Capítulo X: Con el demonio en las venas

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Los días en la casa grande de Veliz se volvían largos y aburridos para la nueva señora. Pues pasaba la mayor parte del tiempo sola, o en compañía de las sirvientas y tres de los cuatro guardianes puestos por Don Martín Veliz, su marido, para cuidarla. Así es que se sentía sofocada, ya que, si bien siempre había ostentado aquel lugar que ocupaba, no podía olvidar la vida que llevaba antes.

Sucede que pese a sus ambiciones, había sido una mujer activa, dedicada a trabajar desde muy chica, que puso de su empeño para estudiar el secundario, e incluso ser profesora de folclore, hasta que pudo hacerse de su grupito de danza.

-Quiero que sepas algo. –le había dicho su esposo cuando estaban regresando de su viaje: -Nunca más volverás a pasar privaciones. Jamás volverás a trabajar. –en ese momento la mujer imaginó que su marido se refería a la vida de lujos a la que ella tanto había aspirado. Sin embargo, nunca había pensado en tener que dejar el baile y a sus amigas del grupo. Y es que tampoco había imaginado que Martín, aquel hombre esbelto, honorable y rico que conoció en un bar, se transformaría en ese ser grotesco, gordo y avariento que la forzaba cada vez que quería tener relaciones con ella.

Antes, los primeros días del matrimonio, cuando Martín aun era un hombre con el cuerpo cuidado y trabajado, no quiso tocar a Nadia, y vaya que ella lo intentó. Usó trajecitos sexis, se le presentó desnuda en más de una oportunidad, e incluso llegó a masturbarse delante de él. Porque, aunque no lo amaba, de la misma manera que a Raúl, no le disgustaba tenerlo entre sus piernas, con ese enorme pene pujando para introducirse más y más dentro de ella.

La cosa fue distinta al mes y medio, cuando Martín se desnudó delante de ella, y la panza gorda dejó ver un ombligo con pelusas. El hombre pudo ver el desagrado en el rostro de su mujer, y fue entonces, cuando, contra su voluntad, comenzó a tomarla nuevamente.

Al principio Nadia creyó que eso era una etapa pasajera. Tal vez Martín estaría relajado por el viaje, de ahí su descuido. También ella confiaba en que sus dotes femeninos lograrían seducir de nuevo a aquel tonto, pero cuando este pasó el umbral de los treinta kilos de sobrepeso, la esposa entendió que no habría retorno.

Ahora estaba sola en la sala de estar, mirando unas viejas fotos, y recordando cómo en poco tiempo su vida se había convertido en aquel pacífico pero peligroso infierno.

-¿Filomena? –habló la dama a la mucama administradora que repasaba el plumero en un retrato de la señora anterior, empotrado en la pared.

-¿Qué quiere? –preguntó la mujer del traje gris, con tono de malos amigos.

-Necesito saber si llamó al camión de mudanzas que contraté para traer los nuevos muebles que mandé comprar para el cuarto.

Pero Filomena tenía órdenes de Martín de no contratar ningún servicio de traslado. En todo caso, le advirtió que lo mejor para ella sería mantenerse al margen y dejar que la señora se encargue de todo.

-El joven Martín me pidió que no hiciera nada. –respondió Filomena sin quitar la mirada de lo que estaba haciendo.

-Por lo visto me voy a tener que encargar yo de todo. –dijo Nadia soltando un suspiro, con aires de superioridad. –Mientras tanto, deje lo que está haciendo y tráigame una taza de té.

-Tengo que encargarme de la comida todavía. –dijo la mujer, quitando el polvo de unos almohadones. –pero le digo a una de las chicas que se lo traiga.

-Quiero. Que. Me. Lo. Traiga. Usted. Filomena. –dijo la damita, pausadamente y siseando, cual serpiente embravecida.

La mujer, entonces, agachó la cabeza y fue a cumplir con la orden impartida, mientras la nueva dueña contrataba el servicio de traslado.

En las llamas del deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora