Parte 18

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―Esa perra malnacida... ―susurró Karin, ayudando a Hinata a llevar los platos a la mesa. Hinata miró hacia las puertas que daban al jardín, asegurándose de que ninguno de los niños había oído las malas palabras de la pelirroja―. Cómo me la cruce por delante...

―Eso no haría ningún bien―dijo Hinata, con total calma, colocando los platos, los vasos, las servilletas y los cubiertos encima de la mesa. Karin resopló, mientras iba pasándole las cosas.

―Eres demasiado buena y paciente, Hina, yo de ti, ya le habría arrancado el pelo, las uñas y roto esa nariz que seguramente sea operada. ―Una sonrisa divertida asomó a los labios de la peliazul.

―Sarada tiene suerte de que tú seas su madre. ―Una sonrisa orgullosa tiñó ahora el rostro de la Uzumaki.

―El único problema es que se parece demasiado a su padre.

―Pero a Sasuke-kun se le cae la baba con ella así que, en ese aspecto, no tienes nada de lo que preocuparte.

―En eso tienes razón. ―Karin sonrió―. A veces la consiente demasiado, aunque los dos son igual de fríos y parcos de palabras. Nunca los verás abrazarse en público, por ejemplo, algo que creo que a Sarada le está empezando a fastidiar, porque incluso el monas de Sai se muestra cariñoso con Inojin delante de los demás.

―Bueno, Sarada-chan es una niña aún, es lógico que quiera que su padre la achuche y le dé mimos.

―Y el inútil de mi primo no ayuda, porque se pasa el día babeando sobre Hima. ―Hinata soltó una risita, siguiendo la mirada de la prima de su marido, fija en dónde Naruto estaba cogiendo a Himawari a caballito, trotando por todo el césped del jardín, imitando los relinchos de aquellos nobles animales. La niña reía, feliz, aferrada a los cortos cabellos de su padre.

No muy lejos de Naruto, Sai hacía lo mismo con Inojin, mientras Ino los perseguía móvil en mano, sacando todas las fotos que podía. Kushina y Minato hacían lo propio con sus nietos, alternándose entre su hijo y Himawari y Boruto y Shinachiku, quienes jugaban al béisbol junto con Shikadai, el hijo de Shikamaru y de Temari. Aunque el pequeño Nara parecía más bien aburrido, con el guante puesto y observando el cielo, con sus ojos verdes absortos en las nubes.

Kiba y Shino, sus mejores amigos, se habían unido también al juego, haciendo Shino de árbitro y Kiba de receptor. El enorme perro de Kiba, Akamaru, el cual el pobre ya iba muy mayor, descansaba tumbado lánguidamente bajo la sombra que proporcionaba el tejado de la casa. De vez en cuando alguno de los niños iba hacia él para darle un mimo, que el pacífico can recompensaba con un lametón y una leve agitación de su cola. Todos sabían que al pobrecito no le quedaba poco tiempo de estancia en el mundo de los vivos, pero se cuidaban muy mucho de decir o insinuar algo en presencia de Kiba, quién era extremadamente sensible en todo lo referente a su querida mascota y su acercamiento inminente a la finalización de su larga vida perruna.

Un poco más allá, Temari le gritaba, puño en alto, intentando infundir un poco de ánimo y ganas en su flojo y vago hijo.

Era increíble la suerte que habían tenido con su grupo de amigos. A pesar de los años, todos se habían mantenido unidos, haciendo el esfuerzo por mantener el contacto y por reunirse de cuando en cuando.

El timbre sonó y Hinata fue a abrir, dejando a Karin terminando de poner la mesa. En el umbral estaban Chōji y su esposa, Karui, una alta pelirroja a la que el Akimichi había conocido mientras estudiaba en la escuela de cocina. Nadie sabía cómo, pero habían acabado enamorándose y ahora, casados y felices, disfrutaban también de su hija.

―Hola, chicos. ¡Vaya, Chōchō, cómo has crecido!―La niña sonrió ampliamente, dejando que la señora Uzumaki la abrazara.

―Sentimos la tardanza, Hinata. ―La aludida negó.

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