Capítulo VI: El legado de los Veliz

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Estaba de pie, pues ya no podía sentarse en cuclillas, Don Adalberto Veliz, frente a la tumba de su esposa Dora. Con un ramo de rosas blancas, que llevaba cada año para esa fecha, en ocasión del aniversario de su fallecimiento.

El hombre miraba con detenimiento las flores de color azul, dibujadas en aquel fino revestimiento que mandó a fabricar como cumplimiento del último deseo de su mujer.

<Resultaste cara aun estando muerta> pensó el hombre, reprochándole que había hecho de su vida un infierno.

-Pobrecita. –dijo Joaquín, que se paró atrás de su hermano, esperando su turno para rendir también el tributo correspondiente a su cuñada. –Dora era muy buena. Sufrió mucho cuando vos decidiste reconocer tu paternidad sobre Raúl.

-Adalberto, sin moverse, y sin dirigir la mirada, habló:

-¿Vos también vas a mortificarme por haber hecho lo que consideré correcto? –la voz del hombre denotaba cierto cansancio.

-No hermano. Yo siempre estuve de acuerdo en que Raulito ocupe el lugar que le correspondía en la familia. Es solo que a veces me pregunto si no le hubiera sido mejor ser un hijo natural que un bastardo condenado a ser el rival de su hermano.

-Pero ellos se llevaban bien. –señaló el padre de los muchachos. –se pelearon por culpa de esa prostituta. ¡Maldita la hora en que! -Adalberto no pudo seguir renegando de su nuera, pues la voz se le cortó por el ahogo que le produjo alterarse.

-Tranquilo Adalberto. De nada te sirve agitarte así. Solo empeoras tu salud. –Joaquín, que amaba mucho a su hermano, había intentado siempre y por todos los medios, que la vida le fuese más pacífica, pero Adalberto, prisionero de sus pasiones, estaba llegando al invierno de su existencia y ya en el ocaso, sabiendo que la muerte llegaría pronto aprovechó de estar en frente de la tumba de Dora, para hacer a su hermano una petición.

-Joaquín, yo quisiera que cuando yo ya no esté aquí.

-¡No sea rompe bolas mi hermano! –dijo Joaquín, intentando que esa charla con aroma a despedida, no se efectuase, pero, Adalberto, obstinado, como siempre, continuó:

-Necesito que me prometas que cuando yo venga a ocupar mi lugar aquí, vos te vas a hacer cargo del negocio familiar.

-¿Pero cómo podés pedirme que yo haga eso? Si sabes que quién lo administra todo es Martín. Además, nuestro padre te dejó a cargo porque sabía que yo no daba más que para disgustos.

-Nuestro padre está muerto y enterrado. Además, yo necesito que seas el administrador para que puedas actuar con justicia en caso de que Martín desee perjudicar a Raúl. Vos sabés bien que desde que esa puta se metió a la familia, la casa es una guerra. Y los días de paz se terminaron ahora que van a volver. Además, Raúl está deshecho desde que ese intruso ciego le quemó el galpón por hacerle una broma.

Entonces, el hermano mayor de los Veliz, aceptó la responsabilidad a sabiendas que una cosa es decirlo y otra cosa es hacerlo. Tomando en cuenta los trámites de la escribanía, cuestiones que podrían demorar meses, incluso para siempre, contando con la oposición de Martín.

En otro lado del campo estaba Raúl, con la mirada fija en aquel manchón negro que algún día había sido su galpón. El hombre no podía creer que su esfuerzo de años se consumió en un instante, y que tendría que reconstruirlo de nuevo, pero esta vez, le costaría más al no tener los fondos suficientes pues ya había gastado casi todo lo que tenía de la herencia que se le había dado, y que había perecido en aquel incendio. Afortunadamente, agradecía el hombre, que le quedaba el Jeep y su viejo camioncito listo para salir a hacer transporte de lo que fuere.

En las llamas del deseoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora