𝐈𝐈𝐈

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El olor de la comida hacía que el estómago del pequeño Dimas gruñera y se retorciera con tantas ansias, no había probado alimentos desde el día anterior a causa de querer limpiar su organismo de toda impureza que pudiera tener dentro, pero no podía resistirse más, la carne frita en aquel plato lo estaba llamando, y se preguntó si así se sentiría tener una adicción y no poder controlarla porque si así era, comprendía a los drogadictos, a los alcohólicos.

Después de todo siempre les había tenido un gran aprecio.

Aquellos que vivían en la calle sin los privilegios que él tenía, quería matarlos a todos, hacer que dejaran de sufrir porque la vida en sí era un tormento, uno muy feo y qué desgracia para ellos vivirla. Así como él en aquel preciso momento, intentando con todas sus fuerzas no comer esa carne que tenía frente a él, y no lo iba a hacer, porque él era un niño fuerte, síp, él lo era.

–Dimas cariño, tienes que comer –otra vez, aquella irritante voz.

–Si no comes te dolerá la panza –musitó Lev–, no quiero que te duela la pancita Didi, tienes que comer.

Lo pensó. Las palabras de Lev siempre lograban hacerlo cambiar de opinión, porque ese pequeño frente a él tenía un poder enorme del que no se había dado cuenta aún. El poder de controlarlo.

–Comeré si me lo das tú.

–Claro –dijo y acercó un poco más su silla a él, tomó el cubierto y cogió un trozo de carne, le dio un par de sopladitas antes de llevarlo directo a la boca de su amigo sólo para asegurarse de que no estuviera lo suficientemente caliente– di aaaah.

–Aaaah –y mientras este mantenía su boquita abierta, Lev le dio una cucharada enorme de carne.

–Eso es –sonrió–, porque tienes que crecer mucho y ser un niño muy muy fuerte.

Dimas asintió.

Su madre los observaba, enigmatica ¿cómo era posible que aquel monstruo se comportara tan bien con un niño como Lev? No podía entenderlo, aquella aberración que solo se la pasaba haciendo locuras, incluso a ella, poniendo cadáveres de roedores en su bolso o llenando las paredes de su baño con asquerosidades.

Recordaba la ocasión en la que la casa se había llenado de un olor nauseabundo, a putrefacción, muerte, durante días y días, incluso había llamado a un plomero para asegurarse de que no hubiese algún animal muerto entre las tuberías, pero tras una semana con aquel olor penetrando tan profundo en sus narices, vio como las hormigas formaba pequeños caminos hasta su habitación y se dirigían hasta debajo de su cama. Que sorpresa más grande se había llevado la mujer cuando descubrió a la mascota de la familia descomponiendose llena de larvas ahí mismo, claro que nunca se imaginó que Dimas pudiera matar a su gato favorito, siempre lo molestaba, pero, ¿matarlo?

Había noches donde no podía dormir, escuchaba ruidos en la habitación del pequeño Dimas, pasos por los pasillos, alguien corriendo de lado a lado y risitas psicópatas a mitad de la noche, entonces salía a revisar, pero no había nada, el pequeño dormía en su habitación y solo cuando regresaba, en los últimos segundos antes de caer dormida, los pasos de alguien corriendo por el corredor aparecían de nuevo. Estaba harta de tener que lidiar con un monstruo horripilante como lo era su hijo, a veces se maldecía por no haberlo abortado, si hubiera sabido cuando estaba embarazada que su hijo era un maldito psicópata, sin duda habría hecho más de un intento por sacarlo de su interior, aún si moría también. No podía creer que aquella cosa fuera su hijo, que hubiese salido de su vientre y tenía tanto miedo de concebir a otro niño que le saliera igual, llegaría a matarse si aquello llegara a suceder porque estaba hastiada de tener que vivir en la misma casa que ese demonio y aún así, no lograba comprender como Lev no tenía miedo de él, lo trataba de una manera única, como si lo amase, como si no hubiera nada de malo dentro de él y su retorcida mente.

–Hoy quiero dormir con Levy –anunció el pequeño–, nunca hemos dormido juntos.

–No –cortó su madre–, no pueden dormir juntos y lo saben.

–Tal vez sea buena idea –intervino Lev–, Didi y yo somos muy buenos amigos ¿verdad? –lo miró, esperando respuesta– por favor mamá.

La mujer se lo planteó, no podía dejar que su hijo durmiese tan cerca del pequeño Lev, no iba a soportar si algo le sucedía, jamás iba a perdonárselo. Pero lo pensó, tanto que la cabeza llegó a dolerle y después de casi media hora dándole vueltas al pensamiento, cuando los niños jugaban juntos en la alfombra frente a ella, aceptó.

–Dormirán juntos entonces –sonrió, con demasiado miedo– será en la habitación de Lev.

–¡Siii! -gritaron los dos al unísono.

Corrieron uno detrás de otro a sus respectivas habitaciones y se colocaron los pijamas, ahora ambos estaban listos para ir a dormir, no sin antes cumplir el plan que Dimas. Cuando las luces se apagaron y su madre se hubo encerrado en su pieza, los dos pequeños se internaron en su propio mundo, Lev sacó todos sus juguetes del baúl, invitando a Dimas a jugar con él, ambos cogieron un par de espadas de plástico y comenzaron a golpearse con ellas, el pequeño Lev reía viendo como su amigo intentaba blandir la espada como si esta fuera real.

–¡Enfréntate a mí si puedes! –dijo y salió corriendo en dirección contraria a su oponente. Los dos rieron hasta que sus estómagos llegaron a doler, entonces el pequeño Dimas dejó caer la espada y su mirada cambió, el niño de hacía un segundo atrás había muerto–. Tengo un juego mejor Levy, aunque me temo que éste es solo para mí –sacó el cuchillo que escondía debajo de la almohada y se acercó a paso lento hacia él, esperando que no se asustara lo suficiente como para gritar.

–¿Qué estás haciendo, Didi? ¿Piensas hacerme daño? –sus ojitos se llenaron de lágrimas.

–Solo necesito un poco de tu sangre Levy, solo un poco.

–Didi... no.

–Sólo dame una gota, no pido más –sus ojos negros azabache lo fulminaron, con esa mirada intensa que lo consumía todo

El pequeño Lev lanzó la espada contra la cara del mayor y salió corriendo de la habitación escaleras abajo, no quería llamar a la madre de Dimas, eso implicaría demasiados problemas, pero, temía por su vida, tanto que sentía que podría hacerse en los pantalones en ese preciso momento. Vio como Dimas bajaba las escaleras con toda la paciencia del mundo, quizá porque sabía que no tenía lugar adónde escapar.

–Por favor Didi, deja eso.

–Dije que me dieras tu sangre Levy -y arremetió contra él, lo tomó del cuello del pijama y lo tiró de un golpe seco al piso, se puso a horcajadas sobre él y se detuvo justo antes de pasar el cuchillo sobre su cuello, sabía que debía buscar zonas calientes, tenia entendido que los animales siempre atacaban directo al cuello de sus presas–, no va a doler –y deslizó el cuchillo hasta que este se manchó de la oscura sangre roja de Lev, entonces lamió el filo de la cuchilla, saboreando la sangre de su amigo. Sabía amarga, a metal, nada de lo que él se hubiera llegado a imaginar, pero aún así, le resultó un tanto curiosa.

La puerta de la habitación de su madre se abrió y sus ojos se cruzaron con los suyos desde arriba del balcón, la mujer palideció cuando los vio a ambos, uno sobre otro, cerca de la chimenea, vio el cuchillo cubierto en sangre y a un Lev que temblaba de miedo con lágrimas que corrían desde sus ojos y se revolvían en su cabello.

–¡Lev! –gritó la mujer, al borde del desmayo.

INSANIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora