Catorce

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— Estamos esperando a que lo confiese y, si no lo hace, actuaremos en consecuencia —advirtió la voz del hijo mayor de la familia.

— ¿No podéis decirnos quién es? ¿Quién falta? —Pidió suplicante el hombre que habló al comienzo del descenso al infierno en que se encontraban.

— No, queremos que sea él. Si no su muerte será realmente dolorosa, más que las de los demás.

Un muchacho en el grupo empezó a moverse inquieto, excesivamente agitado. Doris se dio cuenta y, de la impresión, abrió tanto la boca que casi se le desencajó la mandíbula. El chico sudaba a borbotones, temblaba y se presionaba el estómago como queriendo contener las ganas de vomitar, se apoyaba sobre una pierna, cargando el peso hacia ese costado para después cambiar al lado contrario. Movía, además, la cabeza como si tuviera algún tipo de pensamiento que intentase sacar de su mente y, juzgando todo eso, Doris lo supo seguro: había sido él y por eso estaba tan nervioso.

— No puede ser... ¿Marcus? —Preguntó Doris—. ¿Fuiste tú? ¿Tú estás implicado y no dijiste nada en todo este tiempo? —Él tan solo la miraba tembloroso, mientras sentía cómo los demás le rodeaban, asombrados e iracundos—. ¡Por Dios! ¡Ha muerto mucha gente, Marcus! ¿¿Cómo has podido??

— Yo... Yo... —Balbuceaba Marcus.

— Sí, Marcus. ¡Tú! —Exclamó la voz maligna y acusadora.

— ¡Lo siento! —Exclamó.

— ¿Que lo sientes? ¡Eso no es suficiente! —Le espetó uno de los miembros de su grupo.

— ¡No! No lo es... —Susurró Doris.

— ¡Me obligaron! —Gritó él—. Me obligaron a hacerlo, y no podía negarme. Además, yo no los maté, sólo me encargué de lo que me mandó Gerald.

— ¿Y qué te mandó? —Preguntó la voz melodiosa a la que ya estaban acostumbrados de veces anteriores.

— Simplemente debía cumplir sus encargos. Primero hacer los agujeros en la pared, luego llevarme unas bolsas pesadas y, por último, ayudarlo a limpiar y esconder rastros. Y por supuesto, jamás contarlo —confesó Marcus entre lágrimas.

— Espera, espera... —Dijo corriendo otro miembro del grupo— ¿Qué agujeros? ¿Qué pared? ¿Qué bolsas y a dónde? ¿Limpiar qué? ¡No estoy entendiendo nada!

— ¡Dios! Los mató y les hizo de todo... las bolsas no sé qué contenían, pero pesaban muchísimo, así que imagino que contendrían restos de sus cuerpos.

Doris, como pudo, ahogó un grito de horror; las voces fantasmales no se oían desde que empezó la verdadera confesión y los demás miembros del grupo estaban espantados ante lo que oían, no daban crédito a semejantes cosas.

— Un momento —dijo la chica—. John, ¿te importa si bajan los demás? Yo creo que todos deben escuchar lo que Marcus está contando sobre lo que os pasó.

— Por supuesto, que bajen —respondió él en un tono apagado, aunque gutural.

Ella misma subió a pedirles que descendieran con ellos, pues ya todo se había descubierto. Sorprendidos, la siguieron y cuando todos estuvieron allí, juntos como sardinas en lata, se les puso al día de lo que se había descubierto y Marcus siguió con su confesión. Estaban todos consternados. ¡Había estado con ellos todo el tiempo!

— Como decía, no miré el contenido de las bolsas, simplemente me las llevé por la puerta trasera y me alejé antes de que nadie llegase. Hice con ellas lo que Gerald me ordenó: cerrarlas completamente, atarlas fuerte hasta que se les fuese el aire y engancharlas a una gran roca que hay en el río. Quedaron sumergidas, las até corto para que no pudieran moverse del sitio y salir del agua con la corriente —siguió llorando mientras narraba sus actos.

✔️La venganza del diez de julio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora