𝐗

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Cuando los pequeños ojos de Dimas vieron a Lev, su alma entera se llenó de alegría, su pequeño estaba de nuevo frente a él, sus golpes y rasguños no significaban nada ya, pero para Lev, el verlo en aquel estado, con los labios quebradizos y el cabello sucio y enredado... le partía el alma ¿qué había pasado? ¿cómo había logrado volver a casa? Dimas lucía realmente mal, enfermo.

–Levy –sonrió. ¡Dimas había sonreído! la sonrisa que recibió por parte de su amigo fue mil veces mayor.

–Didi... te extrañé tanto –alcanzó a decir antes de echarse a llorar, a mitad de aquel sótano, sobre el regazo de su mejor amigo, el chico que había amado en secreto durante tanto tiempo–, creí que jamás volvería a verte.

El pequeño Dimas asintió.

–¿Cómo llegaste aquí? ¿cómo lograste entrar? –Su amigo inclinó un poco la cabeza ¿qué estaba diciendo? pero si él nunca se había ido. Su mente vagó de un lugar a otro, intentando unir cada punto y resultado, llegando a la única conclusión posible. Su madre había engañado a su pequeño.

–¿Qué...?

–Tu m-mamá, ella dijo que te habías ido, aquella noche, cuando Maia vino por ti, y yo... creí que me habías abandonado.

–Pero... –No podía decirlo, por más que su alma le pedía a gritos no callar y soltarlo todo, simplemente no podía– Sí, pero volví y me escondí aquí.

–No lo entiendo ¿por qué? Es sólo que todo parece tan irreal.

–¿Has estado bien? –dijo, cambiando de tema, antes de ser interrogado por mil preguntas más– ¿Has comido mucho? luces delgado ¿por qué tus ojitos ya no brillan?

–Creí que te había perdido, creí que... –su delgada voz se quebró, como si aquello no fuese suficiente– hay que sacarte de aquí. Tenemos que decirle a mamá.

–Lev, la mujer que tienes como madre no es quien tú crees, no es un ángel, ¿pretendes que salga y después qué? mamá es un monstruo.

–Pero tenemos que decirle a alguien.

Los dos pequeños indefensos, ¿qué podrían hacer? El pequeño Dimas lucía distinto, aquella mirada sombría y firme de siempre había desaparecido, sus ojos no eran los mismos anillos oscuros, vacíos y sin vida, ahora brillaban, de una manera distinta, de una manera hermosa. Por primera vez en tantos años, por primera vez en la vida, sus ojos estaban tristes, sus pequeños ojitos estaban reflejando el dolor de su alma, la tristeza que lo oprimía y Lev pensó que se veía bonito,  observar ese lado de su amigo para él era algo nuevo, como un arcoíris que creyó nunca ver después de la tormenta, pero ahí estaba. Miró su cuerpo, tan delgado y frágil, con el cabello largo y rasguños a lo largo de sus brazos y piernas y aquel grillete... aquel horrendo grillete, ni siquiera se había percatado de él, su felicidad lo había cegado por completo como para notar las condiciones en las que el pequeño Dimas se encontraba.

Levantó ambas manos y acunó el rostro de su pequeño amigo, el dolor punzante de aquella herida en la palma de su mano le hizo dar un pequeño quejido, lo suficientemente alto para que Dimas se percatara de que algo no andaba bien. Lo miró, buscando algún indicio en su rostro pero cuando Lev se echó a llorar frente a él sosteniendo su mano presa entre la tela de su playera, sus sentidos se activaron, todos a la vez.

–¿Qué sucede Levy? Déjame ver –el pequeño hizo un puchero, dejó a la luz una temblorosa y pálida mano cubierta de sangre y polvo que no lucía para nada bien– ¿qué te pasó? ¿cómo te hiciste eso? –no quería lucir preocupado, no quería asustar a su pequeño y llorón amigo pero no podía evitarlo.

–Fue un accidente, yo solo quería buscar la linterna.

–¿Por qué bajaste, Levy?

–Quería... quería jugar con tu antiguo carrito a control remoto pero no lo encontraba, entonces recordé, re-recordé que estaba aquí –sus enormes lágrimas escurrían por sus rosadas mejillas, lucía tan indefenso, una imagen demasiado familiar, un sentimiento similar, habían pasado casi seis años, pero ver a Lev llorar le oprimía el corazón de la misma manera que aquella primera en la sala de espera de aquel hospital. No había cambiado nada, seguía siendo el mismo bebé debilucho, con una única difencia; ahora era suyo y nada ni nadie iba a hacer llorar a su pequeño.

–Tienes que decirle a mamá que te limpie la herida, debes subir Levy, no tardará en llegar.

–¿No vendrás conmigo?

El pequeño negó con un movimiento de cabeza.

–No esta vez.

***

No debía ser más de medio día, la lluvia repiqueteaba contra la ventana de su habitación, haciendo pequeños ruiditos que lo distraían de hacer su tarea. ¡Siquiera pudiera tomar bien el lápiz! se sentía tonto, sí, él era un niño muy tonto ¿cómo no pudo ver aquel clavo? Ugh, ahora que lo veía desde otra perspectiva ni siquiera había sido la gran cosa, había llorado por una pequeñez, de seguro Dimas se habría estado riendo de él en su mente, pensando en lo débil que era. Dimas... habían pasado tres días ya después de haberlo visto. Saber que su amigo, su otra mitad, estaba encerrado bajo tierra a tan solo unos metros de él, lo sacaba de quicio, el sentimiento de inutilidad se apoderaba de él, quería gritar, quería llorar, quería a Dimas de vuelta.

Todos los días, después de que la madre de su amigo partía a su trabajo, el pequeño Lev se internaba en la cocina y rebuscaba en la alacena dulces u otras golosinas que sabía podían gustarle a Dimas, las metía todas dentro de una pequeña bolsa y aguardaba a la noche, donde era libre de tomar las llaves del sótano y bajar a hacerle un poco de compañía a su querido amigo, pero sabía que no podía durar mucho, debía ser sumamente cuidadoso si no quería alertar a su madre. El lobo feroz.

Pero entonces, una noche, quizá dos o tres semanas después, ocurrió lo que más había intentado evitar, recordaba perfectamente los latidos de su corazon demasiado cerca de su cuello, el dolor punzante de su muñeca tras caer de las escaleras, la sangre sobre su rostro, aquel par de ojos que reflejaban odio y querían venganza. Lo recordaba todo perfectamente.

INSANIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora