Prólogo

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El ejército de hombres armados avistó los jirones de humo negro por entre las paredes verticales que caían a pique del desfiladero cuando todavía faltaban horas de marcha para llegar al valle.

Caminaron raudos aún con la esperanza de llegar, no ya con tiempo de repeler al enemigo, sino para poder ahuyentarlo, quizás salvar vidas, o reconquistar el terreno cedido.

Los comandaba el experimentado general Aropetus, hombre corpulento de impresionante estampa. Cubría su cuello de toro y sus hombros con una capa de marta cibelina, gruesa, suave y negra, con la que se protegía del cortante frío de la mañana. Vestía una pesada armadura articulada de acero sobre una cota de mallas y sobrecota acolchada mientras que una faldilla de metal articulado y flexible casi le cubría hasta medio muslo, permitiéndole afianzarse con comodidad a la silla de su enorme corcel de batalla. Sus manos, enguantadas en guanteletes, sostenían una con serenidad las riendas mientras que la otra encajaba bajo el brazo el fabuloso yelmo con morro picudo coronado con plumas de faisán. Unas cejas pobladas blancas enmarcaban unos ojos grises astutos e inquisitivos y una barba color óxido, surcada de canas, acunaba unos labios finos y apretados.

Observó lúgubre los dedos de humo que ascendían hacia el cielo gris encapotado mientras guiaba firme a su garañón de manchas blancas y marrones por el accidentado sendero del desfiladero, indiferente a la caída de más de mil metros. Los cascos de la bestia resquebrajan el suelo de piedra a su paso y esquirlas rotas caían al abismo.

Con un pañuelo color crema ya empapado por el continuo uso, limpió las gotas de sudor frío que perlaban su frente y su cráneo poco poblado, mientras trataba de evitar recordar los fútiles esfuerzos que dedicase meses atrás con el propósito de poner sobre aviso a la Cámara de los Primeros sobre las posibles consecuencias de retirar los Tercios de las nuevas tierras colonizadas. Quizás no fui lo suficientemente vehemente, pensó crítico, reprochándose su falta de capacidad persuasiva.

Volviéndose hacia el ayudante de campo, le gritó sus órdenes con precisión y energía. Observó atento como estas eran dispensadas prestamente a los jefes de pelotón y luego hizo restallar riendas e hincar espuelas, al tiempo que arengó a las tropas más cercanas a él, escuchándose los ecos de su voz por toda la garganta rocosa.

Ya en el valle, alfombras de hierba se cimbreaban con la brisa y cubrían los ondulados montes que iban encontrando en su avanzar constaste.

El sonido de tambores y cuernos eran heraldo de la llegada del resto de compañías. El suelo retumbaba con el paso marcial de cientos de hombres. Su desplazamiento era como el de una gran ola de mar que implacable se dirige a romper contra las rocas. Quinientos caballeros, dos mil hombres de a pie, trescientos arqueros, ciento cincuenta zapadores, armados y pertrechados para una larga campaña. Los más duros de la guardia real, comandados por el brazo derecho del rey, entrenados y experimentados en las campañas de las guerras del sur.

Los hombres sudaban, tensos los músculos y duro el gesto. No estaban permitidas las paradas, evitando así retrasos en la marcha por lo que se orinaban encima maldiciendo en voz baja mientras apretaban con fuerza sus dientes afirmando sus manos en sus lanzas, sus arcos y sus aceros.

Todos miraban lóbregos al cielo, mudos como estatuas de mármol, sus miradas concentradas como punzones al rojo vivo, capaces de atravesar la carne. Sólo rara vez una carcajada grosera y descarada acompañaba el tamborileo de sus pasos de botas remachadas con clavos de acero. Muchos notaban el sabor de la sangre en la boca, los rostros demudados, como anticipando los hechos que estaban por ocurrir. Los nervios mariposeaban en sus estómagos; aguijones de miedo en sus vientres, y las mandíbulas apretadas rechinando los dientes. La muerte danzaba entre las puntas de las astas de los guerreros, clamando nuevas ofrendas de vísceras abiertas, sangre y huesos quebrados.

Saulum, el Sin MadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora