Introducción

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Los atardeceres en el campo eran muy diferentes a los de La Inmaculada. Al menos así los sentía Ramiro, desde que se había mudado con Marta, a una casita cerca de la casa de los Cuellar.

Entrado el mes de marzo, el chico solía sentarse con la mirada puesta en el poniente, imaginando al menos como era un atardecer, pues aunque hacía tiempo que lo había visto por última vez, le gustaba recordarlo, y además, contemplar el sonido de las aves dispuestas a dormir, del viento jugueteando entre las ramas de los árboles, que ya dejaban caer sus hojas secas, y el sonido de uno que otro vehículo que podía escucharse a lo lejos.

Marta sabía que ese ritual de Ramiro era sagrado, de manera que evitaba hablarle para no interrumpirle. En todo caso, era el momento en que aprovechaba para hacer la cena. Y en muchas ocasiones, mientras se sostenía esta nueva dinámica, familiar, se podría decir; la mujer también aprovechaba para pensar en el tiempo que hacía que había dejado de preparar la comida para ella y alguien más.

Muchos dirían que ya no recuerdan la última vez. No obstante Marta sabía que la última cena que preparó fue la noche que su hijo Fernando, eternamente presente, decidió terminar con su vida. La mujer podía ejecutar ese razonamiento, acceder a aquel recuerdo, y sentía frío en todo el cuerpo. De pronto, una solitaria lágrima pugnaba por salir de las cuencas verdosas que eran sus ojos, sin embargo, el dolor era aplacado por algo parecido al alivio. Y es que jamás, Marta se hubiera imaginado volviendo a preparar la cena para ella y otra persona que, en este caso era Ramiro, y tranquilamente podría tratarse de un hijo.

La cena estuvo lista a las nueve de la noche. Estofado con papas que sobraría para el día siguiente. Esa era otra de las dinámicas familiares. Cocinar para el almuerzo siguiente, y aprovechar las mañanas para salir con Ramiro a reconocer el territorio, de manera que pudiera desenvolverse de forma independiente.

-Hijo. –dijo Marta, con cariño, y contemplándolo con amor. –La comida está lista.

Aquella noche los dos comieron en silencio. Ninguno dijo palabra, es que Ramiro había estado sin decir nada desde que quedó absorto en sus pensamientos a la hora de la puesta del sol.

-¿Puedo preguntarte en qué piensas cuando estás callado? –Marta rompió ese silencio, sabiendo que el error de su vida pasada fue limitarse a observar y no preguntar.

-Pienso en Micaela. –respondió el todavía adolescente Ramiro, mientras se limpiaba con una servilleta de papel.

-¿Querés buscar a tu familia? –preguntó la apresurada Marta, con temor en su corazón. Temor de volver a quedar sola. Temor de perder, lo que ella ya sentía como una familia.

-No. Solo pienso en Micaela. Mi hermana querida. Pienso que se fue por mi culpa. Porque la traté mal. Por no disfrutarla cuando la recuperé. Tal vez hoy estaría cenando con nosotros dos.

-Mi chiquito lindo. Pienso que deberías escribirle si tanto la extrañas o la piensas. Pero, no te tortures con culpas que desconoces. Sinceramente, creo que la hayas tratado bien o mal, tu hermana se marcharía de todas formas. Como ella bien te dijo, encontró su mundo en aquel pueblito. Y era justo que regresase. Así como creo que vos encontraste aquí tu lugar.

Así, la familia, en proceso de constitución, terminó de cenar, y conforme a lo pactado, luego de cada comida, equilibrando la balanza de lo justo, fue Ramiro el encargado de dejar platos brillantes y sin detergente, listos para usarse en otra ocasión. Mientras que Marta, decidida a ser madre de nuevo, preparaba las bufandas y gorritas para el corto pero inexorable invierno.

Ramiro, por otro lado, habiendo acomodado todo, en lugar de preparar las cosas para la escuela, esta vez tomó hojas, pizarra y punzón, dispuesto a dirigir unas líneas Braille a su hermana.

Así, en un pueblito olvidado en medio de la montaña, en días posteriores, Micaela estaría recibiendo noticias de aquel hermano, que primero creyó muerto, pero que a posteriori, creyó perdido para siempre a raíz de los rencores que este decidió albergar en su corazón.

Querida Mica. ¿Cómo estás? Espero que bien, y que no te hayas olvidado de leer Braille.

Escribo porque te extraño. Escribo porque jamás debí tratarte mal. Escribo porque sos importante para mí.

Quiero contarte que las cosas cambiaron mucho en mi vida. Ahora, y desde hace algún tiempo, vivo con Marta. Ella vendió nuestra casa, donde funcionaba la asociación que fundó, y nos vinimos a vivir cerca de los Cuellar. Aunque claro, los vemos poco, pues desde la muerte de Luciano, se la pasan más en la fortaleza, intentando ayudar personas, de lo que se pasan aquí.

Por otro lado, decidí que mi vida tenía que continuar, y la mejor manera de hacerlo sería estudiando y terminando la secundaria. En La Inmaculada tenía la opción de ir a la escuela Nocturna, pero tendría que cursar de nuevo el primero. En cambio, en la Escuela 04, después de rendir un examen de nivelación, quedé para sexto. De manera que en diciembre, habré terminado la escuela.

La vida en el campo es muy tranquila. Con Marta salimos de mañana y nos caminamos lo que más podemos, hace poco, Ignacio nos regaló una bicicleta tandem. En esa salimos los dos, y aunque nos cuesta un poco el equilibrio, pronto remplazará nuestras caminatas, y seguro podremos llegar mucho más lejos.

Marta y yo estamos muy unidos. Parecemos madre e hijo. El otro día me regañó por haber dado la espalda a unos campesinos que se acercaron a charlar conmigo, obviamente porque no vieron un ciego nunca en su vida. Ella no comprende mi punto de vista, sin embargo me agradó mucho volver a sentir el amor de una madre amorosa, pero que me pone sus límites. Esto último, si compartes la carta con Claudio y Margarita, puedes omitirlo, aunque preferiría que no compartas nada de mi historia con ellos. Y como podrás ver, no los perdono todavía. A él por avergonzarse de mí; y a ella, por demonizarme desde el día en que regresé a la vida.

Por último, seguro que formando parte de una escuela, tendré muchas aventuras, entonces, escribiré para vos hermanita, contándote de mi vida, y esperaré respuesta, así me comentas de la tuya.

Te quiere, tu eterno hermano menor. Ramiro.

No obstante, Micaela lo compartió todo con sus padres. La joven sabía que tanto el perdón como el rencor formaban parte del flujo del universo. De manera que ocultarlo no era opción. Al menos no la más justa. Tal vez, ese era el valle de sombras que Los Vega debían pasar. El trago amargo. La paga ante la bendición de haber podido continuar, enteros, aunque heridos por haber dado la espalda a su hijo.

En las llamas del deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora