𝐈𝐗

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La sangre corría por la comisura de sus labios resecos y agrietados, la cabeza le dolía, demasiado, tenía la visión borrosa y a un muy hambriento estómago que le imploraba por algo de comer. No recordaba cuando había sido la última vez que hubo comido o probado algo de agua siquiera, llevaba dos meses encerrado en el sótano, aquel oscuro y polvoriento sótano, con el alimento que su madre le brindaba cada que se acordaba de su mísera existencia. Lleno de telarañas, ratones, cucarachas y otros insectos que se escondían en la oscuridad. Solía escucharlos a media noche, entre las cajas, los veía andar por las esquinas, rasguñar la madera. En aquel frío lugar, su pulsera era su única compañía, y para él lo significaba todo, el único recuerdo que tenía de Lev. No sabía que hora era, mucho menos qué día, pero llevaba demasiado tiempo sin dormir, el hambre y la desesperación por querer salir de aquel lugar lo estaban consumiendo, el chillido de las ratas caminando de un lado a otro, incluso entre sus pies, lo estaba volviendo loco.

Intentó moverse, pero fue imposible, uno de sus pies estaba encadenado a una de las vigas. Se preguntó si moriría ahí, preso de su libertad, implorando por un poco de compasión. Comenzó a gritar con las pocas fuerzas que le quedaban, si tan solo alguien pudiera oírlo... si tan solo Lev estuviera ahí.

Una de las ratas se escabulló hasta quedar frente a él, era negra y enorme, entre sus patas llevaba un trozo de alambre y lo mordía con esmero, como si fuese lo más delicioso que había probado en décadas y Dimas llegó a la conclusión de que tal vez así era. Acercó su mano al pequeño roedor, esperando que este no huyera y por suerte, no lo hizo, dejó el alambre en el suelo y caminó hasta él, hasta su mano, después de olfatearlo un par de veces el animal subió por su brazo y saltó, desapareciendo detrás de él. Cogió el alambre, su única oportunidad de salvación. Intentó e intentó abrir el candado que lo mantenía preso hasta que al fin, escuchó el sonido de la victoria y este se abrió en dos. Sus pies dolían, llevaba días enteros sin caminar, sin estar de pie y ahora que estaba suelto... todo parecía sacado de un cuento. Se arrastró hasta las escaleras, subir iba a ser un reto pero tenía que hacerlo, tenía que salir de ahí o morir en el intento.

Levantó la mirada hacia aquella blanca puerta, la puerta del cielo, seguramente su ángel estaría esperándolo del otro lado ¿seguiría viviendo con su madre? ¿luciría igual de etéreo como siempre? ¿estaría más alto? ¿más delgado? dio dos pequeños y firmes golpes sobre la madera de una de las gruesas vigas que sostenían el suelo sobre él.

–Te he llamado por tanto tiempo, ¿por qué no apareces? –susurró, se encontró sorprendido por su propia voz, no sonaba como él, esta voz era más gruesa, rasposa, se preguntó si pronto se quedaría afónico, tanto tiempo sin hablar que había olvidado su propio sonido.


Un hilo de luz atravesó la habitación, una pequeña brecha que lo cegó por completo, aquella blanca luz había lastimado sus débiles ojos, quiso gritar, quiso quejarse, pero sus fuerzas eran escasas, no iba a permitirse gastar siquiera una pizca de energía en un quejido. Se arrastró hasta quedar debajo de las polvorientas escaleras, tanto tiempo a oscuras le había permitido aumentar su visión y aquel repentino rayo de luz aún lo tenía aturdido... ¿qué había sido eso? ¿una linterna? ¿habían abierto la puerta? su pequeño y delicado corazón comenzó a retumbar dentro de él ¿le habían traído algo de comer quizá? Esperó en su escondite, mordiéndose las uñas o al menos lo que quedaba de ellas.

Con cada paso, partículas de polvo iban cayendo sobre él, haciendo que su pequeña nariz quisiera estornudar, llevó dos dedos al puente nasal y se obligó a no respirar, si hacía el más mínimo ruido quien sea que estuviese entrando podría espantarse e irse. No iba a arruinarlo, no esta vez.

Vio un par de pequeños pies al final de las escaleras, el haz de luz recorrió toda la habitación, como un imponente ojo en busca de algún movimiento, la luz se movía demasiado rápido que no podía seguirla, sus ojos estaban cansados. Hubo silencio, su pesada respiración era lo único que se escuchaba e imploraba con todas sus fuerzas que la otra persona no fuese capaz de oirle.

***

Tres pasos hacia adelante fueron lo único, antes de volver a detenerse. Se moría de miedo, no iba a negarlo, era la primera vez que bajaba a aquel lugar por su cuenta, la mano aún le dolía, si tan solo la hubiese cubierto con un retazo de venda quizá el dolor no fuera tal. Recordó la mano de Dimas, la cicatriz alargada y profunda y se preguntó si así se sentía, el lastimarse, sangrar por gusto... ¿que tan doloroso debió ser eso? No lo sabía, y tampoco quería descubrirlo pero de lo que sí tenía certeza era que su amigo era una persona muy muy valiente, no solo por aquella cicatriz sino por todas las demás que tenía sobre su cuerpo.

Dirigió la linterna a una enorme mesa de mandera, alta y desgastada, la recordaba perfectamente, la mesa donde habían dejado el control remoto la última vez, pero con cada paso, con cada respiración, su corazón se estrujaba, se sentía observado, acechado, su mente e imaginación comenzaron a crear todo tipo de mosntruos y animales en las sombras proyectadas sobre la pared, y quiso gritar, pedir ayuda pero debía ser valiente.

Él ya lo era.

–Tranquilo, tienes que tranquilizarte.

Sintió algo demasiado cerca de sus pies ¿un roedor tal vez? dirigió la luz de su fiel linterna como un cabellero blande su espada y apunto al frío y polvoriento suelo, no era un roedor, ni siquiera se le parecía, era algo mucho peor, un nudo demasiado grande como para poder ser digerido  atravesó su garganta, sintió un par de manos posarse en sus hombros, pesaban, pesaban demasiado, tanto que terminó por tirarse al suelo ante la fuerza del golpe. Tenía algo sobre su cintura, a alguien. Buscó a tientas la linterna que se había separado de su mano y apuntó frente a él, un sonido similar al grito de un animal invadió el lugar. Él también gritó.

–¡Aaaagh!

–¡¿Quién eres?!

–¿Lev...?

–Tú –la cegadora luz de aquella linterna comenzaba a fastidiar al pequeño, llevó ambas manos a su rostro y se dejó caer a un lado, no lo soportaba, sentía que perdería los ojos en cualquier momento–, tu voz... tú... ¿Didi?

INSANIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora