XLVII.

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El bullicio habitual de la zona central se convirtió en un silencio tétrico de punta a punta. El ruido de mis botas chocando contra el piso parecía de lo más ruidoso que jamás había escuchado en mi vida. Los auxiliares mantuvieron la cabeza baja sumergidos en lo suyo, rogando no resaltar para el hombre que posaba como una deidad dejando en claro quien tenía el control de sus vidas. 

No lo perdí de vista y él tampoco a mí, nuestros ojos estaban conectados y los suyos prometían puro dolor. Seis hombres lo acompañaban, luciendo listos para poner una bala en el centro de mi cráneo y acabar con esto si intentaba algo tonto. Me detuve a unos metros de mi padre y este, entretenido por la inminente sospecha, sonrió.

— Gala.

Su voz se asentó en mí y tragué.

— General Evans. —salude asumiendo los respetos a un superior.

Me vio por un momento y se giró hablándole a uno de los hombres junto a él. Tras un asentimiento, se retiraron en dirección a Charlie.

Mierda.

— Vamos a la oficina de West. —invitó con un ademán.

Se adelantó dándome la espalda y West movió su cabeza disimuladamente para que lo siguiera. Acomode el sujetador de mi rifle y avancé manteniendo la distancia con Peter. El capitán, por otro lado, troto apresuradamente abriendo la puerta para los dos.

— Señor. —por poco y no hizo una reverencia.

Me causaba contrariedad.

— Retírate. —lo despacho con desdén— Ve a hacer algo más que estar en esta oficina como un inútil.

La tensión en el cuerpo de West fue perceptible para mí. Él lo detestaba, solo era un buen actor.

— A sus ordenes, señor. —dijo neutral.

Sus pasos se alejaron por el pasillo dejándonos a solas.

— ¿Que quieres? ¿una alfombra?

— No, señor. —pase saliva— Siendo un superior, es usted quien debe entrar primero.

— Que te importa tanto como hace unos días.

Bien, como sea. Me adentre en la oficina sin las mínimas ganas de discutir y mi padre cerró la puerta.

— Siéntate.

Deslice la silla cumpliendo su orden y él se ubicó tras el escritorio. En el ambiente se respiraba la tensión, las ganas de atacarnos el uno al otro. No obstante, conocíamos nuestras metas y limitantes. No podíamos dejar ir demasiado, movería la cartas a su convenir y para ventaja propia.

— ¿Cómo has estado?

El interés era inexistente en su tono plano. Lo intentaba al menos.

— Bien. —me límite a decir.

— ¿Bien?

— Así es, señor, no tengo nada que reportar.

Recargo su peso en el respaldar, divertido.

— Hija adorada...

Las náuseas fueron inevitables.

— Le pido no me llame así.

— No saques las garras tan pronto, dame unos minutos, ¿si?

Inhale apostando a mi cordura.

— ¿Para que esta aquí? —fui al grano.

Abrió sus brazos abarcando el lugar.

— Es mi complejo, ¿o ya lo olvidaste?

— Claro que no, señor.

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