LA HERMANDAD DE LA GUERRA, PARTE I: VIEJAS HERIDAS POR IAN ST. MARTIN

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'¿Te quedó claro lo que acabas de escuchar?''.

Tifalenji se arrodilló en la oscuridad. No alzó la cabeza al escuchar la voz que se dirigía a ella, puesto que esa voz era parte de la oscuridad. Abarcaba toda la habitación, hinchándose tibia y repugnantemente dulce, con un aroma a flores podridas. Algo así no resultaba particularmente llamativo para alguien cuya vida estaba al servicio de los tejidos de las runas. Ni siquiera una forjadora tan joven como Tifalenji se atrevía a cuestionar aquello que la rodeaba ahora.

Ella sabía cuándo aceptar algo que sobrepasaba su entendimiento.

''Sí, me quedó claro'', respondió.

''Excelente''.

La oscuridad carraspeó, como si estuviera jalando aire. ''Tu señora habló muy bien de ti. Ingeniosa''. Esa palabra la pronunció con una voz diferente. Era la voz de su maestra. ''Y todos aquellos que son ingeniosos son muy útiles''.

Tifalenji tragó saliva. Sintió cómo el aire se desplazaba y la temperatura subía, como si la habitación se llenara de personas. Cuando se atrevió a mirar por el rabillo del ojo, vio los dobladillos de figuras con túnicas que formaban una fila alrededor de las paredes. La llamaban, y también a la fuente de la voz.

''Mira la luna''. De pronto, un rayo de luz, frío y plateado, se reflejó contra el suelo. ''Mira su trayectoria, cómo se mueve''.

Su mente se aceleró al pensar lo que se avecinaba, los momentos que tenía a mano desparramándose uno a uno, como los granos de arena de un reloj.

''Recuerda tu misión sobre todas las cosas''. Una mano se extendió desde la oscuridad y tomó a Tifalenji por el mentón. ''Aquello que te encomendamos que encuentres, aquello que queremos que nos lo traigas de vuelta, no puede ser reemplazado''. La mano levantó la cabeza de Tifalenji y ella alzó la mirada para encontrarse con un reflejo perfecto de su propio rostro, sonriendo con la sonrisa de alguien más.

''Por el contrario, sí eres reemplazable''.

Erath era un hijo de Noxus. Como parte de la primera generación de su tribu que nació en el imperio, su entrenamiento comenzó el día que dio sus primeros pasos.

Fortaleza. Disciplina. Valor.

Fue educado entre pastores, cuidando rebaños y bestias de carga, manteniéndolos a salvo hasta que llegara el momento de la cosecha. Aprendió a matar, rápido y pulcro, con el pequeño cuchillo del cual le enseñaron a nunca despegarse. Era una lección que le sería útil cuando llegara el día en que Noxus lo convocara a su servicio.

Había sido educado para matar a sus enemigos, los enemigos del imperio, pero nunca a odiarlos. Porque un enemigo del imperio estaba a solo una ceremonia de convertirse en un hermano o hermana descarriado, recuperado con honor y resolución hacia los brazos de Noxus para pararse al lado de Erath en la línea de batalla. Para fortalecerlo.

Mátalos hasta que formen parte de la familia, le había dicho su padre en una ocasión cuando él le mostró a Erath los senderos violetas trazados por sus viejas cicatrices de batalla. Erath nunca había odiado a sus enemigos, pero aquí, al mirar todo aquello que lo rodeaba, sin siquiera saber quiénes eran sus enemigos, sintió lástima por ellos.

Las calles retumbaban con una procesión interminable, decenas de miles de soldados avanzaban por los bulevares y avenidas del Bastión Inmortal. Docenas de idiomas se sobreponían en los gritos del ritmo primigenio de los cánticos de batalla, llamados a las marchas y canciones de guerra. Era una exhibición del gran poderío desatado de la hueste noxiana, con las espadas y las manos que las blandían a lo largo y ancho del imperio. Los grupos de guerra tribales deambulaban por los caminos, envueltos en pieles y trajes ceremoniales, seguidos por cohortes de tropas estrictamente reglamentadas, revestidas con ennegrecidas armaduras de hierro, y un contingente de soldados navales con uniformes brillantes proveniente de Shurima.

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