𝐗𝐈

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Hacía mucho tiempo que las ratas habían dejado de molestarle. El estar solito en aquel lugar frío y mohoso había consumido su corazón a cenizas. Extrañaba la luz del sol, el calor golpeando de lleno su rostro, correr por toda la casa, extrañaba las miraditas furtivas de Lev cuando hacían algo que no debían, el sonido de su risa, sus pequeños ojitos, extrañaba todo de él.

Miró sus pies, nuevamente presos por aquellas cadenas grandes y pesadas que le imposibilitaban moverse, el área de su tobillo estaba completamente herida, inflamada y en carne viva, tenía hambre, su estómago rugía ¿dónde se había metido Lev? estaba acostumbrándose demasiado a su cercanía, a tenerlo todas las noches en el sótano junto a él aunque fuese solo un rato, ¿por qué ya no había regresado? no sabía muy bien cuantos días habían pasado, dos, tres... no podía recordarlo. Dio dos pequeños golpes sobre la enorme viga de madera, nada, no obtuvo respuesta, más que un enorme silencio que se cernió en todo el lugar hasta entrar en sus pulmones y oprimir su pecho. Estaba cansado, tenía sueño, incluso el respirar requería un esfuerzo sobrehumano.

Cerró sus ojos, con la esperanza de poder conciliar un poco de sueño a través del hambre y la sed por la que atravesaba su cuerpo y ahí, en sus más profundas memorias, soñó.

Era verano, el árbol de su patio trasero estaba más llenos de hojas que nunca ¡era todo un espectáculo! escaló hasta la cima sin el más mínimo cuidado, enterrando astillas en su suave y nívea piel, desde allá arriba podía ver perfectamente todo el vecindario, un lugar totalmente desconocido para él, y pensó en aquel gigantesco mundo que se escondía del otro lado de la puerta de su casa, más allá de aquellas cuatro paredes, de esos muros que se alzaban imponentes y lo encerraban privándolo de cosas tan maravillosas. Qué suerte tenían algunos. ¿Por qué él debía esconderse? ¿Por qué tenía que estar solo? No, no lo estaba, tenía a su pequeño Lev consigo, su más preciada posesión.

–¡Didi, Didi! –bajó la mirada, a un diminuto Lev que saltaba y elevaba las manos en su dirección.

–¡Sube, tienes que mirar esta vista! –gritó, esperando que aquello fuera suficiente como para que su pequeño pudiese oírlo, y sí, lo fue. Un torpe Lev se aferró al tronco del árbol y comenzó a subir con movimientos vacilantes y miedo en la mirada.

–¡Hoy mamá ha dicho que podemos ir al parque! –dijo con brillo en sus ojos, aquellos que solo le pertenecían a Dimas.

–¿Salir?

–Sí, salir. Pero primero debemos...

–¿Hmn?

–Primero... –No pudo terminar la oración, ¡si tan solo Dimas se hubiese dado cuenta que la rama donde su pequeño amigo estaba sentado comenzaba a quebrarse! El diminuto cuerpo cayó estrellándose contra el frío y duro suelo de una manera demasiado preocupante, con un ruido tan específico, idéntico a un grujido, como cristal rompiéndose en mil partes, como alfileres tirados sobre el suelo, así lucía el pequeño Lev, roto.

–¡Levy, Levy!

Abrió los ojos, el nerviosismo aún permanecía presente en su cuerpo haciendo temblar sus manos y provocando un ligero castañeo en sus dientes. No tenía idea de la hora, pero comenzaba a hacer calor o tal vez era solo el hecho de que acababa de tener la primera pesadilla de toda su vida. Aún podía recordarla, sí, quizá nunca iba a olvidarlo.

El ruido metálico de una puerta abriéndose de golpe le hizo dar un pequeño gran salto en su lugar, levantó la mirada ¿era de noche? ¿cuánto tiempo había pasado? Sin darse cuenta una tenue sonrisa se dibujó en su rostro. La luz del exterior hizo reflejar la silueta de una mujer, su madre, seguido de un par de gritos, vio algo rodar escaleras abajo hasta que todo el lugar quedó en silencio de nuevo.

