Capítulo veinte.

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—Juro por el amor de dios que ella me clavó sus malditas uñas primero

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—Juro por el amor de dios que ella me clavó sus malditas uñas primero.—Hablé con odio, mientras dejaba que el castaño verificara los rastros de mi encuentro con su ex-novia en mi antebrazo.

Aramis rió.

—Te creo. Sé que puede resultar un poco arpía a veces.

—¿A veces?—Abrí mis ojos sorprendida.

—Casi siempre.—El muchacho rodó los suyos y me sonrió.

Estábamos en la cocina, con los preparativos para la especie de camping que harían los más pequeños en el patio trasero de la casa Ikigai.

Margaret se adentró a la habitación.

—¡Hola, Thea!—Me saludó alegremente. Luego frunció su ceño.—¿Qué te pasó en el brazo?

—Me atacó un perro.—Respondí encogida de hombros, sin darle importancia al tema.

Después de todo, eso era lo que había pasado.

Más o menos.

La señora se colocó su delantal de cocina y se dispuso a cortar las zanahorias que irían en la comida de la noche.
Yo cortaba cebolla mientras Aramis se entretenía sentado en la mesa observándonos cocinar y hacer todo nosotras.

Eran casi las siete de la tarde. El cielo ya estaba oscureciendo y dando paso a que las estrellas y la luna ocuparan su lugar.
Mis padres hoy no pudieron quedarse por una reunión ejecutiva con los jefes de Theodore, pero yo no me lo perdería por nada.

—¿Tú no piensas ayudar?—Margaret alzó una ceja en dirección al único muchacho que nos acompañaba y se cruzó de brazos para regañarlo.

Si no conociera su historia podría jurar que era su madre.

—Creo que cuatro brazos ya son suficientes.—Chasqueó su lengua el castaño, despreocupado.

—Ve a buscar salsa de tomate al sótano.—La mujer se agachó para golpear el hombro del adolescente con un trapo.—¡Vamos que la pasta no se hará sola!—Repitió su acción.

Aramis bufó exageradamente y despegó su trasero de la silla. A paso lento y repleto de quejidos cada dos segundos, abandonó la cocina para ir en busca de lo que le encargaron.

—¡Ay, este chico!—Suspiró Margaret con una sonrisa en sus labios y negando con la cabeza.

Sonreí al pensar que esa era la mismísima reacción que mi madre tenía cuando no me dignaba a hacer las cosas que ella me ordenaba.
En verdad se notaba que ambas hermanas, tanto Janet como Margaret, lo querían al muchacho como a un hijo.

—Todo un caso.—Agregué.

Volví a lo mío, pero Aramis comenzó a preocuparme cuando pasaron los diez minutos y todavía no regresaba. Tampoco era tarea muy complicada buscar una lata con salsa.

𝐀𝐑𝐀𝐌𝐈𝐒✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora