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El castillo entero se bordeaba de decoraciones exuberantes. Dorado, rojo, morado. Los colores que indudablemente se asociaban a la realeza estaban por los pasillos principales, en las grandes galerias y, desde luego, en el magnante gran salón donde las fiestas de la corona eran llevadas a cabo.

Dentro de cada habitación, una docena de plebeyos pulian cada jarrón, ordenaban una a una las arrugas de las grandes cortinas y correteaban con los brazos repletos de grandes manteles para las mesas de banquete.

Tiberius se paseaba entre ellos con la vista en el papel en su mano. Su guardia real le seguía cada pisada a unos pasos detrás, pero quejándose a vivas voces de la irresponsabilidad del príncipe. Por supuesto que oía cada palabra saliente de su boca pero prefería ignorarlo sin más, aun anotando con la vieja pluma de su padre las veces en las que había visto a las doncellas pulir las mismas copas de plata.

A estas horas de la tarde debería estar bañado y dispuesto para cambiarse de ropa. Sin embargo, no había nada que aburreciera más al príncipe que las fiestas diplomáticas de su madre.

La reina era feroz, ambiciosa, y una gobernante de primera. Al morir su padre ella se había cargado el reino al hombro y declinó cada propuesta de matrimonio con una sonrisa encantadora, de la misma forma había castigado a aquellos que cuestionaban su forma de gobernar solo por no hacerlo con un hombre a su lado. Ella había conservado el derecho a luto hasta que los mellizos cumplieran la mayoría de edad. Eso ocurriría esa noche.

La desgracia para Tiberius sería inminente. Su hermana, Livia, y él tenian oficialmente la edad requerida para sostener una corona más pesada que una diadema sobre sus cabezas. Livia siempre había deseado ser reina. Estudiaba como nadie que hubiera conocido para conocer cada ley de su nación. Aprendió el manejo de armas y era ágil con las lanzas, dispuesta a estar a la cabeza si una batalla amenazaba al reino. Practicó la diplomacia y era justa y amable. La candidata perfecta. Tiberius sabía que su padre la hubiera elegido a ella. Pero para su desgracia, la reina solo pensaba en él.

Su madre tenía una extraña fijación, y una muy terca convicción, de que Tiberius sería buen gobernante. Él no podía estar más en desacuerdo. Sus argumentos partían desde su falta de gracia y sus escasas habilidades sociales, hasta la razón principal: él no quería ser un rey. No importaba cuanto su madre se esforzara por mostrarle las supuestas maravillas que conllevaba hacer la diferencia y tener un puesto de importancia para ser un lider que sus soberanos amasen; Ty solo podía pensar en escribir.

Esconderse detrás de los burós de la biblioteca del castillo fue lo que le permitió leer las fascinantes historias que rondaban por cada repisa. Los grandes filósofos llamaban su nombre dentro de sus páginas y le abrian los ojos a nuevas experiencias que él aun ansiaba probar. La pluma en su mano se sentía con vida propia cada vez que la cargaba y la sola idea de presionarla sobre el papiro para poder emitir lo que rondaba en su cabeza, lo hacía estallar de felicidad. Pocas cosas volvian a Tiberius una persona extrapolar. Escribir le ayudaba a hablar.

Se adentró más al castillo guardando el papel en su bolsillo trasero cuando a la pluma se le agotó la tinta. Dobló un par de veces tratando de no estorbar a la servidumbre que le hacia una reverencia cada vez que pasaba. Sus botas sonaban con eco dentro de la gran estructura y pronto se hizo presente la melodía de la banda dentro del salón.

-Iré a ver a mi hermana- le anunció al caballero cuando llegó al pie de la escalera.

El hombre asintió con una mirada de fastidio que hizo a Ty rodar sus ojos. Subió las escaleras de dos en dos, con la mano en la barandilla sintiendo las curvas de la forma en caracol. Llegó hasta la alcoba de su hermana melliza y entró sin siquiera golpear. La doncella de su hermana soltó un pequeño grito por el susto y cubrió su boca de inmediato viéndose apenada. Su hermana se carcajeó antes de ponerse en pie del gran escritorio.

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