Un grito escalofriante le puso los vellos de punta, no era algo, sino alguien.

¡Mamá! –esa voz... La puerta se cerró de un golpe que hizo retumbar el lugar y el sonido de la cerradura siendo trancada fueron lo único que se escuchó durante un par de segundos, antes de que una delicada voz comenzara a llorar.

–¿¡Lev!? –Corrió hasta donde sus ataduras se lo permitieron, estaba demasiado lejos de su amigo, ni siquiera podía tocarlo– ¡Lev, responde! –pero su llanto era lo único que llenaba la habitación.

–Yo-yo sólo q-quería bajar y estar contigo un rato ¡por qué mamá tuvo que darse cuenta! ¡por qué! me duele demasiado mi mano, Didi, me duele m-mu.. –ahí estaban otra vez, esos sollozos que tanto le rompían el corazón. ¿Pero qué podía hacer? el lugar estaba completamente en penunbras, nada más que oscuridad se cernía sobre ellos.

Un rayo de luz se proyectó en dirección al techo, era él, aún llevaba aquella linterna y Dimas no pudo estar más que agradecido por ello. Vio la pequeña silueta de su amigo arrastrarse lentamente hasta estar cerca de él. Algo no iba bien, de hecho, toda la situación era una mierda, parecido al susurro de un alma sobre su oído, su piel cobró vida erizando cada vello de su cuerpo. Cuando la luz los iluminó a ambos, el vívido recuerdo de su sueño volvió a la vida, sacado de un cuento de terror. Tenía la mitad del rostro cubierto en sangre, aquella que tanto había querido tener en sus manos, la misma que ahora le provocaba pavor. Verlo llorar susurrando su nombre mientras la sangre caía sobre su regazo era algo que no podía describir. ¿Por qué su corazón dolía tanto? El extraño sentimiento que se había instalado en su pecho después de aquel sueño, se hacía cada vez más grande inundándolo por completo. Sus ojos ardían, su garganta dolía, no podía entender que estaba sucediendo, su pequeña y perturbada mente no le dejaba comprender aquel extraño sentimiento que su alma recién conocía después de doce años, era tan ilógico, nada propio de él. El deseo de cuidar de Lev, la preocupación por verlo tan herido, tan triste, era desesperación, coraje, miedo, compasión, era amor.

–¿Cómo te has lastimado? –dijo, con el tono de voz más menguante que pudo encontrar, intentando controlar el odio que ahora comenzaba a sentir dentro de sus venas. Poco a poco comenzaba a entenderlo, habían lastimado a Lev, física y emocionalmente, y si había algo que no iba a tolerar era que alguien lo tocase siquiera con una pluma, no podían hacerle daño, a él no. Porque estaba dispuesto a quebrarse, a romperse, a ser lastimado y soportar todo el dolor del mundo pero si había algo que no iba a perdonar jamás, era que lastimasen a su pequeño amigo.

–Mamá... m-mamá... ella se dio cuenta y yo solo intenté hacer que no se enojara pero no lo logré, me empujó por las escaleras, por un minuto pensé que iba a matarme pero cuando caí aquí pensé que si iba a morir, qué mejor que hacerlo a tu lado.

–Levy, te prohíbo que le llames madre. Te prohíbo que sigas sintiendo siquiera un poco de compasión por ella –el pequeño asintió, con lágrimas en los ojos–, déjame verte mejor.

Levantó la mirada, para encontrarse con sus ojos, que lo veían atento, preocupado y desde lo más profundo de su ser Lev pudo sentir algo indescriptible, ese "algo" que le susurró al oído que todo iría bien, porque estaba en los brazos correctos.

–Me duele mucho la muñeca.

–Déjame ver –le entregó su mano sin titubeo alguno, si existía alguien en el mundo en quien pudiera confiar plenamente, era él–, creo que... creo que está rota.

–¿Eso es muy malo?

–Te dolerá por mucho tiempo.

–¿Estaré bien?

–Sí, pero debemos inmovilizar tu muñeca –el pequeño sonrió y aquel simple gesto alegró a Dimas–, vas a estar bien, llorón.

INSANIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora