Los siguientes años serían los más fugaces de su vida, y de alguna manera, los más dilatados. Los días transcurrían y sólo dejaban una sucesión de breves amaneceres solitarios rodeado de sus anónimos compañeros de Compañía y de los largos monólogos de su único amigo, Badera, que consistían en prosas extensas llenas de un surtido inagotable de anécdotas reales o inventadas. Al final del día, la paja seca aguardaba a su acalambrado cuerpo que hacía un ovillo en una esquina abandonándose al descanso que siempre resultaba demasiado breve y efímero.
Pero mientras se sucedían los años en la fortaleza de la montaña, reconstruida y reacondicionada para la existencia castrense que llevaban en lo profundo del bosque, la vida proseguía fuera de allí siguiendo el natural devenir de los acontecimientos.
Seadar IV murió en unas condiciones algo calamitosas.
Compartía la bañera con catorce muchachitas - veintisiete años de diferencia la que menos, contando a la baja - y tras hacer el amor con ocho de ellas allí mismo, quiso acercarse a por un poco más de vino y otras sustancias de consumo privado antes de proseguir con la hazaña. El más bien mezquino rey murió al darse con la cabeza en uno de los bordes de la bañera de la que se esforzaba por incorporarse. Poco afortunado, resbaló al apoyarse mal, dando un rápido traspiés que nada ni nadie pudo hacer para detener. Cuando la parca fue a su encuentro se lo encontró hecho un guiñapo en el suelo de baldosas azules, con la cabeza vuelta en una postura poco apropiada para la vida y abierta como un melón rebozado en su propia sangre roja (no de sangre azul como tanto gustase de jactarse en vida). Aquella situación fue demasiado escandalosa como para que su Primer Consejero pudiera ocultarla a la opinión pública.
El revuelo fue Real.
De lo que menos se preocupó nadie es del estado de quebrantamiento emocional en el que quedó la reina despechada. La pobre señora, incapaz de tener hijos – más tarde ella descubriría feliz que no era ella la infértil - fue dejada de lado. No había herederos y aquello representaba un gran dilema.
Un dilema Real.
Se solucionó todo con un rápido, efectivo y bienvenido golpe de estado. Malquevich, un Señor de la Guerra aclamado por el pueblo, muy famoso por sus exitosas campañas en el oeste anexionando nuevos territorios, se hizo con el trono de roble que había quedado vacante y que se encontraba en el fondo de la gran sala oval del enorme salón de piedra del palacio. Supuso en realidad que muchos grandes poderes suspirasen tranquilos por primera vez en mucho tiempo. Malquevich era un hombre algo embrutecido y de toscas maneras pero nada tonto, con más de dos dedos de frente (en el sentido tanto literal como metafórico: tenía una gran frente). Su brazo duro supuso la supervivencia del reino en muchos sentidos.
Se trataba de un reino fronterizo en continua guerra con los vecinos y la mano cada vez más lerda con la que en los últimos años Seadar IV había llevado los asuntos de estado ponía en riesgo intereses mercantiles dejando inquietos a la nobleza y a la emergente y enriquecida burguesía.
Una de las campañas más desastrosas de los últimos tiempos fue la misma en la que los curelingos - vecinos en extremo belicosos - tres años antes habían arrasado la frontera norte en la cual quedaron sin familia Saulum, Fedalar, Altero y Badera, entre otros cientos de huérfanos. Seadar IV sería el último de su dinastía cediendo el paso a una oligarquía dirigida desde las sombras por la aristocracia y la burguesía con un solo hombre visible delante. Malquevich pasaría a ser nombrado Canciller al no poseer rastro de sangre real (aunque quizás sí, quién sabe: el padre de Seadar IV, Solder VI, era más bien promiscuo y tenía muchos bastardos, todo lo contrario que su hijo, que era solo mujeriego. Una de las amantes preferidas del regio hombre era precisamente la madre del nuevo Canciller) y dirigiría el destino de la nación como el esclavista maneja el látigo.

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Saulum, el Sin Madre
FantasySaulum, El Sin Madre Una pugna entre naciones por una franja de tierra fronteriza boscosa de las montañas Thorbald. Una masacre sangrienta y diez mil colonos son aniquilados sin el menor resquicio de piedad. ¿Sin piedad? No del todo. Para sorpresa d...