michelle, sonriendo, también en inglés. Liz le explicó la importancia de que el jovencito hablara fluidamente el idioma.
--¿dónde está la Liz? --. Pregunta Darío, al no encontrar a su hija en la cocina.
Michelle se gira hacia el hombre y lo recorre con los ojos.
Es alto, delgado, aunque por sus mejillas hundidas, se nota que, en otro tiempo, estuvieron llenas y con un mejor aspecto. Tiene el pelo y la barba largos y las cejas le encapotan los ojos, llegando casi a rozarle las pestañas y sin división entre ellas.
--Está descansando--. Aclara Frank a su suegro, deseando que nadie de casa de Mabel aparezca.
--Voy a despertarla, Darío--. Dice, saliendo hacia su cuarto, mientras Lejeoune y Michelle se miran.
--¡Liz, despierta, amor! Tu padre está aquí y quiere verte--. Susurra Frank, sacudiendo a su mujer con suavidad, para no despertar a Elleb, que duerme profundamente, acurrucada contra el cuerpo de su madre y con un brazo de Liz rodeándola.
--¿Cesar? ¿qué quiere? Espero que no sea para que busquemos a…--. Dice la muchacha, despertando
--No, Cesar no. Tu padre, Darío--. Aclara Frank, interrumpiéndola.
--¿¡Darío?! ¿qué hace acá? --Dice ella, incorporándose en la cama.
--Vino con Javier y no tuve más remedio que dejarlo entrar. Está sentado en la cocina junto a mi madre y…--. Explica Frank, mientras Liz abre las mantas y baja los pies al frío suelo.
--Está bien. Voy en un minuto—Asiente la muchacha, preguntándose cuál será el motivo de la visita intempestiva de su padre.
Liz se queda sola en el cuarto, cuando un golpe en la puerta la sobresalta.
--¡Un segundo, vida! --. Dice, pensando que es Frank, quien toca, creyéndola dormida otra vez.
--No soy Fran--. Dice la voz de Darío y Liz se dice que su padre se debilita por momentos.
“la torre más alta cae primero” solía decir su abuelo.
---Entra D.… papá--. Dice, mientras se apresura a abrocharse el sostén y ponerse la remera.
Darío abre la puerta y traspasa el quicio, entrando al cálido cuarto, con aroma al perfume de Frank, el de Liz, mezclado con el aroma dulce del deseo y algo más, algo indefinido, una fragancia fresca, floral, “olor a amor” se dice Lejeoune, aspirando con fuerza.
El hombre se aproxima a su hija y se queda embobado, mirándola allí, sentada en la cama matrimonial, con las zapatillas puestas a medias, el rizado cabello hecho un revoltijo, cayendo en una ondulante cascada por sus hombros, el rostro blanco, de piel sin manchas y con el sueño en los ojos, que va borrándose poco a poco.
--Ahí hay una silla, D…. papá. Podés sentarte, si querés--. Dice Liz, mientras a lo lejos, se escucha a Javier, dando su oral y las pacientes correcciones de Frank, con algunos aportes de Michelle.
Darío da con la silla, en la que usualmente Liz deja su chaqueta, pero que ahora está libre de ropa y se sienta.
Está frente al lado de la cama en el que sigue durmiendo, imperturbable, Elleb y mira a su nieta, acurrucada, mientras una sucesión de recuerdos le cruzan los ojos.
Liz recién nacida, conectada a tantas sondas, con la máscara de oxígeno. Liz gateando por el suelo, sin chocar con nada.
Liz, a los tres años, jugando con él con unos bloques de lego. Su hija, diciendo que quería ser profesora para chicos especiales, a los seis años, mientras él le rebatía diciéndole que tenía que ser abogada.
Luego seguía una parte en blanco, una secuencia de años vacíos, sin ella.
Los últimos flashes, son una secuencia de Liz dándole RCP, en una plaza, las tardes parado frente al instituto, el día que se enteró de que ella se iría del país, cuando la escuchó decirle que el perdón le había sido otorgado y conoció a su nieta.
--Me voy a morir--. Dice, encontrando las palabras.
--¿te sentís mal? ¿querés qué…? --. Dice Lizbeth, saltando de la cama y acercándose a su padre, mientras las lágrimas le escuecen los ojos.
--No, hija, no te preocupes. No me siento mal, pero es verdad que me voy a morir--. Dice él, sentando a su hija de casi treinta años en sus delgadas rodillas.
--No hables así, papá. Giovanni me dijo que estás mejor de la diabetes y..--. Dice ella, mitad furiosa, mitad triste y confundida.
--El azúcar está controlada, pero antes de que yo lograra controlarla, ya me cagó los riñones, el corazón, la vesícula, me jodí el hígado con tanto alcohol y los pulmones por los años de fumar y del ojo izquierdo no veo casi nada--. Explicó Lejeoune a su hija, quien se dijo, “¡te esforzaste, mierda! Te esforzaste en cagarte la vida de arriba abajo”
--¿por qué viniste? --. Pregunta, finalmente, levantándose de sus rodillas, suponiendo que su peso es bastante para la fragilidad del cuerpo de aquel hombre.
--Quiero verla a la Marizza, Lizbeth--. Dictamina Darío, con algo de tristeza, porque ella se alzó de su regazo.
Liz suspira. Sabe que su hermana preferiría beberse un preparado de cianuro de potasio, mezclado con arsénico, antes de hablar con Darío.
--No creo que sea una muy buena idea, papá. Marizza te odia y por ella podés morirte ahora y si sufrís en el proceso, mejor--. Terminó por decir, concluyendo que lo mejor era sincerarse para no darle falsas esperanzas.
--Ya sé, hija. Tengo claro que tu hermana me daría muerte con sus propias manos y que disfrutaría--. Dice él.
--Pero ¿sabes? Me lo merezco y no se lo reprocho, pero sé que ella tiene también un hijo y quiero conocer a mi nieto antes de…--. Continúa, mientras Liz le tapa la boca, evitando que deje salir la última palabra.
--Mira. No sé si sea posible eso. Lo que puedo hacer, es darte una foto de las gemelas, porque yo no me hablo con Marizza desde hace más de un mes, por un problema que tuvimos--. Dice la muchacha, pensando que ya van a hacer dos meses de aquella pelea y su hermana no pensó contestar sus llamadas, ni llamar ella.
En ese momento, el teléfono de Lejeoune suena.
--Me tengo que ir a trabajar, me acaban de llamar para hacer el piso de una casa—Informa a su hija, levantándose.
--Está bien. Por Javi ni te preocupes, se queda a comer acá y después siguen con Frank, para que mañana pueda estudiar para matemática, que rinden el miércoles--. Dice Liz, abriendo la puerta, justo cuando Elleb decide despertar y bajarse de la cama.
--Quédate ahí. Ya te traigo los zapatos y te levantas--. Dice la joven madre, autoritaria y sale hacia el cuarto de al lado.
Cuando vuelve, Elleb está en las rodillas de Darío y ríe.
--Es muy bonita, Liz. Yo sé que vos no podés verla, pero tiene tu cara a esa edad--. Dice Darío, con el orgullo y la felicidad por tener a la niña consigo, pintados en la voz.
--¡ay, papá! No aprendes más, ¿no? No importa que yo no pueda verla, sé que mi hija es preciosa, porque yo la tuve en mi vientre nueve meses, porque nació de la mezcla del amor entre Frank y yo--. Dice la muchacha, suspirando y colocando los zapatitos en los pies de su hija, que sigue sentada en las rodillas de su insospechado abuelo.
--Me voy, Javi. Pórtate bien y hacele caso a tu… a Liz y a Frank--. Dice Darío, saliendo por la puerta.
--No se preocupe, Darío. Hoy Javi come con nosotros y siguen con el estudio--. Dice Liz, reteniendo a Elleb, que hace el intento de seguir a Darío.
Esa tarde, Marizza se presentó en casa de su hermana, con sus gemelas y el Lemon pie en las manos.
Cuando Frank salió a abrir, se sorprendió de ver a su cuñada y sobrinas.
---¿Lemon pie gratis? --. Dijo la muchacha, insegura.
--¿prometes no arrojármelo en la cara? --. Pregunta él, con una sonrisa en el rostro y abre la puerta.
--Tu hermana está dentro y está mi alumno también--. Dice Frank, levantando una niña en cada brazo y entrando detrás de Marizza, luego de cerrar la puerta.
Liz está ayudando a Javier con su pronunciación, cuando Marizza entra y carraspea.
--¡no dispares! ¡vengo en son de paz! --. Dice, mientras Liz se pone de pie, alerta.
Liz se acerca y luego de quitarle de las manos la tarta, da una bofetada, no muy fuerte, en el rostro de su hermana menor.
--Por tonta y orgullosa, Marizza Lej…. Husein--. Dice, estrechándola luego de golpearla.
--¡Perdón Liz! La verdad es que me merecía la bofetada y te prometo que no voy a ser tan orgullosa, o al menos voy a intentar--. Dice, en el pecho de su hermana.
Luego, volviéndose hacia Frank, que está de pie detrás de ella, agrega:
--Perdóname vos también, cuñadito. También me comporté como una tarada con vos. No tendría que haber dicho que no quería que volvieran. Ahora entiendo que la responsable de todo esto fue mi abuela--.
--No te preocupes, Marizza. Yo ya te perdoné. Imagínate si no supiera perdonar con rapidez viviendo con tu hermana…--. Dice él, estrechándola.
--¡Hola! --. Saluda Javier, levantándose y acercándose.
--¡ah, Javi! Mira, ella es mi hermana, Marizza y ellas dos son mis sobrinitas, Aziza y Zareen--. Hace las presentaciones Liz.
--Mari, él es… es Javier… Lima, el alumno de Frank--. Dice, mientras Marizza da un beso en el delgado rostro del que es su hermano.
--Suficiente estudio por el momento--. Dice Michelle, a quien Javier le cae muy bien.
--Vamos a disfrutar del pie de Marizza y tomarnos una taza de té y luego te vas a casa, Javier. Ya es muy tarde--. Sigue, mientras Frank recoge los apuntes.
Así se quedan, los tres hermanos, en compañía de su familia, disfrutando la tarta y el té.
Cada uno piensa en cosas distintas.
Liz piensa en Darío y en lo cerca que está de su final.
Javier, en su madre y en su hermana. ¿qué harán si su padre muere?
Frank se imagina el momento en que tengan que revelar al chiquillo y a Marizza la verdad.
Marizza, piensa en Liz y agradece al cielo que esta la perdonara y Michelle, quien mira a Liz, se da cuenta que este momento es crucial para ella. “Darío es una torre tambaleante” se dice, recordando cuando Frank le contó la historia de su nuera.
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Oportunidades en la vida
De TodoLizbeth decidió dejar su vida atrás y aventurarse en las azules aguas del océano, en busca de algo que es casi imposible de conseguir: escapar de un pasado que le dejó profundas heridas, algunas aún sangrantes, y otras que parecían casi curadas pero...