29 - No me hagas promesas

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Con las palabras de Esteban, María recordó ese día tan doloroso para los dos. Sabía que él también merecía que ella le pidiera perdón, que también lo había lastimado.

— Yo fui una tonta por haberte dicho esto. ¡Olvídalo! — Le pidió María anidándose en el su pecho y abrazándolo sin mirar a su cara.

— Me dolió mucho. — Le confesó Esteban.

— Yo lo sé. — Lo admitió María — Créeme que no fue mi intención. Es que estoy muy confundida. — Pocas veces María lograva ser tan sincera, sobre todo, con él.

— ¿No puedes confiar en mí? — Él levantó su barbilla con el dedo.

— Me gustaría. Pero todavía no puedo confiar completamente en ti. Lo siento.

María admitió bajando nuevamente la mirada y abrazándolo sintiéndose segura entre sus brazos. Le daba miedo no lograr ser sincera si estuviera mirándolo a los ojos. Y temía muchas otras cosas al mirarlo a los ojos. Ellos ejercían un magnetismo sobre ella que le hacían perder la plomada y a María no le gustaba sentirse dependiente y subordinada ni siquiera a sus propios sentimientos. Y era precisamente así que ella se sentía cuando miraba a los ojos de Esteban.

— Todo lo que te pido es una oportunidad, mi amor. — Le dijo Esteban cerrando los ojos y perdiéndose en el aroma del pelo de María que tanto lo seducía. — Una oportunidad para demostrarte que puedo ser digno de tu confianza.

María no le contestó. Cerró los ojos y suspiró agarrada al torso de Esteban con la pierna izquierda sobre sus piernas. ¿Cómo contestar algo para el que no tenía una conclusión? Con decirle que estaba confundida, había sido completamente sincera, desconocía sus propios sentimientos. Al mismo tiempo que su cuerpo vibraba con las caricias de Esteban y su corazón disparaba con sus palabras de amor, el miedo no la dejaba estar completamente entregada, confiarse a sí misma otra vez a él.

Ella aún recordaba cómo le dolió que le hubiese rompido el corazón, que ella hubiera llegado a la conclusión, dos años antes, que él era un hombre sin dignidad, conducido por la codicia y totalmente seducido por la vanidad de aquella sociedad movida a cosas superfluas a que ella tanto repugnaba.

— Dame el honor de una sola oportunidad y yo prometo no defraudarte, María. ¡Te lo prometo! — insistió Esteban.

— Por favor, Esteban, no me hagas promesas. — Le suplicó María resentida — Prefiero no pensar en el futuro. No es el momento de hablar de lo que no podemos estar seguros.

— ¿No vas a contestarme? — Indagó angustiado.

— Ahora no. Todavía no. Yo no puedo. — nuevamente lo contestó con absoluta sinceridad y aún sin conseguir mirarlo. — Yo me entregué a ti. Hicimos el amor, creo que eso...

— Es que has dicho... — las palabras de María en la discusión de ese día todavía resonaban en la mente de Esteban.

— Yo sé lo que he dicho, por favor no lo repitas porque me da pena. — Por primera vez levantó la cara para mirarlo por su propia voluntad. — He dicho aquello movida por el orgullo, por el resentimiento... Lo que tienes que saber es que... No era cierto, no es lo que yo siento.

El marido que me compréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora