Capítulo II: Ángel caído.

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Cada tarde, desde que habían iniciado las clases, Marta y Ramiro llegaban en una motocicleta pequeña, que ella había decidido adquirir tras dificultársele el regreso con la bicicleta tandem, que era más pesada por su tamaño, para montarla sola.

Cierta tarde, la rutina fue la de siempre. Ramiro descendió de la moto, se despidió de Marta, y tras dar un par de toques con su bastón identificando el terreno, encontró la puerta de entrada, y bordeando el gran patio, pasando por el tronco donde los chicos se sentaban a charlar, se dirigió por el camino de altos pinos, hacia el tinglado principal, y de allí, a su salón de clases.

en el aula de sexto ya estaba Sebastián, que había sido el primero en llegar. El chico era repitente, hacía dos años que debería haber terminado la secundaria, pero priorizaba otras cosas por encima del estudio.

En el momento que Ramiro ingresó en el aula, Sebastián estaba con la mirada puesta en una vagina que había dibujado en su pupitre, cavilando cómo podría resolver su problema con el trabajo de geografía que nunca se preocupó ni se ocupó de realizar. Pero, salido de su ensimismamiento, centró su atención en aquel chico raro, que se hizo presente y de manera fría y certera, ubicó su lugar y tomó asiento.

De pronto, justo cuando volvería a pensar en el dibujo del pupitre, una mujer de cabello rubio, teñido obviamente, ingresó intempestivamente al aula, con la hoja del trabajo práctico impreso, que aquel jovencito había olvidado en una carpeta, en el canastito de la moto.

-Ramiro, hijo, te olvidaste el trabajo en la moto. –Señaló la mujer alarmada.

-si ma. Tenés razón. Pasa que anoche, me quedé hasta tarde con lo de Mica, y se me pasó meterlo en la mochila. Pero igual, gracias por dejármelo.

La mujer abrazó al chico, con ternura y cerca del oído comentó divertida:

-Hay un chico que te mira fijamente. ¡Picarón!

Ramiro sintió que se le subían los calores al rostro, e imaginó que se estaría poniendo rojo como tomate, no obstante, transformó su risa en desagrado, y secamente respondió:

-Nada que ver. Además, yo ni sabía que alguno de los gauchos de mis compañeros ya estaba aquí.

Marta amaba a ese chico, sin embargo, su rictus se tornaba sombrío cada vez que manifestaba esas actitudes despectivas en contra de los demás. Pero, sin querer decirle nada, se despidió diciendo que debería viajar a la Inmaculada por lo de la carta.

Ramiro, que tal vez notaba el desagrado de la mujer, se mantendría intransigente en su postura, lo que no significó que antes de que se marchara por completo, la detuvo con la voz y le dijo:

-gracias mamá.

Sebastián, por otro lado, atento a la escena, vio su oportunidad de solucionar el problema del trabajo práctico. Solo debía esperar el momento adecuado para hacerse con aquella hoja.

Sin embargo, la distancia entre el trabajo de Ramiro y Sebastián, se hizo larga cuando entró prácticamente el grupo completo al salón. Voces, risas y ruidos molestos, desde el punto de oído de Ramiro; y muchos testigos, desde la perspectiva de Sebastián.

Pero, lo que parecía ser un gran abismo, se cerró en el momento que sonó la campana de la formación y llegó la profesora de turno a buscar a Ramiro para llevarlo hasta la formación.

-No se demore Corbalán. –Indicó la mujer a Sebastián, cuando fue el último en quedar en el aula.

El chico, fingiendo buscar algo en la mochila, esperó a que todos estuvieran lo suficientemente lejos, como para abrir la carpeta de Ramiro, buscar la hoja impresa y sacarle foto. Luego, lo único que tendría que hacer sería aprovechar la hora de lengua que tenían antes y haciéndose el tonto, copiaría la fotografía con su puño y letra. Así, una vez más se salvaría y presentaría un trabajo sin la necesidad de pensar.

En las llamas del deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora