Capítulo 2

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A veces siento como si estuviera atrapada en una enorme caja de metal, una que no tiene puertas ni ventanas y, que no importa lo mucho que luche o cuanto trate de escapar, no hay manera alguna de hacerlo.

Es muy común sentir que me ahogo, o que moriré sola por falta de oxígeno y rodeada de la más densa oscuridad.

He experimentado aquella sensación miles de veces, trato de buscar una salida en medio del caos en el que los últimos años se ha convertido mi vida. No obstante, todo el esfuerzo resulta inútil, como si el mismo universo gritara a mi oído que no vale la pena, que no lo merezco, aun así, lo intento, una y otra vez. Busco una puerta que me permita huir, correr lejos de todo lo que me atormenta, del miedo que me acompaña al recorrer las calles de la ciudad temiendo que en cualquier momento él pueda aparecer y volver a hacerme daño, pero rendirse nunca fue una opción, no al menos una factible.

Olvidar no es tarea fácil, aunque mi psicóloga lo haga ver así. Esteban se encargó de eso, de que no haya paz en mis días, ni sueños dulces en mis noches. No hay lágrimas suficientes que pueda derramar para de esta forma borrar las huellas de su existencia en mi vida.

Cada vez que observo mi cuerpo reflejado en el espejo, está esa cicatriz que me recuerda que lo perdí. Por un momento, mi vida se iluminó llena de esperanza, dentro de mí crecía un ser que traería luz a mis días, vendría a darle alegría a mi monótona y triste existencia. Sin embargo, el universo se ha empeñado en recordarme que la felicidad es una epifanía, un sueño lejano difícil de alcanzar cuando se trata de mí.

No parezco merecer paz, ni una pizca siquiera, porque cuando creí obtenerla, cuando creí tener una razón para seguir, la arrebataron de mí de la manera más cruel e inhumana posible. Y, con ese motivo se fueron mis ganas de vivir, de resistir, no tenía una razón por lo que luchar.

Si ahora ven que respiro, el único motivo es la cobardía, el miedo lacerante que me da acabar con mi propia vida.

En algún momento lo intenté, quise reunirme con él, con el único ser humano que sería capaz de brindarme su amor incondicional sobre todas las cosas. Mi bebé no está, aquel monstruo que prometió cuidarme y protegerme lo arrebató de mí.

Todavía recuerdo la confirmación de su existencia, recuerdo que lo primero que pensé fue en huir lejos de aquel calvario llamado matrimonio. Mi hijo iba a necesitar estabilidad y estaba dispuesta a darle un hogar donde el amor y la paz reinaran, pero era necesario irme, escapar al lugar más recóndito del planeta.

El dolor de la pérdida estuvo a punto de hacer que pierda la cordura, por un tiempo deambulé como zombi, no dormía ni comía y, a partir de aquel acontecimiento todo fue de mal en peor. La depresión guiaba mis pasos, ella me indicaba que hacer, a donde ir, planteaba argumentos incuestionables que hacían que me replantee la decisión cobarde de no acabar con mi vida.

El despertador sonó anunciado un nuevo día, trayendo mi cuerpo de regreso al presente. Amo el amanecer, porque es cuando puedo escapar de las pesadillas que me persiguen por las noches. No existen los sueños en mis noches oscuras, existe el miedo, el deseo ferviente de la luz del sol que trae consigo la paz.

Preparé un poco de café con monotonía recordando la última frase que gritó mi oscuridad antes de desaparecer.

—No sirves para nada, eres lo peor que me ha pasado, aun no entiendo cómo he podido aguantar todos estos años a tu lado. ¡Te odio! Por robar mi tiempo, por desperdiciar mi vida contigo, por arruinar mi existencia.

Sacudí la cabeza buscando alejar los recuerdos, aquellos que persisten en no abandonar mi memoria. Tomé el café de mi taza y me permití buscar un pensamiento positivo en lo profundo de mi subconsciente y, con eso en mente inicié mi día.

No te dejaré rendirte (COMPLETA) Editando.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora