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El cliché de la excusa para evitar a alguien. Wolfstar.

El verdadero problema de Sirius Black no era encontrar una chica dispuesta a meterse a un armario de escobas para pasar el rato. Era que la chica en cuestión perdiese el interés por él, una vez que sucedía.

¿Qué podía decir? Era demasiado encantador para su propio bien.

Sin embargo, lo lamentaba tanto cuando tenía que escabullirse fuera de las Tres Escobas, para perder de vista a la bruja de intercambio que pensaba que una sesión de besuqueo y unas manos metidas bajo su camiseta eran sinónimos de casarse al graduarse, tener hijos. ¡Sirius sólo pasaba un buen rato, por Merlín! Se lo dijo antes de empezar. Dos veces. Y cuando él decía algo así, lo hacía en serio, ¿qué les daba la impresión de que cambiaría de opinión al terminar? No era tan imbécil para mentirle a una chica sólo para conseguir otra sesión en un armario de escobas.

James se carcajeó de su desgracia cuando le pasó por un lado, corriendo. Iba de la mano de Lily y lo asqueaban con su melosidad de primeros seis meses de noviazgo. No soportaba mucho tiempo con esos dos.

Peter estaba desaparecido, como de costumbre, así que no valía la pena intentar buscarlo para que lo sacase del aprieto. Su objetivo, su opción viable, era la salida usual, el que nunca le fallaba y el único al que se le ocurriría pedirle lo que tenía en mente.

Remus.

Moony seguro entendería. Siempre lo hacía. Era el mejor amigo del mundo mágico, de un modo completamente diferente a James.

Cuando la bruja lo alcanzó, gritaba que se detuviese, asustada por su reacción cuando le preguntó si quería ir a cenar con sus padres el próximo fin se semana. Al recordarlo, Sirius se sintió con más energía para correr. Al final de la calle, divisaba a Remus, desgarbado dentro de ropa demasiado holgada, cargado de libros recién comprados, más ojeras que cara. Sí, ese era su moony.

Corrió más rápido, ignorando el ardor en su pecho y la garganta a causa de la falta de aire. Frenó a tiempo para evitar una colisión. Al sujetarlo del cuello de la túnica, lo hizo con tal brusquedad que a Remus se le resbalaron los libros que cargaba. Tenía una réplica en la punta de la lengua, lo sabía por la expresión recriminadora que ponía, pero lo ignoró y miró por encima del hombro.

La bruja se había detenido a unos pasos de distancia. Sirius soltó lo primero que se le ocurrió.

—¡Soy gay! ¡Soy increíblemente gay! Me di cuenta hace poco, lo siento- ¡soy más gay que el más gay que hayas conocido!

Tras decir esas palabras, estampó sus labios con los de su compañero, rogando que no lo maldijese y le siguiese la corriente. Fue más una agresión que un beso al principio; tosco, duro, desordenado, sin un solo toque de consciencia. Luego, despacio, unos brazos le envolvían el cuello, lo atraían más cerca. Remus era una presencia cálida con la que valía la pena fundirse; un chasquido de labios, un roce húmedo de la lengua a manera de invitación, un movimiento más cuidadoso, más intencionado.

Olvidó que no tenía aliento, que corría, que los veían, que tenía un motivo. El motivo, el único que podía importarle en ese momento, era que Remus sabía a chocolate y a Remus, y aunque él no era fanático empedernido del chocolate, sentía que no podía haber mejor combinación, que se pasaría la vida entera prendado allí, jugando con su lengua, mordisqueándole el labio, succionando, y todavía lo encontraría fascinante.

No creía que alguien más en el mundo besase así.

Cuando se apartaron, Remus jadeaba, Sirius emitió un vago sonido de protesta. Lo envolvió en sus brazos, tiró de él y volvió a besarlo, sin importarle dónde estaban y cómo empezó aquello. Quería más. No podía detenerse tras haber comenzado. Moony tampoco exigía que lo hiciese, enredándole los dedos en el cabello, en lugar de alejarse, soltando un ligero ruido gutural que lo encendía más que cualquier otro contacto, en vez de ser el razonable.

Resultó que el problema real no eran los armarios, ni las chicas, ni el temor al compromiso. Era más divertido meterse al mismo armario con Remus e ir por cervezas de mantequilla después, sin que a ninguno se le pasase por la cabeza la demente idea de estar juntos toda la vida, a pesar de las sonrisas tontas que se les plasmaban en las caras.

ClichéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora