I. Encuentro

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Harry definitivamente no estaba ansioso. Tenía 24 años y una carrera seria y era un hombre adulto, por dios santo: no estaba mirando constantemente el reloj porque su entrega de conejo estaba retrasándose.

Suspiró. Conejo. Harry tenía 24 años y acababa de adoptar un conejo por Internet.

Probablemente no era una buena idea. Es decir, sí lo era el asunto de la mascota. Anne lo había dicho: estaría solo por más de un año en un país cuyo idioma hablaba apenas rústicamente y tendría que pasar mucho tiempo en casa con su investigación; tener aunque sea una compañía animal en la casa le garantizaría no perder la cordura. Era razonable, por supuesto. Pero un conejo... Y uno que el dueño había sido tan entusiasta por regalar... No podía ser una buena idea.

Honestamente sólo lo había hecho porque cuando leyó "conejo busca dueño responsable y de buen corazón" pensó que cumplía con los requisitos. Quizás también porque tener un conejo llamado Emile Durkheim sería jodidamente gracioso. La expectativa de todos esos chistes ñoños que pondría en instagram había nublado su razonamiento.

¿Cómo siquiera se cría un conejo? Harry ni había tenido tiempo de googlearlo. Sólo había comprado un kilo de zanahorias en la verdulería de camino de la universidad y había cruzado los dedos porque ver bugs bunny de niño los sábados por la mañana con Gemma hubiese servido para algo.

Antes de que mirara su teléfono por cuarta vez en media hora, llamaron a la puerta. Harry estaba tan concentrado en escribir el nombre del nuevo inquilino en el plato de comidas, que el estruendoso timbre lo asustó haciéndole tirar todo, rodajas de zanahoria incluidas —Harry no esperaba que el pequeño Durkheim se apoyara sobre la pared y comiera la zanahoria con una mano mientras decía "¿qué hay de nuevo, viejo?". Era un adulto.

Juntó torpemente las zanahorias mientras el timbre sonaba otra vez, insistentemente.

—¡Voy! —protestó y finalmente dejó el desorden en el piso y se apresuró hasta la puerta.

Al abrirla, un joven veinteañero de bonitos ojos azules le sonrió. Tenía un suéter durazno al menos dos talles más grande y unos skinny jeans que no dejaba de acomodarse en la cintura, aún cuando le hablaba. En la cabeza un gorro de lana blanca absolutamente innecesario para los 25 grados que hacían ese día.

Era raro, harry no podía descifrar por qué... Quizás era esa cosa extraña que hacía con la nariz.

—¡Hola! —dijo, con una voz tan dulce y meliflua como su sonrisa—, debes ser Harry.

Él asintió en silencio. Había quedado tan prendido de esa particular extrañeza del muchacho que no estaba seguro de si le había hablado en inglés o en alemán y no supo cómo responder. El visitante ladeó la cabeza y frunció el ceño.

—Soy el conejo, ¿puedo pasar?

Harry sonrió. Hablaba en inglés, y en uno casi tan rústico como el alemán de Harry. No debería reírse, porque él probablemente decía tonterías así, pero... "Soy el conejo", era gracioso.

—Sí, claro. Adelante —dijo y abriendo la puerta lo dejo pasar y definitivamente no le chequeó el trasero.

Intentó hacerlo, claramente, porque fue entonces cuando notó que el chico llevaba un suéter demasiado largo y ninguna mochila, ni caja, ni bolsa en donde traer a la mascota. Frunció el ceño, algo confundido, y se giró a cerrar la puerta. Cuando miró otra vez, el chico estaba saltando moviendo el trasero mientras se quitaba el pantalón.

—¡Joder! —dijo sin dejar de moverse—, me apretaba la cola.

Harry se ruborizó sin atinar a más que abrir y cerrar la boca intentando buscar las palabras que le dieran sentido a esa situación. Entonces el muchacho se giró y comenzó a quitarse el suéter y Harry notó que no traía absolutamente nada debajo del pantalón —y que estaba absolutamente afeitado.

Estaba allí, sólo desnudándose en su sala sin ningún tipo de pudor.

No es que Harry no apreciara la vista (el chico era suave y curvilíneo, y jodidamente bello) o el escenario de película porno con eso de un hombre bonito caído del cielo, sin tapujos; pero era un extranjero y estaba casi seguro de que había accidentalmente contratado a un trabajador sexual o algo así, y no había estudiado suficiente sobre legislación alemana para saber en qué tantos problemas podría meterse por algo así.

—Woah, woah, ¿qué estás haciendo? —dijo y caminó hacia él. Tomó los bordes de su suéter durazno y lo bajó hasta cubrirle por lo menos las partes más íntimas—. Creo que hubo algún tipo de confusión.

El chico frunció el ceño mirando sus manos al cubrirle, y manteniendo la expresión levantó la mirada.

—¿Qué confusión? Tú eres Harry, ¿verdad? —dijo.

Harry quiso responder pero sus ojos eran tan bonitos y su cuerpo tan divinamente tibio bajo sus manos, que no supo qué decir. En su defensa no había tenido sexo en meses y ese escenario realmente parecía de una película porno.

—¿Verdad? —insistió.

Harry asintió y el chico sonrió.

—Pues tú eres Harry y querías un conejo —dijo y se sacó el gorro de lana, revelando una esponjosa cabellera castaña y dos...—. Y yo soy Louis, el conejo.

Harry tragó saliva, incapaz de quitar la mirada de aquellas dos puntiagudas orejas que parecían crecer de la cabeza de aquel extraño. Eran largas y cubiertas de pelo corto color caramelo y cuando se había quitado el gorro parecían haber saltado en dirección al techo, y ahora se giraban suavemente como las de un...

—Ya... — Dijo Louis, y las orejas comenzaron a bajar hacia atrás—, deja de mirarlas así, es raro.

Harry rió.

—Raro —repitió, divertido y como las orejas seguían moviéndose las tocó. ¡Raro era que hubiese accidentalmente contratado a un trabajador sexual que se disfrazaba de conejo!—. ¿Cómo haces eso?

—¿Cómo hago qué? ¡Ah! —Exclamó y corrió la cabeza ante el intento de Harry por quitárselas-. ¡Duele!

—Sólo quiero ver cómo... —dijo y sostuvo a Louis por los hombros con una mano mientras con la otra tocaba las orejas.

Eran suaves y delicadas y súper realistas: se movían anticipando su tacto y parecían acordes a las expresiones de Louis. Se mezclaban con su cabello de forma tal que todo parecía parte del mismo cuerpo. Claro que no podía serlo, se repetía Harry, porque las orejas de conejo pertenecen a los conejos y Louis, o como fuera su nombre, definitivamente no era un conejo. Se lo repetía, pero no parecía estar convencido, porque no echaba a aquel extraño nudista de su casa y porque seguía buscando pruebas hasta que el tacto de sus dedos lo llevó al borde de lo imposible.

Tragó saliva.

Louis lo miraba con los ojos azules y una expresión incómoda y Harry no se atrevía a mirar lo que develaban sus dedos así que le sostuvo la mirada también. Corriendo el flequillo que enmarcaba su rostro asomaba el nacimiento de aquellas largas orejas largas justo unos centímetros detrás de dónde las de un hombre deberían estar.

Harry ahogó un suspiro y dio un paso atrás. Luego otro.

Louis puso los ojos en blanco.

—¡Siempre lo mismo! —Protestó—. Quieren un conejo y luego se sorprenden de que tenga orejas y cola.

Harry parpadeó incrédulo sin correr la mirada. Louis se acomodaba el cabello como lo tenía al llegar y miraba al suelo con una expresión entre molesta y avergonzada. Sus orejas antes elevadas, ahora apuntaban atrás, acompañando el gesto de su ceño. Harry tenía tantas cosas por decir que las palabras se le atoraron en la lengua, y solo atinó a titubear.

—¿C-cola?

Louis suspiró, puso los ojos en blanco una vez más y dio media vuelta.

—Cola. Así, ¿ves? —dijo.

Al levantar la parte trasera de su suéter durazno reveló una esponjosa y redondeada cola allí donde terminaba la espina dorsal, del mismo color caramelo que sus orejas, excepto por la punta blanca. Louis movió el trasero de lado a lado y al hacerlo la cola se movió también.

Antes de desmayarse, Harry recordaba pensar que podía consolarse en que su subconsciente había decidido darle un rostro y un cuerpo muy bonitos a sus alucinaciones por estrés nervioso.


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La Regla De Los 3 MesesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora