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Solté un gemido lastimero y me lleve una mano a la cabeza al sentirla como si estuviera hueca, pero al mismo tiempo pesada. Sentí algo extraño en la palma de las manos que solo pude identificar como tiritas, esas que te ponen cuando te cortas, cuando logre abrir los ojos.

¿Tiritas para qu...?

—Mierda...—solté cuando recordé lo que había pasado la noche anterior, pero casi al instante y sin lograr alterarme por mi estado, saque la conclusión de que me había caído sobre la gravilla y me había golpeado tan fuerte la cabeza que había imaginado a un perro, un cachorro de tres cabezas, un hombre con ojos rojos que luego me mordió el cuello y por ultimo un gay que fácilmente era comparable con un dios griego por lo bueno y hermoso que estaba.

Mire a mí alrededor. Estaba en una cama enorme que pudo haber sido sacado de esas películas de la edad media donde los reyes y reinas existían en la mayoría de lugares. Las paredes también eran antiguas con los colores, las cortinas que tapaban las ventanas. Lo único moderno que veía a simple vista era la puerta de un armario, del resto todo me hacía sentir como una princesa.

Me senté con algo de dolor y me reí bajito al verme vestida con solo una bata blanca que usaban las reinas para la hora de dormir, esas que llegaban al suelo y tapaban por completo tus brazos.

Pero... ¿Quién coño vive de esta forma hoy en día?

Aparte por completo la sabana, que en realidad era algo pesada, y cuando quise poner mis pies sobre una alfombra borgoña que combinaba con las paredes, pegue un grito y me monte en la cama de nuevo, incluso me puse de pie en esta como si de ese modo pudiera estar preparada para echar a correr si la situación lo ameritaba.

El perro de tres cabezas estaba sentado mirándome fijamente, los tres pares de ojos en una sola dirección, pero esta vez no estaban gruñéndome.

Ok, está claro que el perro si existe... creo.

—Lindo, perrito... ¿Por qué no te vas?—dije con la voz temblorosa y haciendo una seña para que se moviera, pero el perro estaba allí como una estatua.—Vete, perrito.

En ese momento la puerta de la habitación que estaba muy alejada de la cama se abrió y mi abuela entro con una bandeja en las manos.

—Pinky, ya está bien. Yo me encargo de ella.—dijo ella con una de sus sonrisas que recordaba.

Una de las cabezas miro a mi abuela y luego el perro se incorporó para caminar como si nada hasta la puerta, pero en el camino abrí la boca al ver que su cola era una serpiente que se erguía y me miraba, como si me dijera: Te estoy vigilando.

—Agneta, cariño, siéntate.—hablo de nuevo mi abuela dejando la bandeja en la mesa de noche y me miro con su cabello blanco recogido en un moño y su traje negro de sirvienta. Su piel era tan morena como la mía, solo que en ella se notaban arrugas y el desgate normal de alguien que ha vivido demasiado.—Tranquila, Pinky no te hará nada si te comportas y hasta que te tome cariño, es muy inofensivo.

Parpadee varias veces sin creer todavía lo que estaba pensando.

—Dime que escuche mal, abuela. ¿Se llama Pinky?—ella asintió sentándose en un lado de la cama y levantado la mirada hacía mí que seguía de pie.— ¡¿Quién coño le pone Pinky a un perro como ese?!

—Sus dueños.—dijo seca, colocando esa cara que siempre ponía cuando iba a regañar a uno de sus hijos, nietos o bisnietos. Chasqueo los dedos y luego me señalo su lado. Me senté de mala gana a su lado.—Escucha, cariño, necesito que me digas que recuerdas de la noche anterior con total honestidad.

Asentí y comencé a relatar todo desde que llegue al aeropuerto de Munich, maldije al recordar lo de la maleta. Mientras tanto mi abuela me ayudaba a quitarme la bata y me pasaba ropa interior limpia y un conjunto de mi ropa que tenía de repuesto en mi bolso para el avión.

En tus venas (Saga Paranormal #5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora