Cuatro

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Brian, aterrado por llevar aquel bulto entre sus brazos, se alejaba por el embarrado camino. Aparte de su ropa llevaba con él pocas pertenencias: un collar que su padre le regaló antes de partir al viaje que lo alejó de él para siempre; un reloj de muñeca que fue su regalo de cumpleaños menos de tres meses atrás; su cartera, con dinero que le habían dado entre todos los vecinos para mantenerse en esta aventura; las llaves de su casa, aunque ya no la sentía como hogar; un paquete de pañuelos en el bolsillo trasero de su pantalón y, por último, el paraguas que le prestaron en la mano. Era todo lo que llevaba; poco peso, poca preocupación de perder algo.

La muchedumbre lo observaba al marchar, sin moverse de donde estaban y hasta donde la vista les alcanzó con la sola iluminación de los relámpagos y la luz de la luna. Sentían lastima por él pero, siendo sinceros, era mayor el sentido de supervivencia y el egoísmo que les invadía que la solidaridad y la preocupación por un chico que no era de su familia. El pobre se había quedado solo tras la muerte de su madre y se preguntaban qué haría ahora en esa soledad, si volvería a su hogar o si se iría del municipio.

El misionero aprovechó que aflojó la lluvia para tomar un descanso, estaba cansado de veras. Llevaba más de cuarenta y cinco minutos andando sin parar, bajo la lluvia, soportando el peso del cuerpo del bebé, al cual miraba con profundo rencor, y con el brazo que portaba el paraguas cansado y dolorido de la misma posición tanto rato. Sentía las piernas entumecidas y pesadas a causa de que sus vaqueros estaban mojados completamente y le sorprendió sentir más frío en los pies, dentro de sus zapatos, que en sus brazos descubiertos.

Se internó en el bosque paralelo al camino, buscando la protección de los árboles para el pequeño rato de descanso que tenía previsto. Con suerte, encontró un tronco bajo talado, donde pudo sentarse y depositar al niño dormido envuelto en la tela que lo resguardaba del frío. <<¿Por qué diantre lo cuido tanto? Es una maldición>>, pensaba el muchacho al tiempo que lo observaba.

Dejó de llover por completo. El aire se sentía raro debido al agua y las plantas; no era frescura, no sabía cómo definirlo. Respiraba hondo mientras descansaba y pensaba, tratando de estar relajado. Miró la hora y, al ver que eran cerca de las tres, decidió que al llegar las tres en punto reemprendería su camino. No podía evitar mirar al bebé y desear acabar con su vida, aunque tratase de alejar tales pensamientos de su mente. En su afán de no dejarse dominar por aquella necesidad de venganza, se obligaba a meditar y tratar de aclararse, pues su cabeza estaba hecha un verdadero lío.

Pensó en cómo debía actuar para desempeñar aquella misión. Primero caminaría hasta llegar a la población más cercana, ya que le habían dicho que allí podría tomar algún transporte al llegar la mañana, para ir a otro lugar más lejano. En su mente trazaba sus pasos: llegar allí, quizá en una hora y media más con lo que estaría allí antes de las cinco y contaría con algunas horas de margen antes de viajar a otro lugar. Decidió que ese tiempo lo emplearía en ir a algún bar, donde poder descansar, comer y beber algo además de aprovechar para asearse en el lavabo del establecimiento.

Si las tiendas abrían antes de su partida podría comprar algo de ropa para no seguir mojado y embarrado hasta las cejas; no quería pillar un catarro, aunque, a juzgar por lo empapado que iba ya, sería difícil evitarlo.

Después de eso tomaría el transporte, probablemente un autobús, y al llegar a su destino buscaría un orfanato, un convento o una iglesia, ¡lo que fuera! Dejaría en la puerta el cuerpo del niño endemoniado para, tras ello, salir corriendo de vuelta a su hogar. <<Con fortuna, llegaré la noche siguiente y todos nos habremos librado del problema, ¿no?>>, caviló.

Empezó a oír ruidos y crujidos a su alrededor, incluso creyó percibir pasos sobre el suelo del bosque, cosa que realmente le asustó. Miró al pequeño bastardo fijamente, temiendo que estuviera haciendo de las suyas, pero éste permanecía dormido, con cara de total calma e incluso una suave sonrisa dibujada en su rostro.

Brian fue dominado entonces por increíbles impulsos asesinos que lo llevaban con desesperación a querer acabar con él. Se dio cuenta de que con llevarlo a otro lugar no resolverían nada, ya que la casa seguiría donde estaba, con lo que en ella mora dispuesto a vengarse de verdad de la buena si algo malo le pasase a esta criatura...

<<¡¿Cómo no nos dimos cuenta antes?! ¡Estamos malditos por más que hagamos! Era una sentencia de muerte, lo cuidásemos o no>>, se dijo el chico. Pero, fugazmente, una idea acudió a él. No sabía si sería válida, si funcionaría o sería un fracaso, pero valía la pena probar. <<Total... seguramente moriremos igual>>.

El bebé dormía, ajeno a todo, y Brian decidió que era el momento justo para su plan.

Corrió hacia el río que no quedaba muy lejos de allí y, al llegar, sumergió completamente al neonato en el agua. El joven se alentaba mientras ejecutaba su plan, recordándose que el mocoso debía morir pues, si era el Vengador, al perecer no podría vengarse.

Los ruidos a su alrededor cada vez eran más fuertes. La cabeza le iba a estallar si eso seguía de aquel modo; ¡estaba deseando llegar a su casa, acostarse en su cama y poder descansar!

De pronto, a través del agua cristalina, vio cómo tras cerca de cinco minutos inmersa en la corriente esa criatura abría los ojos, deslumbrantes y llameantes como antorchas, y le miraba penetrando en su alma insistentemente.

El muchacho gritó aterrorizado cuando sintió como si le empujasen desde dentro del río. Cayó de espaldas con el cuerpo del bebé sobre él, mirándolo sin hacer ni decir nada, tan solo observándolo. Brian comenzó a temblar violentamente, más que nunca antes en su vida, llevado por el pánico, cosa que resultaba realmente evidente. Entonces, el bebé, sonrió.

✔️La venganza del diez de julio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora