Estaban Ramiro y Antonio recorriendo el pueblo en la bicicleta doble que, inevitablemente llamaba la atención de todos los lugareños.
Antonio, que era el piloto, sentía gran satisfacción al ver que las personas los miraban: algunos con sorpresa, otros con una sonrisa, y uno que otro que lanzaba algún comentario elogiando el rodado.
Ramiro también se sentía a gusto despertando ese tipo de reacción en las personas del campo, que poco a poco se iban ganando su cariño y su respeto.
De pronto, mientras los ciclistas regresaban a casa de Ramiro para que se bañara y cambiara para ir a clases, fueron detenidos por Martín, que pasó con su camioneta junto a ellos y se cruzó en frente, obligándoles a frenarse.
-¿Qué pasa? ¿Quién es? –preguntó Ramiro con cierta intranquilidad.
-quédate tranquilo. –pidió Antonio. Mientras que Martín, que ya había descendido de la cuatro por cuatro, se acercaba a ellos.
-Hola chicos. –Saludó Martín.
-¿Qué querés? –preguntó Ramiro.
-¡Brava la muñeca! -comentó Martín con toda intención de ser desagradable.
-Si te bajaste a atacar... será mejor que nos dejes seguir nuestro camino. –Antonio demostró disgusto ante la mala actitud de quien un día fuese su gran amigo.
-La verdad es que yo quiero hablar con vos. –dijo Martín con seriedad.
-Pero yo no quiero. –se resistió Antonio.
Entonces, Martín se giró y regresó a su vehículo. No obstante, antes de subirse, se giró donde los muchachos y dijo:
-Entre hermanos no nos damos la espalda Antonio Palavecino. Eso es como darnos una puñalada en el corazón.
Entonces, Antonio dejó a Ramiro en su casa y luego de jugar un poco con el perrito que días anteriores había rescatado junto a Ramiro, acudió al encuentro con Martín.
-¿No era más fácil que me mandes un mensaje o me llames para decirme de juntarnos? –reclamó Antonio.
-Bueno... la verdad no tenía pensado llamarte. Te vi ahí jugando al príncipe con la ciega tonta esa y me dieron ganas de charlar.
-Te escucho. Abrió Antonio la puerta al diálogo.
-No sé qué hacer. –admitió Martín con expresión de derrota.
-Es muy simple. Tu papá te da a elegir: la fortuna o Nadia.
Nadia Méndez de Veliz estaba en su blanca prisión recordando sus inicios en la danza.
Mientras revolvía entre sus telas, sus vestidos, sus polleras y sus accesorios, puestos al voleo en una gran maleta; reconocía que lo único bueno que su madre le había dado era la posibilidad de formarse como bailarina.
La Rosa de los vientos se hizo cargo de la crianza de Nadia hasta que tuvo edad de ir a la escuela. Entonces, la depositó en un internado de religiosas y mensualmente se hizo cargo de su manutención.
Sin embargo, la pequeña Nadia creció sabiendo que su madre era una prostituta y que con el tiempo decidió incursionar en las artes del ocultismo. Por alguna razón entendió que debía ser fuerte, pero jamás de los jamases debería reconocer a aquella mala mujer como madre suya.
Aun así, en alguna de las pocas visitas que la madre hizo a su hija, le regaló un velo hecho con hilo dorado. Y ese regalo fue en realidad la llave que abrió para la jovencita las puertas a las danzas: folclore, árabe, ritmos brasileros, no importaba.
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En las llamas del deseo
Teen FictionEsta es la historia de Ramiro Vega: un joven veinteañero, que tras vivir una experiencia traumática y misteriosa, regresa a la vida, luego de casi morir asesinado en una hoguera. Junto a Marta, su madre adoptiva, Ramiro decide iniciar una nueva vid...