Capítulo 5

1.7K 147 10
                                    

A las diez de la noche alguien golpeó con los nudillos la puerta de la sala. Ambos nos miramos y levantamos la mirada confusos hasta que por la rendija de la puerta abierta se vio una cabellera rubia. Reconocí a aquella mujer del departamento de recursos humanos. Llevaba una ropa muy diferente a toda la que le había visto en alguna ocasión. Un vestido demasiado pequeño para ser apropiado para ir a la oficina dejaba ver sus piernas. Una clásica mujer de las que entrarían sin dificultad en la lista de las mujeres más guapas del planeta.

— Daisy —dijo sorprendido y dejé de prestar atención a la escena—. ¿Ya son las diez?

— Sí. He venido porque como me habías dicho que ibas a tirarte unas cuantas horas extra, por si te encontraba por aquí —la voz era melosa de esas en las que una sabe hasta qué punto está indicando al resto de los presentes o los muebles, que sus intenciones iban más allá de una sola copa.

Se incorporó palmeando sus pantalones de traje que en lugar de polvo podían haber dejado caer billetes y billetes de dólar igual que en una escena de algún dibujo animado.

— Se nos ha echado el tiempo encima. Márquez y yo hemos estado trabajando bastante duro.

— ¿Márquez? —preguntó ella antes de percatarse de mi miserable existencia—. ¡Oh, hola! No pretendía interrumpir es que...

— No te preocupes. Las citas son las citas.

Me levanté con algo más de torpeza del suelo entendiendo el mensaje. No es que fuese tonta, pero sabía lo que me tocaba. Si él tenía que irse, todo ese desastre me tocaba volver a archivarlo a mí. Otro punto para odiarle.

— ¿Le importa recoger esto? —preguntó mi jefe dirigiéndose a mí.

— Vayan, diviértanse, la noche es joven. Yo me encargo de los papeles.

McCallister me regaló una mirada de soslayo que casi parecía apenada. Seguramente era yo intentando humanizarle, hacerme creer que había algo de corazón en aquel hombre que me había dejado como unas dos o tres horas de trabajo para mí sola por delante.

— Hasta mañana.

Me despedí levantando el brazo y cuando se marchó, resoplé con el ánimo en los tobillos. Tampoco es como si hubiésemos tenido una cita o algo así nosotros dejándome tirada para irse con otra que estuviese más buena, pero me sentía herida. No porque me importase que se fuese con otra. Eso me daba igual. Me molestaba que me dejase el trabajo sucio cuando estaba claro que aquel desorden no había sido solo cosa mía. Además estaba esa sensación. Por la mínima conversación que habíamos tenido ajena al trabajo, había pensado que quizá los planes de Cheryl pudiesen funcionar, que me viese como algo más que un mueble para darme el puesto que me correspondía o valorase mi figura en aquella empresa. Sin embargo, había despertado en la cruel realidad donde yo era su secretaria y punto.

Me puse manos a la obra. Había tantos papeles que meter en tantas carpetas que podría llegar a volverme loca. Por eso, abrí todas, una a una y fui colocando primero según el año, después me centraría en ordenarlos cronológicamente dentro de su carpeta por meses y así poder evitar que un dolor de cabeza más grande que otra cosa fuese mi compañero de viaje para el resto de la noche.

Entré en su despacho para dejar algunas de las carpetas en los lugares correspondientes y sentí ese golpe en mis fosas nasales porque su aroma se había impregnado por todas partes.

Miré la silla que había estado soñando que me perteneciese igual que muchos reyes en la antigüedad habían hecho con sus tronos. Me percaté que seguía sin haber un solo alma en el edificio y me senté realizando la única diablura que podía permitirme. Di pequeños golpes a los reposabrazos disfrutando de lo acolchada que era el asiento, antes de despedirme para siempre de la posibilidad de que fuese mío si no se marchaba McCallister y algún santo o santa iluminaba el camino del presidente de la compañía para escogerme a mí.

Cuando terminé de dejar todo como estaba, las tres de la madrugada estaban demasiado cerca. Me había llevado más tiempo del esperado. Bajé por el ascensor agradeciendo que el guardia de seguridad fuese tan vago como yo para hacer sus distintos paseos asegurándose que no había nadie en la empresa.

Pasé el identificador que como siempre demostró que había excedido y con mucho las horas de una rutina laboral normal. Me giré para ver a Bill, el guardia, que comía unas palomitas mirando una película de esas que te mantenían despierto por el miedo que te daban.

— ¡Hasta luego, Bill! —me despedí sabiendo que le daría un susto por el gran eco que había en el edificio a esas horas y por lo concentrado que estaría en la película.

— ¡Maldita sea, Greta!

Salí con una enorme sonrisa en mis labios porque me había permitido disfrutar un poco más de aquel día siendo un poco mala. Llevaba mi bolso medio a rastras y me pesaban las piernas en límites insospechados. Solo quería llegar a casa cuanto antes, tumbarme en la cama y esperar que las horas que quedaban para trabajar fuesen eternas permitiéndome un sueño reparador.

Miré a la solitaria carretera por la que pasaba un coche en ese mismo instante. Mis ojos se encontraron con la sonrisa de mi jefe en un taxi en el que no estaba solo. Cuando se dio cuenta de quién era, su sonrisa se borró, pero el vehículo se había adelantado tanto que fue imposible saber si estaba cabreado. Por eso, le mandé un saludo al más cutre estilo imitador militar dando por finalizado mi día y mis funciones de secretaria financiera rebajada a su verdadera profesión.

Mi cama me recogió con la misma suavidad que acostumbraba y sin haberme quitado la ropa, me quedé dormida, con la luz encendida, con el bolso colgando aún entre mis dedos y la boca abierta en una postura que ponía a prueba la capacidad de las cervicales para mantenerse en su estructura original.

Agárrate que vienen curvasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora