Dos

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Faltaba, a duras penas, una semana para que fuese diez de julio de mil novecientos ochenta y cuatro. La gente había soportado más de trescientos días de angustia y amenazas, casi un año de sufrimiento y sinvivir. Tales dificultades llevaron a varias familias a abandonar la localidad en la que habían vivido siempre, alejándose así de la sangre, del peligro y del terror que se originaba al mirar la fachada de la mansión. Otras familias, en cambio, preferían aguardar, saber lo que les esperaba, a quién temían y qué les causaba esa sensación de angustia en la garganta que les impedía tragar cuando, poco a poco, el miedo les invadía.

Pasaban los días: cuatro, tres, dos...

Tan solo faltaba uno y todo el gentío estaba atemorizado, deseando que se les tragase la tierra y lamentándose de no tener un lugar fuera de allí al que acudir en caso de huida. Pasaban lentamente las horas y el desasosiego se apoderaba de los pueblerinos que, acobardados, se quedaban en sus casas luchando por salvaguardar sus vidas.

Llegó la noche y nadie podía dormir, pues los nervios y el corazón acelerado, palpitando cada vez más rápido, se lo impedían. Entonces, ese momento que esperaban que no llegase se abrió paso en la noche acompañado del repique de las campanas que tocaron indicando la medianoche y, al terminar el repiqueteo, se encendió una luz en la mansión. Se oyeron gritos y golpes, como de costumbre y luego sucedió algo inusual: ¡al apagarse la luz se oyeron risas!

Unas carcajadas malvadas, llenas de sabor a venganza y odio hacia los demás, deseosas de presenciar muertes, de no ser las únicas que estuvieran obligadas a rondar por el mundo de los vivos por tener asuntos pendientes. Y, válgase decir, el asunto pendiente de los fallecidos era un descomunal ajuste de cuentas hacia sus asesinos y, de paso, hacia los que osaron robar sus pertenencias.

La población, sacando valentía de no se sabe dónde, se congregó a las puertas del imponente caserón, expectantes ante los hechos que se desarrollaban. Para el asombro de todos, las carcajadas incesantes y malignas que se podían oír en todo el pueblo desde hacía bastante rato, se desvanecieron dando paso al llanto de un bebé. La muchedumbre no se atrevió a entrar en el edificio a coger a la criatura, aunque todos sabían que no lo podían dejar allí dado que, de hacerlo, sucedería algo peor.

Hacía días venían teniendo reuniones vecinales en las que debatían, a susurros por miedo a ser oídos, qué hacer si llegase a cumplirse la advertencia que más les atemorizaba y desconcertaba: aquella que les avisaba de la llegada de un descendiente vengador de los antiguos dueños de la gran casa, probablemente la más grande del pueblo entero.

Pensaron mil y una formas de quitarse esa carga y, con ella, todo el resto del problema, pero no sabían qué hacer. Así fue hasta que surgió una luz en su oscuro camino: quizá si lo llevaban a un pueblo lo suficientemente alejado y lo abandonaban allí se librarían de él. Y, así, decidieron proceder a pesar de que había demasiado que decidir y no se aclaraban del todo.

Ya en la puerta de la morada volvieron a debatir, entre miradas y gestos, sin atreverse a hablar. Finalmente, el alcalde fue a buscar al párroco. Éste cogió un botellín que contenía la conocida agua bendita, en la que tanto él creía, para ahuyentar la maldad de la casa y, con ella, todo lo que se hallaba en su interior.

Se quedó parado frente al muro que delimitaba el terreno perteneciente a la mansión y, después de tragar el cúmulo de saliva que le provocaba el miedo, se santiguó, respiro hondo y miró a sus compañeros. Entró por el gran portón del terreno, temblando, con su crucifijo colgado del cuello y una versión de bolsillo de La Biblia a buen recaudo. Atravesó el jardín algo perdido, dado que no había estado nunca en ese recinto y ni idea tenía de cómo era o estaba distribuido y únicamente tenía consciencia de lo imponente que resultaba el lugar desde fuera.

✔️La venganza del diez de julio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora