- ̗̀➽◦̥̥̥15; Memorias atroces que desgarran mil almas.

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• Advertencias: descripciones de violencia.

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El sol renacía una vez más, iluminando lo que hasta hace unos cuantos minutos permanecía oculto en la penumbra, aguardando por el momento en el que el ciclo volviera a repetirse.

En la capital de las injusticias, Marley, la población ya se encontraba moviéndose de un lugar a otro, comenzando su habitual y desgastante jornada de trabajo. 

Todos los ciudadanos estaban demasiado ocupados en sus asuntos como para echarle una mirada a la pobre niña que yacía desparramada en el suelo, aún con la sangre brotando de su nariz como consecuencia del fuerte golpe que un mayor había aplicado en ella. Todo a causa de una simple razón: trató de hurtar un poco de comida para acallar los guturales y estruendosos sonidos con los que su estómago exigía ser atendido.

Sentía su piel caerse pellejo por pellejo. No era la primera vez que le sucedía, sin embargo, sí era la primera vez que alguien había sobrepasado sus expectativas en cuanto a violencia; el infeliz campesino no sólo había masacrado su carne con crueles patadas y puñetazos, también se había tomado la molestia de tirarle agua en su punto de ebullición, hecho del cual, afortunadamente, sólo sus piernas se habían visto afectadas.

El dolor por el cual atravesaba era tan brutal y desgarrador que ni siquiera tuvo ánimos para buscar otro lugar en el cual retorcerse, simplemente dejó que su masa corporal y graves heridas se fundieran en la tierra.

Podía sentir que sus huesos se desintegraban, como su machada y quemada piel ardía como el mismísimo infierno, podía sentir como poco a poco se desprendía de este vil mundo.

—Por Ymir, ¡Diago, ven y mira esto! —exclamó una mujer beta de cabello corto y rubio, de ojos color ámbar y semblante preocupado. Se hincó, aproximando sus brazos a la menor.

—¿Qué sucede, Gadea? —preguntó el hombre beta, acercándose a donde su esposa le llamaba. Una vez que la localizó, palideció al notar el horrendo estado en el que se encontraba la niña de apenas siete años—. ¡Diosa mía!

—¡Tranquila, Ilse! ¡Todo estará bien, mamá está contigo! —dijo la señora entre lágrimas, sosteniendo con suma delicadeza el malnutrido y ligero cuerpo de la pequeña.

La morena no protestó. No porque no quisiera hacerlo, sino porque ya no tenía la fuerza suficiente como para tan siquiera mover un sólo dedo. Cerró los ojos, a la espera de un destino mejor que la muerte.

No había comprendido las palabras de aquella beta, pero tampoco era como si le importara hacerlo. Después de todo, habitaban en Liberio, uno de los peores pueblos de la extensa Marley. Un lugar donde constantemente ocurrían desgracias, donde los caballeros violentaban y humillaban a los campesinos, donde los alfas se aprovechaban de los omegas e incluso mujeres betas, donde la gente era hostil y se preocupaba únicamente por sí misma, porque así fueron educados desde antes de nacer. Era, meramente, un lugar donde el caos reinaba y la superioridad de razas estaba fuertemente marcada.

Para cuando la harapienta niña abrió los ojos, el preocupado rostro de la misma mujer la observaba.

—Tú... ¿Cuál es tu nombre? —preguntó con la voz quebrada, tratando de sonar sutil. La niña podía percibir cierto disgusto en el ambiente; olía como a decepción y tristeza. 

No respondió. Se limitó a intentar incorporarse, lo cual obviamente no consiguió.

—No, no, no —habló la beta, colocando ambas manos en los hombros de la menor—. Estás muy herida, pequeña. Necesitas descansar.

Seamos malos juntos || Yumihisu y EreminDonde viven las historias. Descúbrelo ahora