11 - ¿Donde has estado?

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— Si mi doña hubiera observado bien el objeto que compraba, no sentiría horror al mirarlo tan pronto después de la compra.

Fueron las palabras de Esteban antes de entrar en la habitación indicada por ella. Estaba herido en el alma. Irremediamente herido, quería recuperar su honor al costo que fuera. ¡No se lo permitiré que ella me deje sintiéndome menos que un gusano, no se lo permitiré! Juró para sí mientras las lágrimas se deslizaban por su cara. ¿Quién era ésa? ¿Qué había hecho a la María que conoció? ¿Qué le habría cambiado tanto?

De su parte, María corrió hasta la puerta y giró la llave. Repudiaba el contacto con él, quería huir. Si al menos pudiera estar con ella ahora. Ella le devolvería un poco de la calma que había dejado en aquel enfrentamiento tan devastador.

Esteban se sentó en el sillón y observó la habitación alrededor. Era magnífica. Todo el lujo con el que siempre había soñado, ahora lo tenía. Era más que evidente que había sido preparado con toda la dedicación posible por las manos de una mujer que espera recibir a su marido por muchos días. Sin embargo, ahora estos detalles lo sofocaban. Él sentía sobre sí todo el tiempo que María debió haber dedicado a preparar cada detalle de esa boda, no solamente de esa habitación. Era una adoración enfermiza. Se imaginó el mucho que María debía odiarlo.

¿Por qué adorar a alguien a quien se planea humillar con tanta crueldad? ¿Por qué ella no podía simplemente haber quedado en medio del camino y le dedicado aquel amor tan tierno que le había entregado dos años antes? ¿Tendría el dolor les separado para siempre?

— Ay María, te he admirado. Te he admirado por tu increíble capacidad de amar, pero jamás podré amarte otra vez! — sentenció Esteban. — Te perdí, te he perdido para siempre. Te perdí de la misma manera que tú enterraste a mi honor y mi dignidad esta noche. Jamás podré amarte y tampoco amar a otra después de haber conocido un amor tan abnegado y sublime. Este amor tan sublime...

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Comienzo de Flashback
Río de Janeiro 1868

Era casi media noche cuando el carruaje se detuvo en la puerta de la casa de María. Ella se sentía extraña, como si fuera otra. Nada que no fuera natural después de lo que había sucedido aquella noche. Miraba a Esteban constreñida, aún sin creer en lo que había sucedido entre ellos. Aun así, se sentía feliz, completa, enamorada. Creía que no debía culparse por haberse entregado al hombre a quién amaba, ¿a quien más dedicar su virginidad sino a él? Esteban se la merecía. Se la merecía no sólo porque lo amaba, sino porque él la amaba. Y no se arrepentía, no se arrepentía, estaba feliz.

— Pronto vengo a hablar con tu madre sobre la fecha de la boda. — Dijo Esteban mirándola enternecido y acariciando sus manos.

— ¡Esteban! No quiero que te sientas obligado a casarte conmigo. Esta no fue la razón por la que me entregué a ti.

— No hables de esta manera María, ¡yo tengo mi honor!

— Por supuesto que quiero casarme contigo, sólo contigo, pero quiero que esto suceda en el momento y por las razones correctas. Yo sería la mujer más feliz del mundo si fuera tu esposa, tu... — se detuvo en la significación de esa palabra. — ¡tuya! — Repitió casi susurrando.

— Y yo hombre más feliz del mundo si pudiera ser feliz al lado de la única mujer a la que amo, María. Porque eres única. — dijo acariciando su cara. — ¡Única y mía!

— Lo que sucedió esta noche fue una elección, una decisión mía. Yo quería que fueras tú, sólo podrías ser tú y, ya desde hoy, yo soy tuya por toda la vida.

— Por toda nuestra vida. — Él le repitió halagado y enamorado antes de besarla entregadamente y arrebatarle una vez más los sentidos al enredar su lengua en su boca. El beso que dejó María vulnerable en los brazos del hombre que amaba con adoración.

El marido que me compréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora