Treinta y tres

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Sintió cómo su espalda se calentaba, como la tela de la hermosa blusa que vestía se adhería a su piel y percibía el olor a carne quemada que llenaba todo el lugar, sin estar segura de si sólo era de su propia espalda de donde procedía dicho olor.

Los gritos se oían tras ellos, incesantes, y ella, llevada por el dolor, se sumó al agónico concierto de chillidos pues aquello le era difícil de soportar. Neil, por primera vez en su vida sintió preocupación, no por sí mismo sino por otro ser, en este caso la única persona que lo cuidaba y lo amaba, aun sabiendo parte de su secreto.

La mujer, rindiéndose un poco ante el padecimiento que le provocaba tener la espalda ardiendo, se detuvo, jadeante y sin apenas fuerzas. Alguien le arrancó al pirómano de sus débiles brazos y tiró de una mano de la delgada mujer, sacándola de allí a trompicones hasta llegar al exterior.

Dejaron al bebé en el suelo y tumbaron boca abajo a la señora, sobre su espalda colocaron apresuradamente un par de prendas e intentaron apagar las pequeñas llamas que danzaban en su carne. Neil, que estaba muy cerca, se aproximó más aún y puso la yema de los dedos de su manita derecha en la zona central del envés y con los ojos muy abiertos siseó. Katherin sintió como una densa frialdad la cubría, aliviando así la sensación de ardor que la dominaba. Todos miraban callados, sorprendidos por el gesto del niño y por la pena y aflicción que se denotaba en su infantil rostro.

Drazic llegó al lugar, preocupado por la tardanza de su esposa y su hijo, y cuando los vio corrió a su ayuda. Neil se separó rápidamente de ella y volvió a actuar como lo que era físicamente, un niño pequeño ajeno a todo. El hombre estaba asustado de ver a su esposa en tal estado y no paraba de pedir explicaciones, no pudieron decirle más que sobre el incendio en el pequeño recinto.

Allí fuera estaban ahora manteniendo un silencio sepulcral, digno de un camposanto, atravesando al maldito niño con sus afiladas miradas, cual dagas en mano experta. Baldo llevó a Kat al consultorio y comenzó a tratarla, los demás volvieron a sus hogares.

Drazic estaba absorto en los gemidos de dolor de su esposa que aumentaban cada vez que sentía el mínimo roce, y Justin, valientemente, aprovechó para coger en brazos a Neil, como ya lo había cogido al sacarlos de la casa en llamas. Se alejó un poco del grupo, que preparaba todo para trasladar a Katherin, y se acercó con él a la puerta por la que el humo alcanzaba el exterior. Lo puso mirando hacia él y le penetró con su mirada.

— Detenlo —le pidió. Neil no respondió ni hizo ademán alguno de concederle la petición y él le volvió a hablar—. Tienes que pararlo, ¿has visto a tu madre? ¡Podrías haberla matado! Sé que a nosotros nos quieres muertos pero... hazlo por ella, ella no quiere esto. Por favor... —Le suplicó esta vez.

— Tú —respondió Neil bruscamente tras unos segundos. Justin dio un respingo al escuchar la voz y lo miró con los ojos como platos—. Acércame a la pared.

El hombre lo hizo, con cautela pero seguro de sus acciones. Escuchó la voz de Drazic preguntando qué hacía con su hijo pero lo ignoró. El niño puso una mano en la fachada y los cristales de una ventana cercana se quebraron y saltaron al exterior, cayendo en medio del pavimento. Iracundo por toda la situación y por cómo no tomaban en cuenta lo que decía, el marido de Katherin corrió hasta alcanzar a Justin para arrebatarle a Neil.

Neil emitió un leve sonido y abrió los ojos, brillantes y aterradores, asustando aún más a Justin. Un tirón en el brazo del alcalde le hizo perder el equilibrio y trastabillar pero logró mantenerse en pie.

— ¡No! —Se oyó— Apártate —ordenó a Drazic aquella voz que lo dejó atónito.

Sólo podía balbucear, dominado por la confusión y el desconcierto. El niño les habló nuevamente, a ambos, haciendo que todo se volviera aún más extraño.

✔️La venganza del diez de julio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora