XXIV

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El castillo era un lugar donde siempre había habido felicidad. Por momentos verdadera, por momentos falsa. Donde los recuerdos de dos hermanos jugando a la par del otro y gritando sus nombres para llamarse entre ellos y corretearse, había sido el único bullicio capaz de mover las cortinas de las ventanas de un reino cautelosamente cuidado y etéreo. Hoy, frente a los ojos del príncipe Tiberius, aquella fachada se derrumbaba mientras Livia se quitaba el cuerpo sin vida de Sir Roy de encima y con la cara bañada en lagrimas buscaba pararse entre tropiezos. Tiberius creyó que por mucho tiempo había conocido nada más que la luz solo para que ahora no hubiera más que oscuridad. 

La reina Helena no parpadeó dos veces antes de aferrar de nuevo la empuñadura entre sus finos dedos. Ty vió los anillos de jade y rubí centellar ante la luz del fuego en una advertencia aterradora al levantar la vista a sus ojos del color de una tormenta. Pudo oler entre ellos el aroma de los rayos que quemaba el aire, la lluvia cubriendo su propia camisa embarrando sus botas y hundiéndolas hasta que le impidieran salir. Otra vez se sentía atrapado, exhausto, el tiempo alrededor se volvió de piedra y todo era demasiado lento ante sus ojos.

Fue consciente de su alrededor y de sí mismo. De sus manos secas y asqueadas de sangre que no era suya pero que la culpa la volvía liquido entre su piel; del sudor que volvía austera su postura y no dejaba que se moviera cómodamente; del latido en su corazón que se volvía cada vez más helado y juraba que en cualquier momento dejaría de moverse si no reaccionaba pronto y la respiración se iría para siempre de su pecho. Quería rendirse. Estaba agotado de pelear contra alguien que no le importaba si él vivía incluso cuando había jurado tantas noches que le amaba, incluso si durante mucho tiempo, Ty había creído que su madre le protegía. 

Vio el grito de su padre siendo amordazado por la tela entre sus dientes pero sus ojos tan ruidosos como si una ola se estrellara contra su rostro y lo aplastara junto a una piedra filosa. Sintió el movimiento rápido de Liana y su voz haciendo eco en sus oídos aunque no distinguió un solo sonido proveniente de ella. Vio a su madre alzando la espada de nuevo a centímetros de él con el rostro cambiado en furia y la cordura escapando del brillo desorbitante de sus ojos. Tiberius sentía que jamás los olvidaría, si era lo último que estaba destinado a ver iba a aceptarlo. Con una inspiración dolorosa, cerró los ojos esperando el impacto del filo.


***

Cuando Christopher era pequeño su madre le dijo que su vida ya estaba escrita. Nunca había sido su preocupación y jamás la había culpado cuando sentados ambos en las orillas de un pequeño lago casi oculto detrás del castillo, mientras ella fregaba la camisa de su padre con el agua de la pequeña cascada, había sonreído tan brillante como un rayo de sol embotellado y le había hablado con calma.

-Nosotros no somos nadie, Christopher. Este es un mundo de reyes y reinas donde nuestro lugar ni siquiera está a sus pies, sino más bien, bajo sus suelas. Si algún día esperas más que eso, ellos van a pisarte sin esperar a que reacciones. Entiende tu lugar, obedécelo, acéptalo, e intentarás ser tan feliz como esta vida te lo permita. Si eres bueno, tal vez algún día Dios te lo recompense.

Christopher solo le había sonreído mientras asentía, demasiado pequeño para entender la condena de esas palabras, las cadenas en sus muñecas de una vida que jamás sería suya. Y cuando fue lo bastante adulto como para comprender a lo que su madre se refería, los deseos de alguna vez querer tocar el cielo con las manos ya se había esfumado y convertido en un anhelo que ocupaba para antes de dormir con las palabras de su madre aún dándole esperanzas: "Si eres bueno, tal vez algún día Dios te lo recompense." Había pensado que ella se refería a que cuando su vida terminara, donde los campos del Edén se alzaran, él encontraría su gloria. Pero se habían equivocado.

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