Capítulo uno.

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—Espero que a partir de ahora escarmientes, jovencita

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—Espero que a partir de ahora escarmientes, jovencita.—Me regañó mi madre, antes de adentrarnos en el lugar.

Suspiré de manera pesada y posé mis pies sobre el tapete de bienvenida frente a la puerta, a la vez que arrugaba mis dedos en el interior de mis tenis.

Una semana atrás cometía el gran error de escuchar a mis amigos Clay y Elah, aka mis diablos en cada hombro, para subirnos a un auto y hacer un viaje en el medio de la noche hacia el lado oeste. Amanecimos en otra ciudad, no contamos con quedarnos sin batería en los teléfonos, por ende quedamos incomunicados con absolutamente todos y como la estábamos pasando demasiado bien, no tuvimos noción de las horas.
Así que cuando decidimos finalmente volver, teníamos a un grupo de tres pares de padres enfadados con sus hijos por haber cometido tal estupidez.

Los de Clay fueron los más dramáticos; cuando aparcó su coche en las afueras de su casa, ellos fueron los primeros en correr a abrazarlo, llorando y llenos de moco, contándonos que estaban a punto de llamar a la policía y comunicar a los medios.
En cuanto a los de Elah, eran los más estrictos. Nos dieron una mirada que podría llegar a matarnos si quisieran, la obligaron a subirse rápidamente a su automóvil y desaparecieron sin más en el medio de la calle, con el frío y la niebla que teñía las madrugadas, a eso de las 6 de la mañana.
Más tarde nos enteramos que la habían castigado por una semana y le habían quitado el permiso para conducir de su querida Jeep, que tanta ilusión le hacía usarla. Pero les duró poco ya que al segundo día ya tenía su carnet de vuelta.
Y finalmente la reacción de los míos, que no dijeron nada en el momento más que un "en casa hablamos".
Creía saber lo que me esperaba: gritos incesantes y dos adultos gruñéndome a punto de devorarme con sus ojos. Pero cuando llegue a casa, su reacción fue muy diferente. Me obligaron a ayudarlos en la casa de acogida donde ellos trabajaban durante un mes como castigo.

Mis padres no eran estrictos. Eran bastante liberales y solían dejarme hacer lo que quisiera mientras yo esté sana y salva, o por lo menos que les avisara donde estaba.

Y la casa de acogida en la que ellos ayudaban no estaba tan mal. Vivían muchos niños huérfanos allí, también niños y adolescentes cuyos padres los dejaron sin hacerse cargo, o quienes estaban sometidos a la violencia por parte de quienes se suponían que debían cuidarlos, amarlos y respetarlos.
Era muy triste todo eso.
La casa "Ikigai", llamada así porque significa "la razón de ser, de levantarse en las mañanas" en japonés, era un hogar de acogida en el que le daban cuidado y educación a menores de edad, un grupo de mujeres con un corazón enorme, llenas de empatía.

Ese hogar estaba constantemente siendo ayudado por familias como mis padres, que se encargaban de llevarles ropa, cocinarles, pasar tiempo de caridad con ellos o ayudar simplemente con lo que cada uno pudiera.

Admiraba mucho a mis padres por ese gesto, sabiendo por todo lo que habían tenido que vivir en su pasado.

Después de haberme tenido a mí, quisieron darme un hermanito, pero cuando mamá se embarazó sufrió una perdida y tuvo la mala suerte de quedar imposibilitada de tener más hijos.
Fue allí cuando conoció a Margaret, la dueña del hogar de tránsito. Ella había pasado por algo parecido, y fue quien la invitó a mi madre a unirse al grupo.
Desde entonces, mi familia es la primera en ayudar la casa Ikigai. Sin embargo, después de tantos años, esta era la primera vez en la que yo me involucraba o que directamente pisaba el lugar.

𝐀𝐑𝐀𝐌𝐈𝐒✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora