𝒊𝒏𝒕𝒓𝒐𝒅𝒖𝒄𝒄𝒊𝒐́𝒏

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—¿Te gustaría comer caldo de pollo?

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—¿Te gustaría comer caldo de pollo?

Eso fue lo que me preguntó la primera vez que cruzamos caminos, encontrándome yo devorando una pobre naranja gracias a la hambruna y él mirándome dudoso, con sus manos temblando gracias a los nervios.

Mi madre suele ofrecer comida a la gente de la calle los domingos.

Se había explicado, yo con mi cabello alborotado mirándole con gracia y él acomodándose sus lentes de marco plateado. No me quedó más remedio que aceptar entonces, con solo haber escuchado pollo mi estómago había rugido tal bestia.

Me llamo Sergio.

Se presentó él mientras caminábamos hasta su casa, y entonces me avergoncé. Porque yo no tenía un nombre con el cual presentarme. Toda mi vida me habían llamado niña en el orfanato, mientras otros me llamaban loca. Y entonces tuve que inventarme un nombre, un nombre que me había quedado de puta madre entonces.

Dime Barcelona.

Y entonces me presenté yo.

Y gracias a un simple y delicioso caldo de pollo, comenzamos una amistad que nos duraría por el resto de nuestras vidas.

Ahora, en la actualidad, mayo del 2016, él se encontraba en la barra de una pequeña discoteca en Madrid con una cerveza entre sus manos, mirando entretenido las técnicas de baile que pulíamos yo y su hermano mayor en la pista.

Sergio Marquina Gonzalves era el hombre que me había robado el corazón desde que tenía quince años, un amor adolescente y no correspondido por el que sufrí años, y por el que quizás aún sufro. Volver a verlo siempre me llevaba de vuelta a aquellos tiempos en los que su presencia me hacía saltar el corazón a mil, y eso no era nada bueno.

Nuestra relación se había limitado a eso, una amistad fuerte, que no pasaría a más; excepto por ese día en el que perdimos la virginidad juntos en un viaje a San Sebastián, aquel viaje que transformó a Sergio en el hombre que es hoy.

Sergio había cerrado su corazón para concentrarse en cosas mayores, como el plan de atraco a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre que había creado su padre y había dejado a medias después de su inesperada muerte. La mitad de su vida la había dedicado a ello, y por eso nos encontrábamos aquí el día de hoy.

Andrés y yo.

Ese es mi hijo mayor, Andrés.

Me lo había presentado su madre, señalando su figura a un lado de la ventana, desinteresado con lo que ocurría a su alrededor. Hasta que se volteó y nuestros ojos se encontraron por primera vez.

BARCELONA; Berlín [EDITANDO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora