Nadia era excelente actriz. Tanto así, que al entrar a la iglesia, con aquel vestido sin mácula, podía aparentar estar enamorada de aquel hombre que la esperaba allá, al final del camino, en el altar.
Mientras caminaba por la larga alfombra roja, la mujer pensaba en la ironía de la iglesia. Tener que caminar por un camino del color de la sangre, supuestamente para llegar hacia donde seguramente, o estereotipadamente se encontraba la felicidad.
Felicidad con él. Felicidad con Martín Veliz. Un hombre de buen corazón y con mucho dinero. Seguramente viviría feliz con él entonces, se dedicaría a ser una dama de sociedad, reunida con las mujeres de alta alcurnia, esposas de abogados, ingenieros, políticos, incluso ella misma, podría ser esposa del intendente.
"Intendente Veliz..." ese título le sentaba bien a su marido. Aunque las elecciones estaban lejos, ella se encargaría de impulsarlo, para que llegado el momento, el hombre ocupe el lugar que a ella le convenía.
Todos estos pensamientos de mujer interesada, a ella le servían para olvidar a aquel hombre tosco y de malos modales, con barba en el rostro, manos rasposas y aroma desagradable, aroma a macho en realidad, que la encendía en una llama de deseo, pasión y finalmente amor, que la hacía vibrar toda, primero su piel, luego su clítoris, y finalmente su alma.
Pero ese hombre atrevido, era pobre. Entonces, aquí lo importante era el confort. Y su marido era bueno. Entonces, no le sería difícil ser feliz o estar cómoda a su lado.
Finalmente, cuando el cura inició su discurso, la novia salió de su estado absorto, y regresó a la realidad.
De pronto, un hombre obeso apareció tambaleando atrás del sacerdote, seguido de otro más delgado y bien parecido, que lo apuntaba con un arma. Y así la boda se transformó en un campo de batalla, del cual ella escapó despavorida.
Nadia vio aquel caos en la catedral como la oportunidad que le daba la vida de no casarse con su novio e ir tras un sentimiento genuino. Aunque más no sea en medio de la humildad.
Pero no. La pobreza para ella no era opción, pues toda su vida había sufrido ultrajes, no necesariamente sexuales, pero sí muy humillantes, que le hicieron pensar que lo mejor siempre sería tener un marido bueno y con dinero. Entonces, Martín era sinónimo de ese hombre.
Lamentablemente, para Nadia, la línea entre el deseo y la razón, era casi inexistente, de manera que cada vez que se encontraba sola, mandaba señales a su amante, como loba en celo, y él, acudía de inmediato a su llamado.
El lugar de encuentro era un galpón en desuso, cerca de la casa de la chica, el cual pertenecía a su futuro marido, del cual ella tenía la llave de la entrada, y el código de la alarma. Con la excusa de que era un lindo lugar para ensayar con el grupo de danza que lideraba.
-Supe que no te casaste. –dijo el amante, con el cuerpo rígido y completamente erguido.
-No hablemos de eso ahora. –pidió ella, una cabeza más baja que él, colgándose de su cuello para alcanzarle los carnosos labios masculinos.
-Pero yo si quiero que hablemos Nadín. Porque yo te amo. Sos la única mujer que me calienta como hombre, pero que despierta algo lindo en mí, que supongo que debe ser amor. Si no te casaste, es porque todavía estamos a tiempo. –mientras hablaba, el hombre retrocedía ante el avasallamiento de su amada. –deberías pensarlo. Yo acabo de comprar un camión para transporte de áridos. Podríamos vivir bien.
No obstante, era difícil argumentar con una mujer que al no poder atacar por el norte, fue directamente al sur, esa zona sin fronteras, fácil de transitar, desde el tacto, y por qué no, desde la succión.
Y así, poco a poco las palabras del amante fueron transformándose en jadeos de placer. La mujer era experta en eso de llevarlo a la luna, con tan solo jugar con su glande. Y bastó con tan solo provocarlo un poco más, pasando su dedo por el perineo, muy cerquita del ano, para que el macho sintiese el llamado a la hombría, y tomándola de los rubios cabellos, como a ella le gustaba, la apoyó contra el borde de una tarima, que llegaría poco más de la cintura de la chica, y subiéndole la pollera de chinita, descubriendo que no traía tanga, hundió su masculinidad en aquel pozo profundo, ya lubricado para recibirlo.
Así, pasado, presente y futuro, dejaban de existir para el sucio transportista, convirtiéndose en un único instante tan supremo... ¿Sería así la eternidad? Se preguntaba aquel varón lleno de lujuria mezclada con amor.
De pronto, la luz se encendió, y una voz rompió con el vaivén de caderas, los gemidos y las palabras sucias.
-¡Puta de mierda! –Gritó Martín.
No obstante, la mujer fue hábil. Fueron solo dos segundos los que necesitó: uno para saber lo que pasaba y otro para decidir cuál era el mejor camino.
No sería lo mismo ser la pobre esposa pendiente y dependiente de un camionero, a ser la mujer del futuro intendente de La Inmaculada. Entonces, el placer se transformó en dolor, los gemidos en llanto, y las palabras sucias en gritos de socorro.
-¡Raúl me obligó! ¡Juro que yo nunca quise!
Y como Nadia era tan buena actriz, sus lágrimas, su susto, su sometimiento, sonaron tan creíbles que el hombre con poder, se creyó en la obligación de defender la honra de la dama, aun, creyéndose dueño de decidir si su rival debería morir o no.
Martín, un hombre de cuerpo atlético, pelo negro, barba estilizada y ojos de cielo. Raúl, con el cuerpo de peón, pelo corto enmarañado, barba que le cubría el rostro, dándole aspecto de mendigo, y ojos color miel, enfrentaron sus miradas, reflejando el uno en el otro, un pasado común.
Hijos del mismo padre, vieron sus vidas atravesadas por la diferencia de ser bastardo y legítimo. Crecieron juntos, teniendo meses de diferencia. Uno, el mayor en la casa principal. El menor, en la casa de los empleados. Fueron enemigos cuando niños. Enfrentados más que todo por el odio entre sus madres. Más los unió la madurez y su deseo de no heredar odios. A eso debieron sumarle el amor por su abuela Angélica, que intentó desde siempre que no existieran asperezas entre hermanos.
Prácticamente no existía diferencia entre el príncipe dorado y el príncipe mendigo, volviendo inútil todo intento de la mujer rica, de destruir la vida del hijo pobre.
Y ahora, enfrentados por una mujer, estaban los hermanos frente a frente. Uno con los ojos llenos de odio y el otro, con la culpa y el lamento en la mirada.
Nadia, en medio de aquellos dos, sería la única sobreviviente, pero, de nada le serviría sobrevivir a aquella tragedia provocada, en parte por ella misma, sin un céntimo en su monedero. De manera que suplicando cordura, se lanzó a brazos de su futuro marido.
-Date cuenta mi amor, que de nada vale que lo mates. No te sirve sacrificar tu libertad por quién no lo merece. Seríamos nosotros quienes sufrirían el mayor castigo estando lejos, con rejas interponiéndose. Amándonos sin poder estar juntos.
Pero Martín, que no era tonto, escuchó antes de ver la luz, palabras de placer y deseo en la boca de aquella mujer. Y recordando la adolescencia junto a su hermano, encontró que él no sería capaz de violarla. Ya que casi siempre, las chicas ebrias del pueblo, intentaron acostarse con él, más nunca se aprovechó de aquel estado de vulnerabilidad. Entonces, supo la verdad. Una tan dolorosa que merecía un castigo igual de cruel.
Nadia separó a los hermanos, creyendo que su mentira del abuso la ponía a salvo. Pero su verdadero castigo comenzó el día en que su boda por civil y por la religión, se hizo realidad.
En cuanto a la relación de hermanos, don Adalberto Veliz, entregó al hijo pobre su parte de la herencia, de manera que no tuviese cruces con el hijo rico. Pero Martín, jamás pudo perdonar la traición de Raúl, y se dispuso a hacerle la vida imposible, declarándole la guerra hasta el día de su muerte.
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En las llamas del deseo
Teen FictionEsta es la historia de Ramiro Vega: un joven veinteañero, que tras vivir una experiencia traumática y misteriosa, regresa a la vida, luego de casi morir asesinado en una hoguera. Junto a Marta, su madre adoptiva, Ramiro decide iniciar una nueva vid...