¥ ARTURO PALACIOS, CONDE DÓMINE ¥

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Londres 1790

Mariana.

El rostro mostraba la sublimé expresión de un ser malvado y feroz, como si se tratara de un espejo. Yo podía verlo frente a mí: un rostro perfecto y hermoso, pero que, al mirar su reflejo, lo que escondía su exterior, se podía captar lo que realmente era: un demonio con cara de ángel.

Desde el pórtico de la entrada se podían ver las grandes veredas que conducían al interior de la mansión. No había día en que no me sentara a esperar en el mismo lugar a que él llegara. Siempre adivinaba sus horas, aquellas horas donde mis demonios internos clamaban por él, atormentándolo. Aquel día Arturo salió más temprano que de costumbre; sé que algo muy profundo lo martirizaba, mucho más que otras veces; su melancolía era notoria. Últimamente, se escudaba en el silencio y eso me preocupaba.

Mientras esperaba su llegada, me distraje mirando los ángeles de mármol que adornaban casi todos los jardines palaciegos que, a pesar de estar envuelto en flores de vivos colores, no le daban alegría. Parecían haber perdido su hálito de vida y sus miradas petrificadas estaban perdidas en la nostalgia de un recuerdo que nunca existió. Aquellas esculturas de ángeles me recordaban a él; su belleza y su alma eran tan frías como aquellas representaciones en piedra. Siempre soñé con encontrar la magia redentora que rompiera aquel silencio funesto que vivía en su alma, regalarle el palpitar de una ilusión que dotara de vida aquel cuerpo sin primavera; quería creer que todo podía tener una solución, aunque mi alma estuviese condenada igual que la suya. En los últimos años, me sorprendió que en alguien como yo aún existiera la fe, demostrándome que hasta la flor más piadosa y hermosa puede crecer en tierra inhóspita, sedentaria y oscura como era mi alma. Arturo logró que la flor más extraña echara raíces en mí; a pesar de todo, lo que él era, sin saberlo, me mostró mi fe.

Arturo no era mi hijo biológico, pero lo amaba al punto de sentir que lo había parido, siempre velé por él desde niño; lo amé desde que sus padres me lo entregaron y al jurar que lo protegería con mi vida, creamos un lazo irrompible. Ahora el tiempo pasó y aquel niño se volvió hombre, un hombre cuya apariencia no podía pasar desapercibida por más que él lo desease. Poseía un atractivo mortal que muchas veces era el blanco de las miradas femeninas y de la envidia masculina que atentaban contra su mundo solitario. Desgraciadamente, su apariencia no le ayudaba a volverse invisible ante los demás; cuantas invitaciones a fiestas y teatros no pasaron por mis manos y cuantas rechazó él con vehemencia. Con el pasar del tiempo aquello se intensificó, hasta que recibió el apodo del "exquisito conde ermitaño, el conde excéntrico"; sin embargo, hubo compromisos del cual no pudo escapar. Por suerte Arturo poseía una inteligencia brillante y una agilidad física e intelectual impecable y antinatural, que lo ayudó a salir desapercibido de cualquier emboscada social.

Mis pensamientos fueron sacudidos cuando sentí el galopar de un caballo; una sonrisa se dibujó en mis labios. Podía identificar el cabalgar de aquel corcel, así me lo colocarán entre mil; sabía que se trataba de Ébano, el puro sangre de Arturo. Él parecía que solamente encontraba paz cuando estaba sobre el lomo de aquella bestia, un corcel negro que era el único testigo de sus eternas soledades y de los paseos continuos por las arboladas para alejarse de la herencia que corría por sus venas, del desequilibrio entre la furia de la bestia y el cerebro del hombre, de la lucha que se llevaba a diario en su corazón.

—No pierdes la costumbre, nana —manifestó ya cerca y bajándose del caballo.

—Ya me conoces —le sonreí. La tarde soltó su último resplandor; Arturo entrecerró los ojos como si la luz le molestara y no pude evitar preocuparme.

—Está pasando nuevamente, ¿verdad? —lo interrogué rápidamente.

—Cada vez más seguido, pero aún lo tolero. Lo que no me gusta es el antídoto para aminorarlo —declaró con voz hosca—. Sin embargo, no pienso divorciarme de la claridad del sol —al decir esta última frase el sol se retiró y le dio paso al crepúsculo. Sus ojos azules se mostraron tan cristalinos bajo aquella claridad —oscuridad que era un pecado imperdonable no admirarlos nunca más bajo la luz del sol.

Resurreccion: El Origen de Malena TERMINADO  ✔ 1era parte (SAGA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora