Rosario

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Desde que decidieron vivir juntos, su vida había sido un rosario de eventos inesperados; anteriormente había comparado a Kagome con un huracán y seguía pensando que aquella comparativa era la más acertada hacia la chica de cabello rebelde que en ese momento entraba con un pequeño cachorro entre sus brazos.

No se lo había consultado y aunque aquello no podía molestarlo del todo al ver como la fémina parecía disfrutar como el pequeño can le llenaba la cara de lengüetazos, tampoco recordaba que Kagome le hubiera mencionado que quería un perro.

¿Se habría negado? Se cuestionó en ese momento, viendo como su novia pegaba al cachorro a su cuerpo, como queriéndolo proteger de un peligro que ya no existía. Que había dejado atrás cuando ella lo tomó en brazos.

—No es lo que crees —le dijo, tan pronto sus ojos hicieron contacto alguno.

A veces olvidaba que las palabras que jamás habían sido su fuerte y fueron sinónimo de discusiones con otras personas, parecía no importarle a Kagome, quién parecía leer sus pequeñas expresiones como si fuera un libro abierto.

—Lo rescataste. —Señaló y ella asintió al momento que se quitaba la ropa extra que llevaba ese día y parecía tener intención de dejar al cachorro —que hasta ese momento él se dio cuenta se mantenía con bastantes manchas que no correspondían al pelaje largo, rebelde y blanco que portaba— sobre el piso cuando él se acercó, ofreciendo sus manos para ayudarla.

Ella le sonrió y cuando se hubo desocupada, dijo que bañaría al cachorro para después llevarlo con Ayame, la chica pelirroja que tenía un pequeño de refugio para animales que administraba junto con su abuelo.

Claramente él no estaba incluido en aquel plan, pero después de escuchar el agua caer de forma estrepitosa, seguido de varias cosas que estaba seguro antes reposaban en el baño en perfecto orden, terminó también bañando a aquel can para evitar un desastre.

Pero el rosario de eventos inesperados jamás terminaba con Kagome y ambos terminaron completamente empapados cuando el cachorro empezó a sacudirse como si aquella ya fuera su propia casa.

Cuando todo terminó y ambos estaban cambiados, sólo esperando para ponerse de acuerdo y hacer la cena, él pudo contemplar en los ojos femeninos una determinación que ya conocía: el deseo naciente de quedarse con el perro que había rescatado.

Los eventos inesperados nunca terminaban con ella y su nula paciencia parecía infinita a su lado. Quién sabe, se dijo, cuando los brazos femeninos le rodearon la cintura en un abrazo sorpresivo.

Tener una vida de rosarios inesperados, no era una idea tan mala.

OtoñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora